La última trinchera

Por Dolores Reyes

Dolores Reyes escribe esta crónica con la experiencia de una vida dentro del sistema público de educación. Las batallas cotidianas como estudiante y como docente. Y la escuela como última trinchera de la comunidad.

 

-¿Estudias?
-No, dejé, pero quiero, seño.
Voy a ver si el año que viene alguien me mira a la nena y vuelvo a la escuela.

 

Cuando salgo para Congreso el cielo está negro y hace un par de horas el dólar a 41 pesos volvió a pulverizar mi sueldo y el de todxs lxs trabajadores de la educación. Cuando bajo de un subte repleto de gente que, como yo, está llegando a la movilización, comienza una lluvia de gotas gordas y heladas. Siento que ni el cielo está hoy con nosotrxs. Saco el paraguas y empiezo a caminar buscando caras conocidas.

La lluvia marca el pulso de la angustia, los cuerpos se amontonan debajo de un techo de paraguas que es común, así el que no trajo puede zafar por momentos del agua. El único calor allí es el que da la presencia de lxs otrxs, una barrera contra el agua y contra la angustia. Pienso que quedé en escribir esta crónica, que me comprometí y tengo que hacerlo, pero con tanta presión y tristeza andamos sin posibilidad de concentrarnos en las palabras, sobre todo en aquellas que den esperanzas y perspectivas al resto de lxs compañerxs. Entro al wasap de la revista y esta sensación, que pienso que me está asfixiando solo a mí, es la de todxs.

Después voy al wasap de NP Literatura y veo que una compañera subió un dibujo de Isol, uno que no es nuevo pero que hoy adquiere un significado enorme: Una mujer de rostro amable enarbola un guardapolvo con tablitas que se transforma en paraguas bajo la lluvia. Casi no se ven esos guardapolvos ahora en las escuelas en las que las nenas de 9 años dicen todes y no quieren ser princesas y los varones empiezan a entender que no hay juegos propios de unos y otras. Todes juntos abajo del guardapolvo blanco que habitamos y nos habita. Incluso allí donde hace tiempo no llega ninguna otra institución que no sea una escuela, donde hay miles de niñxs que se ven cada vez más expulsados de una vida digna. Y a eso llegamos hasta acá, a defender ese paraguas-techo que es un sistema de educación pública lo suficientemente grande como para cubrirnos sin dejar excluídxs. De todos nuestros imaginarios posibles para el futuro de lxs trabajadorxs no hay uno sin escuela ni universidad pública. Ese horizonte nos define. Quizás la lucha por el futuro de la educación pública sea simplemente la lucha por el futuro a secas.

Después de dejarnos los pies empapados y helados, las gotas se empiezan a hacer cada vez más finitas hasta que el chaparrón se vuelve apenas llovizna. Avanzo como puedo porque cada vez va llegando más gente. Al rato, un arcoíris enorme cubre el cielo de punta a punta. Si necesitábamos algo de donde agarrarnos, este guiño del cielo nos tira una onda. La lluvia pasa y los pies mojados ya no importan tanto, son los mismos que tuve helados durante tardes enteras en las que me mojé llegando a la escuela o en los patios inundados donde, a pesar del agua, había niñxs haciendo que nuestro trabajo tenga siempre un sentido enorme.

La docencia te impacta el cuerpo porque a la hora del abandono que implica la ausencia de materiales didácticos mínimos, aulas, patios y pizarrones en condiciones, lo que queda siempre, lo que está como responsable último y presencia primera, es el cuerpo del docente. La mayoría de las escuelas o de las aulas de la provincia de Bs. As. está sin gas porque desde el estallido que acabó con la vida de dos trabajadores, la única medida que se tomó fue la de cortar el suministro. En esas escuelas las piernas siempre te duelen porque el doble cargo es obligatorio para huir de la pobreza y se sigue aunque la voz no de para más, porque al ritmo de las exigencias del ajuste del FMI no tenés otra opción. Cuerpos rotos para nosotros.

Hace unos días circuló en internet un artículo periodístico con declaraciones de una vieja  animadora eternamente adolescente de programas juveniles con los que otrxs fueron creciendo. Yo no. De mi crianza sólo agradezco que me hayan librado a esta gente penosa que ahora sostiene que la universidad ya fue, que los docentes ya fueron, que hay guías y carreras místicas que vienen para solucionarlo todo, casi sin seres humanos. Una suerte de guías espirituales con una alegría omnipresente que asusta, llenos de operaciones estéticas que arman cuerpos muy distintos a los que toman mate en la sala de profesores. El cuerpo privado, intervenido y comercializado vs. el cuerpo público, impactado por la desidia y la explotación.

¿uándo nos morimos para emprender el viaje final, ¿llegará también el botox al cielo?

Antes de irme a vivir lejos de mis padres terminé el secundario y como sabía que iba a tener hijos y no podría sostener un trabajo lejos de casa que durase ocho o diez horas por jornada, luego estudié para maestra en un colegio normal. Un colegio que me resultó maravilloso y que hoy quieren destruir en nombre de la Unicaba. Allí cursé mi primera clase con Ashanti, de sólo un par de meses,  a upa, tomando la teta en el fondo del aula. Terminé a los 19 años, embarazada de Reina, mi tercera hije.  Hoy Ashanti es profesora y Reina empieza su profesorado el año próximo. En la aulas de ese normal aprendí, también,  junto a mis compañerxs de profesorado y junto a lxs niñxs de las escuelas en donde hice las prácticas y la residencia (que en esa época duraba sólo un cuatrimestre). La mayor parte de mis horas de lecturas de entonces las pasé entre lxs hijxs propixs y lxs ajenxs. La literatura infantil es un mundo hermoso que recorrí gracias a que ellxs estaban habitando mi vida. Todavía no puedo cruzar por la plaza de Caseros sin que un grupito de adolescentes me llame y diga: «Seño, seño, ¿te acordás de mí?» O mi preferida de todas: «Seño, a mí me costaba, pero con vos aprendí a leer».

¿Se imaginan el futuro de todxs ellxs sin sistema de educación pública?

Avanzamos. Estoy con una compañera de un SEC en el que trabajé un par de veranos. Durante años, además del doble cargo en la primaria, trabajé todo enero en Centros Educativos Complementarios, una suerte de segunda escuela donde se contenía a pibxs especialmente vulnerables, donde se hacía la tarea juntxs, se acompañaba a las familias en sus miles de problemáticas, se ofrecían actividades artísticas y de recreación. Esos centros tan importantes hoy están en peligro por el desfinanciamiento que nos castiga a todxs, exprimiendo hasta la última gota de fuerza de estas vidas para saldar préstamos internacionales de los que nunca se verá ni un peso. Pero los SEC tampoco se abandonan: hoy sus comunidades están en lucha en la marcha y mañana la seguirán en los barrios.

En un momento me despido de mi amiga y tras un abrazo enorme que me deja su cuerpo voy a buscar las columnas universitarias, que son mayoría, terriblemente nutridas de alumnxs y estudiantes.

Quieren cerrarnos definitivamente esa puerta, quieren serrucharnos el asta enorme que sostiene el guardapolvo blanco como pertenencia,  pero nosotrxs estamos aquí, sin amedrentarnos por el último coletazo violento del invierno. Somos cientos de miles. Vinimos porque creemos que la educación pública de calidad vale mucho más que sus especulaciones y sus ganancias. Estamos dispuestxs a dar la batalla que sea necesaria.

Mientras me adelanto, otros brazos me reciben, otras sonrisas nacen del encuentro con ex compañeros de trabajo o de estudios de la carrera que empecé, Letras Clásicas, y de la que tanto recibí. La educación pública me enseñó a leer y a pensar, a trabajar con otros, muchas veces sin un fin utilitario. Esas horas de mi formación, de mis primeras traducciones rudimentarias, de horas de lecturas en la biblioteca, fueron de las más felices de mi vida.

Vamos entrando a la plaza aunque ya casi no se puede avanzar. No es la plaza en la que juegan después de la escuela mis ex alumnos adolescentes. Pero en esta plaza una multitud descomunal se juega hoy el futuro de todxs nosotrxs, juntxs.