Por Lucía Vazquez
Lucía Vazquez fue a ver Las cautivas, de Mariano Tenconi Blanco y propone una lectura donde se cruza el road trip pampeano de Gabriela Cabezón Cámara Las aventuras de la china Iron. Las cautivas es una historia de amor, ante todo, en la que las enamoradas van descubriendo partes de sí mismas al enterarse de la otredad de la que aman.
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A la frase “otro fin del mundo es posible” podríamos acompañarla más seguido de “otro comienzo es posible”. El pasado histórico y literario, el núcleo de la identidad nacional, es revisitado por distintas obras argentinas los últimos tiempos, en el caso de Las cautivas la puesta en cuerpo del motivo inmortalizado por Esteban Echeverría resulta esencial.
El año pasado estuvieron en cartelera las cuatro obras que conforman la Saga Europea, escritas por Mariano Tenconi Blanco y realizadas por la Compañía Teatro Futuro, que indagan en cuestiones relacionadas con el origen y la identidad nacional, tensadas por las culturas originarias y las europeas. Las cautivas es la primera pieza, protagonizada por –enormes– Laura Paredes (actriz y codirectora del grupo teatral Piel de lava) y Lorena Vega. Hace unas semanas se repuso, en el Teatro de la Ribera, esta obra de una hora y media aproximada de duración. La exploración del motivo de la cautiva y su orientación se anuncian en el plural del título: Rosalila y Celine viven las desventuras de un amor en la pampa decimonónica, territorio de disputa de los cuerpos y la Historia. Así como necesitamos nuevas imaginaciones del futuro, también son precisas estas reescrituras del pasado. Es imposible no ver la obra pensando en la novela de Gabriela Cabezón Cámara, Las aventuras de la china Iron (2017), un road trip pampeano que coloca a la china abandonada de Martín Fierro en una carreta en la que atraviesa el desierto con su salvadora y amante, la inglesa Liz, puestas a recorrer el desierto y su deseo.
La obra de Tenconi Blanco emula en sus parlamentos en verso el poema de Echeverría de 1837, La cautiva, con el que prácticamente fundaba la literatura nacional. En una dinámica de la alternancia, escuchamos la voz y vemos el cuerpo de Celine y Rosalila cada vez. Solo al final se unen en escena, pero solo cuando esten muertas para la trama. Es en un más allá terrenal que es posible la unión de los cuerpos femeninos, que en el territorio constantemente disputado del desierto es un anhelo imposible. Celine comienza contando el rapto del malón, durante su casamiento arreglado con un hombre que no ama. Al principio, y solo entonces, nos resuena el relato de la cautiva tradicional que, llevada en contra de su voluntad lejos de la “civilización”, observa con terror y desconcierto las prácticas “bárbaras” de los indios. Asado, orgía, griterío, borrachera, violación. Esta última hace eco en Celine, que recuerda el abuso de su abuelo francés. Pero la violencia no llega a su carne, Rosalila interpone su cuerpo entre el de la muchacha y el indio que iba a penetrarla, la salva así de la violación y se la lleva lejos, donde después de un tiempo logra alimentarla y comunicarse con ella, más allá de los idiomas que las distancian de modo insignificante; son los cuerpos y las emociones los que las acercan y forjan un vínculo que excede a la supervivencia.
Cuando están lejos, internadas en el desierto, lejos de los europeos y de los indios, las mujeres reciben nuevos nombres. La una piensa a la otra como “La elegida” y como “Atala”, y aunque no pueden transmitirlos verbalmente, estos nombres son la revelación de sus verdaderas identidades. El nombre de la enamorada nombra y da entidad al objeto de amor, que se vuelve sujeto de acción cada vez que es necesario proteger a la otra del hombre, el hambre, o la enfermedad. También cuando es necesario el placer. Las cautivas es una historia de amor, ante todo, en la que las enamoradas van descubriendo partes de sí mismas al enterarse de la otredad de la que aman. Los rituales pueden ser de sanación o de erotismo –las plantas que curan, el beso de lengua, las caricias en la vulva–, y de tan distintos se amalgaman para crear algo así como una línea temporal alternativa en el pasado, donde otros pueden ser los mitos y las leyendas. Otros los tópicos, por qué no, el de la blanca que se siente libre alejada del mandato del casamiento por arreglo, la de la india que en su dureza guarda un corazón blandísimo y amoroso, que derrama lágrimas cada vez que nombra a su “Elegida”. Al horror literario en la escena del cruce entre “indios y cristianos” la obra le opone la maravilla del vínculo sincero y apasionado. Cada una encuentra en la otra palabras que “renombran el mundo” como una reescritura de esas identidades y esos cuerpos silenciados en la Historia. Así como la novedad en el texto de Cabezón Cámara no solo estaba en pensar al Martín Fierro en clave queer sino en dar voz a la mujer en una tradición literaria que la tiene completamente borrada, en Las cautivas la desobediencia también se da en el poder que estas dos mujeres tienen de contar su propia historia, de forma separada, pero conjunta.
Cada vez que Vega (Atala) y Paredes (Elegida) entran en escena, la tela de fondo que pinta el desierto cambia. Pero son la voz y el cuerpo de cada una (acompañadas de una musicalización en vivo perfecta y un vestuario increíble a cargo de Ian Shifres y Magda Banach respectivamente) las que dan espacio a la narración. Cada una, sola en el escenario, lo puebla de imágenes, personajes, situaciones, tiempos, como a un “desierto” mítico que jamás lo estuvo. Vemos cabalgar, hacer el amor, combatir, comer, dormir, sentir a las mujeres gracias a esta especie de magia que realizan las actrices, “hechiceras”, como cuando Atala dice al ver una representación teatral. Las mujeres llevan el fuego con un ritmo implacable y lo reparten a cada une de les espectadores, que acompaña con risas, silencios, temores, las vivencias –cortas pero intensísimas– de estas dos cautivas de su tiempo. Al final es la lágrima de emoción la que nutre el espacio desértico gobernado por los hombres que tienen otros fuegos, los violentos, y que terminan asesinando a las amantes. Pero la obra no es pesimista, aún después de la vida terrenal las mujeres logran seguir narrando, y es juntas que trascienden, con el poder del amor que las une y el que les confiere haber podido contar su propia historia, una historia otra.
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Las cautivas puede verse los viernes a las 19 y los sábados y domingos a las 17 en Teatro de la Ribera (Av. Pedro de Mendoza 1821). Las entradas pueden adquirirse en la web del Complejo Teatral de Buenos Aires.