«La sonámbula», un cuento de Luis Gusmán

Ilustración: «La sonámbula y los sueños» de Noemí Spadaro

Luis Gusmán, escritor y psicoanalista, exploró desde ambas prácticas el enigma del sonambulismo: en su última novela, Hasta que te conocí, los dos amantes, Clara y Walenski, fueron sonámbulos. “En Freud, los sonámbulos caminan hacia el dormitorio de los padres. Mi propuesta es que caminan hacia ‘la escena primaria’; escena del coito entre los padres, de donde siempre estamos excluidos por definición. Nacemos de esa exclusión radical” dice el autor, que vuelve una vez más sobre ese extravío sonámbulo en este relato que presentamos.

 

La sonámbula

Faltaba todavía el último viaje a la casa de mi madre en Burzaco. Había que ir a buscar sus pertenencias. Se había ido a vivir allí con su hija adoptiva y los hijos de esta hija. Esta hermanastra nos ahorró los sufrimientos de los últimos meses de la vida de mi madre.

Esta hermanastra se llevaba muy mal con mi hermano Hueso que había jurado matarla por una propiedad menor que era la única herencia de mi madre. En realidad, la chica tenía derecho, la casa la había pagado su padre, el segundo marido de mi madre. Era un pedazo de tierra con una prefabricada. “Lo que vale es el terreno” decía mi hermano quizás para justificar su reivindicación y que su madre le había dejado algo.

La chica no había ido al velorio no sólo porque le tenía miedo a lo que su hermanastro le pudiera hacer, sino también porque decía que ya se había despedido de su madre.

De chica, había tenido el don de la videncia. Al menos, eso era lo que decía mi madre. Que la había mandado a la escuelita espiritista que había en Burzaco. La nena era un prodigio porque la videncia en los niños otorga una mayor creencia por la pureza e inocencia que se le atribuye a la infancia.

Ella había residido un tiempo en Estados Unidos en el Estado de Virginia porque se había casado con un boliviano que tenía parientes en ese lugar. Inmigración ilegal, siempre perseguida hasta el punto en que un día ella se volvió con sus hijos y él al poco tiempo fue deportado. Su hermanastro siempre le agregaba un motivo delictivo: había sido por traficante, cuando en realidad había sido una cuestión de papeles. No tenía residencia ni permiso  de trabajo. Pero ella siempre había estado perseguida desde que nació porque se le sospechaba por la fecha de nacimiento una apropiación ilegal, cuestión totalmente infundada ya que con los años en un padrón de elecciones encontró a su madre a quien fue a visitar. Mi madre quien siempre quiso tener una hija mujer, sin embargo había insistido en esa búsqueda, a la vez que sufría porque entonces ella la iba a abandonar. Como si hubiera confiado que esa hija la cuidara en la vejez y no se equivocó.

El tiempo que vivió en Estados Unidos cambió la cabeza de la chica, no solo porque pudo aprender inglés, sino que las facciones de su cara perdieron aquellos rasgos, rayanos en la debilidad mental, efecto quizás del estado de sonambulismo y del don de la videncia que padecía desde la infancia. Una especie de puerilidad tan excesiva que parecía estar más cerca de lo pecaminoso que de la virtud.

No era una de las visitas que hacíamos con mi hermano a buscar la ropa de los vecinos difuntos. Esta vez no era un vecino, eran las cosas de alguien muy cercano.

Por supuesto, elegimos algunas fotos. Son dos fotos y parecen haber sido tomadas en un parque de diversiones. Una mi padre tirando al blanco. En la otra es ella quien con un gesto tan delicado y femenino toma el arma al borde del miedo y del histerismo. Hay otra foto que por el paisaje parece estar en las sierras de Córdoba. En las fotos, la belleza de mi madre a veces confunde. En principio, por su expresión, la catalogaría como una persona distante pero su mirada y su sonrisa muestran todo lo contrario.

Después estaban las chucherías, las cosas japonesas de mi madre; cosas de los años cincuenta, no cosas modernas. Yo me llevé un cuadrito con un paisaje chino cubierto de nieve.

Revisamos los cajones y encontramos una carpeta con dibujos. Se notaba en ellos una cosa naif e infantil, pero eran realmente buenos y quedamos asombrados. Le preguntamos a Lucrecia: ¿Quién los pintó?

Dudó un instante en responder. No era por desconfianza sino por perplejidad, como quien hace un esfuerzo por recordar algo que le trae alguna dificultad o un mal recuerdo.

Finalmente nos contesta: “Los pinté yo”.

Con mi hermano nos miramos. Creo que esos dibujos fueron lo más próximo que alguna vez tuvimos con Lucrecia. Hasta es posible que hayamos cambiado el tono áspero con que habitualmente la tratábamos por lo insoportable que nos resultaba su puerilidad.  

Comenzamos a mirarlos uno por uno. Había pintado cada una de las chucherías de mi madre. El cuadrito con el Fujiyama, tres negros que como sombras alargadas bailaban algún ritmo americano, una postal del Torreón de Mar del Plata que estaba encuadrado, un dibujo con las cataratas del Iguazú donde en una foto mi madre estaba con el padre de Lucrecia. En ese momento, entendimos por qué no necesitaba despedirse. No quisimos seguir mirando, quizás por miedo de encontrarnos con un dibujo de mi madre, vaya a saber de qué época.

Mi hermano le preguntó: ¿Cuándo los pintaste?

-De chica. No recuerdo la edad. Mi papá dormía y mamá a veces escribía dormida. Yo también me levantaba dormida, iba hasta el comedor, me sentaba a la mesa y dibujaba. Mamá me los guardaba en esta carpeta. Yo tampoco sabía que los conservaba. Si les gustan, les regalo uno.

Yo elegí el paisaje japonés, mi hermano se llevó los tres negros bailando.

 

Luis Gusmán publicó El frasquito (1973); Brillos (1975); Cuerpo velado (1978); En el corazón de junio (1983, Premio Boris Vian); La muerte prometida (1986); Lo más oscuro del río (1990); La música de Frankie (1993); Villa (1996); Tennessee (1997) –llevada al cine por Mario Levín con el título de Sotto voce–; Hotel Edén (1999);  De dobles y bastardos (2000); Ni muerto has perdido tu nombre (2002), El peletero (2007) y Los muertos no mienten (2009). También es autor de una autobiografía La rueda de Virgilio (1989) y de varios volúmenes de ensayos: La ficción calculada (1998), Epitafios. El derecho a la muerte escrita (2005), La pregunta freudiana (2011); Kafkas (2015); La ficción calculada II (2015) y Un sujeto incierto (2015). Varios de sus libros se han traducido al portugués. En 2014 fue distinguido con el Premio Konex de Oro en el rubro Literatura.

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