La suerte de las mujeres, de Paula Vázquez
Por Mariel Martínez
El libro de cuentos de Paula Vázquez puede llevarnos a una constelación que incluye a Elena Ferrante, Clarice Lispector y Silvina Ocampo. Una tradición de mujeres, extrañamiento e incertidumbre. La primera pregunta, la que inicia el viaje, parece ser formularse así: ¿es posible mirarse una misma como si fuera otra?
En el verano devoré la tetralogía de Elena Ferrante titulada Las dos amigas. La historia sucede en otro país (Italia, Nápoles) y las protagonistas viven otro tiempo diferente al nuestro, pues su historia abarca desde la infancia de ambas, allá por los cincuenta, hasta su adultez. Algo muy pequeño, casi insignificante en cuanto a la secuencia narrativa que hilvana la historia, quedó, sin embargo, resonando en mí. Lina, una de las protagonistas, sufre desde su preadolescencia algo que ella misma llama (aceptaremos la traducción de Isicato) “desborde”. Y es una sensación extraña en donde una parece despegarse del mundo o el mundo de una. No es una experiencia agradable, más bien lo contrario: se trata de un no entender profundo, de una confusión de sentidos, de un mareo, de un ver como a la realidad inmediata se le desdibujan los contornos y entonces todo lo percibido sufre la amenaza de una especie de disolución. Si tuviésemos que definirla como una sensación de extrañamiento, sería un extrañamiento suave pero extremo del mundo y de una misma.
Busco y encuentro fácilmente esa sensación en nuestro mundo, en el mundo de las mujeres; en las que conozco, de las que supe, en algunos relatos escritos por ellas. Pienso, por ejemplo, en Clarice Lispector; de otra forma quizás menos explícita las protagonistas de sus cuentos viven situaciones similares. Algo que irrumpe en lo cotidiano y hace que el mundo, así como ellas mismas, pase a ser un lugar extraño. Recuerdo Lazos de familia. Un cuento -cualquier cuento, pero pensemos en uno ahora- de ese libro, que se titula “Amor” tiene como protagonista a una mujer felizmente (empecemos a sospechar de esa palabra) casada, inmersa en la construcción de una familia tipo. La visión momentánea de un ciego que mastica chicle la desestabiliza y pone en tensión la relación con su casa, su marido, su hijo. La hace encontrarse con el peligro de vivir, peligro que venía tapando a base de rituales familiares heteronormativos, de no correrse de lugares asignados. El extrañamiento que sufre hace que hasta los insectos le resulten amenazantes. “Amor” se llama el texto y utiliza para nombrarse la ironía, como aquel otro de Silvina Ocampo titulado de la misma manera en donde un matrimonio de luna de miel en un buque construye el sentido de su matrimonio en el acrecentamiento de una hostilidad que parece llevarlos a la muerte.
Trato de no desordenarme pero, como le pasa a las mujeres que Vázquez cuenta, me resulta inevitable. Releo lo escrito: las dos amigas, el funcionamiento de la amistad entre mujeres cuando empezamos a despertar al deseo y al peligro. Hay un cuento en este libro de Paula Vázquez, “Los pescadores”, donde la narradora logra ser la voz silenciosa de ese tumulto de escozores que en la adolescencia parece manso pero que alberga terribles secretos, como el río (sí, sí, es por este cuento que pensé en la amistad esa que nos traslada de niñas a mujeres). Sigo leyendo: el amor. Lo que se debe y no en las relaciones amorosas según como seamos y donde hayamos nacido. Qué se yo, parecen decir estas mujeres. En nuestro universo se le llama amor a tantas cosas y nosotras -parecen pensar ellas- tenemos formas tan diversas de no terminar de creerle. Un abuso familiar velado y enterrado como se entierra un cuerpo, un matrimonio igual de conveniente y ordenado que de gris, la vejez reteniendo a la locura, la soledad que evidencia también que las relaciones, así como los cuerpos, desaparecen. Qué se yo, parecen decir estas mujeres. Parecen pensar: nuestra suerte es extraña. Por eso nos extrañamos. Para entender, nos volvemos otras.
Rondo todo esto mientras leo y después de cerrar el libro de cuentos La suerte de las mujeres, porque son inevitables las resonancias. A pesar del tiempo y la distancia que separan los textos de aquellos que evoqué, rebotan en esta prosa preguntas del mismo orden simbólico: ¿qué sucede cuando las mujeres despiertan desencajadas en medio de instituciones familiares que las contienen como contiene un corsé que proporciona una forma bella pero a condición de la presión y la falta de aire? ¿y qué cuando son las instituciones mismas las que invitan a un elegante disimulo de su fracaso, o de su horror, o de su mentira? Sucede, justamente, lo extraño. Una mirada distinta, oblicua. Una mirada de mujer que de tan nueva no tiene respuestas hechas de palabras sino cuerpo: el hundimiento en las sábanas, el físico tieso en un velorio, la espera psicofármaca, el orgasmo desconocido, el desprendimiento de la mano de una amiga que es también la despedida del tiempo inocente de la niñez y la apertura al mundo perverso de los adultos.
Hay tantas preguntas que este libro se hace, que hasta me parece ver reír a Paula escondiendo, también ella, en el título, una ironía: “Suerte, querida lectora”. Suerte, después de leerme. Hace unos días dialogaba con mis estudiantes, a raíz de un cuento de Borges, sobre la palabra fortuna. Trataba de que entendieran la polisemia del término porque sí, el cuento hablaba de un tesoro -unas monedas de oro en este caso- pero también hablaba de la suerte, del azar, de una idea en discusión mediada con la idea de destino. Hay algo que las mujeres aprendimos de pequeñas y es que pareciera ser que nuestro destino viene asociado a la idea de un diálogo más o menos permanente con el dolor. Esa parece ser nuestra suerte. Quizás la clave para cambiar esa fortuna terrible en otra fortuna más nuestra tenga que ver con cambiar la voz, la mirada. Desencajarse. Mirarse a una como a otra. Aminarse al desamparo. Total, qué puede sucedernos que no nos haya pasado ya. Hasta que alguien demuestre lo contrario, tenemos una sola vida. Y en eso tenés razón, Paula: estamos hechas de cosas que desaparecen.