Las maquinarias de la tristeza
Por Pedro Perucca / Foto de portada Mika Ursomarzo
Pedro Perucca reseña la reciente novela de Juan Mattio, Materiales para una pesadilla, un artefacto weird, complejo y melancólico que abreva en el imaginario ciberpunk para contar una historia que vincula una siniestra máquina de espionaje telefónico utilizada por la dictadura militar argentina con un futuro cercano donde una realidad virtual absolutamente inmersiva plantea nuevas preguntas respecto de la trascendencia posthumana.
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(Disclaimer: Es muy difícil escribir sobre una novela como Materiales sobre una pesadilla, un texto mutante y complejo que desde hace cerca de cinco años viene siendo parte de la siempre rica y emocionante amistad con Juan Mattio. Leí versiones previas, hablamos mucho sobre ella y aporté algún texto y alguna sintaxis a los “materiales”. Así que, por supuesto, el comentario siguiente no será neutral o distanciado, como no lo es ninguno, por otra parte).
A esta altura del campeonato ya tenemos claro que el ciberpunk fue la corriente que a mediados de los ochenta renovó a la ciencia ficción, inaugurando hipersticionalmente el ciberespacio y capturando para el género muchas de las convenciones y arquetipos del policial negro, sólo que ahora en el marco de un mundo capitalista hiperpolarizado en el que las megacorporaciones conviven con la devastación social y ambiental más extrema y las intervenciones sobre los cuerpos pueden ser de alta tecnología militar o de garage clandestino. Algo más de una década después el llamado “new weird” (que por estas tierras también hemos comenzado a traducir como literatura extraña o rara) elevó la apuesta de ruptura de los confines genéricos, borroneando las fronteras entre la ciencia ficción, el fantástico o el terror para producir textos inquietantes y, en muchos casos, fuertemente políticos que trabajan simultáneamente sobre las distintas convenciones y tópicos genéricos. Así que, intentando un primer acercamiento desde estas categorías, podríamos decir que esta segunda novela de Juan Mattio, mucho más ambiciosa formalmente que la tremenda Tres veces luz, podría jugar en esa vital zona literaria que en los últimos años ha entregado muchos de los mejores textos escritos en nuestro país.
La isla de los muertos
La novela está estructurada en dos zonas que se van alternando bloque a bloque. Una es “La isla de los muertos”, que nos lleva a un futuro bastante cercano pero al mismo tiempo extrañado, donde los equilibrios hegemónicos mundiales parecen haberse modificado, con el idioma inglés corrido del centro y una jerga profesional de programadores mucho más marcada por el alemán, dando cuenta de una apuesta estatal germana para crear un polo de desarrollo tecnológico de vanguardia, porque este tipo de inversiones de riesgo no pueden ser hechas por capitales privados en soledad (conviene ir sabiendo que en este mundo cada detalle tiene una explicación política detrás, como en el nuestro). Un tradicional escenario ciberpunk presenta a las multinacionales casi como superadoras de las lógicas de los estados nación y, aunque en Materiales no se juega a la guerra corporativa, se puede sentir su presencia incluso en la pervivencia de ciertas marcas de consumo masivo que siguen vigentes pese a los profundos cambios geoestratégicos. Seguiremos tomando Budweisser aunque la hegemonía estadounidense esté declinando.
Este mundo se va desplegando desde la investigación que trata de llevar adelante un hombre roto que “hereda” de una amiga agonizante fragmentos de una historia a completar. Gracias al hallazgo de unos viejos cassettes en la Biblioteca Nacional (interrumpimos la transmisión para enviarle un ferviente deseo de pronta mejoría a Horacio González, internado por Covid), se podría conectar una siniestra máquina creada por la última dictadura cívico-militar argentina para reconocer palabras clave utilizadas por los “subversivos” en sus comunicaciones telefónicas (sabiendo que aunque se pretenda hablar “en clave” hay estructuras del lenguaje que no se controlan, palabras “caballos de Troya” que trafican contenidos ocultos y pueden delatarnos porque no somos sus dueños) con el más avanzado desarrollo de una realidad virtual, detrás de cuyo diseño se encuentra una programadora trotskista japonesa de quien hoy se desconoce el paradero, aunque se sospecha que podría haberse ido a “vivir” al mundo virtual. La pesquisa que conecta estos dos universos será también una reflexión sobre la escritura y sus diversos soportes: manuscritos, avisos, revistas de época y libros, por supuesto, pero también líneas de código, programas, chats y páginas web.
Como constante trabajo sobre y en el lenguaje, Materiales es una reflexión sobre la máquina. Como suele recordarnos Ricardo Piglia, el lenguaje también es una máquina. En el cuento «La nena» (uno de los relatos de la máquina de contar historias de La ciudad ausente), la carencia de sintaxis (de la noción misma de sintaxis) transforma al personaje “en una máquina lógica conectada a una interfase equivocada”. Retomando al Marx de “El fragmento de las máquinas”, el protagonista de la novela también explica que “una máquina es, a fin de cuentas, un proceso de absorción de los saberes acumulados, el conocimiento que se organiza en universidades, en fábricas, en empresas”. Como las palabras, que detrás de su apariencia unívoca pueden cargar siglos de experiencia social y de sentidos diversos, las máquinas acumulan saber y trabajo humano que puede remontarse a la invención de la palanca, o del lenguaje.
La brújula marxista de Materiales también considera benjaminianamente las condiciones materiales de posibilidad del mundo virtual absolutamente inmersivo del Treffen, que para buena parte de la humanidad implica el escape a otras realidades. No sólo están en juego allí las disputas de megacorporaciones y las distintas apuestas de los Estados para la carrera tecnológica sino también la preocupación por el sostenimiento vital de los cuerpos mientras se vive en una película de espías en la realidad virtual. Es decir, alguien debe vender su tiempo en un trabajo de porquería para pagar el alquiler de ese departamento donde conectarse a la otra realidad, alguien tiene que pagar por la comida y la bebida (con sus marcas que confirman que vivimos en un mundo de consumo) y eventualmente alguien tendrá que cambiar de continente en avión o tomarse un tren a Glew, porque algo tan indiscutiblemente material como el tren Roca convive con el máximo desarrollo imaginable de la virtualidad (por esto van a seguir haciendo falta maquinistas, mecánicos, herreros, electricistas y otros trabajadores desunidos del mundo, además de programadores).
Por supuesto que la figura del doble, que está en la base de la fusión ciberpunk entre policial y ciencia ficción (el detective y el hacker, el espía y el avatar digital, etc.), va a ser clave en Materiales para una pesadilla: el activista infiltrado, la estudiante de letras que con su preocupación por el lenguaje acaba colaborando con la creación de la máquina dictatorial para cazar subversivos, los hermanos gemelos Erik y Camile, el escritor/investigador espejado en la figura fantasmal de la programadora/revolucionaria y hasta nuestras personas biológicas y los registros digitales que vamos dejando todo el tiempo y que construyen versiones de algo que somos y no somos (¿y cómo sería una subjetividad desarrollada íntegramente sobre estas huellas digitales y cuánto se parecería a nuestra autopercepción?). Estamos, sin dudas, en el campo del posthumanismo, de las cuestiones éticas y filosóficas que abren las cada vez más cercanas posibilidades de una trascendencia digital.
Materiales
Intercalados con los capítulos que van desarrollando esta historia, anudando tramas y conectando personajes, hay otros titulados simplemente “Materiales”, una especie de cajón de herramientas del protagonista, donde además de reflexionar metaliterariamente sobre el problema de la escritura, acumula las desgrabaciones de los cassettes encontrados y citas de autores que le sirven para pensar el libro que desea escribir.
Así, el recurso de los materiales también va intercalando con la historia bloques de pensamiento heterogéneo, ideas que luego, sin que se sepa muy bien cómo, apuestan a incidir sobre la lectura de la narración posterior. La relación no es directa, claro, porque un texto de Alexander Luria sobre la desestructuración del lenguaje en víctimas de accidentes cerebrales no se va a relacionar explícitamente con la escena que sigue (y tal vez con ninguna). Puede que el impacto de alguno de estos materiales aparezca mucho más adelante o que sólo pueda relacionarse con el texto terminado. En cualquier caso, se trata de un componente fundamental de la novela, que sería un grave error dejar de lado para concentrarse sólo en la peripecia ciberpunk, que podría sostenerse por sí misma sin estos materiales pero que perdería infinitas claves y resonancias.
Para que los materiales hagan su efecto, además, no hace falta conocer los autores o las fuentes de las que se alimentó Mattio para esta novela (tarea además casi imposible, no sólo por su vastedad sino por su heterogeneidad, en la que pueden convivir Barthes, Wittgenstein, Deleuze y Serge con Allan Moore, Ballard, Disch, Cordwainer Smith o Burroughs, todos al lado de fragmentos del Manual de operaciones psicológicas del Ejército Argentino, memos del FBI o citas de revistas especializadas). El juego no es el «name droping» (las citas podrían no estar firmadas incluso, porque lo que importa es su efecto de lectura, pero que lo estén también opera como invitación a la curiosidad, a la investigación y al googleo recreativo) sino un intento de demostración práctica de que las palabras nunca son puras e inocentes sino que se encuentran cargadas de historicidad y en cada una de ellas resuenan siglos de debates, elaboraciones, usos populares y de jerga especializada, tratados, mitos, canciones, tesis. ¿Qué hay adentro de la palabra máquina? La máquina de escribir, la revolución industrial, la delantera de River, la picana eléctrica, Skynet, la máquina de picar carne, la tortura dictatorial, la carne martirizada, maquinizada. Y así al infinito.
Y además estos materiales, lejos de ser una disrupción en la trama policial-cyberpunk, son otra forma de hacer entrar a esos géneros en la novela, ya no por medio de la trama o los personajes sino en la misma forma y en los efectos de lectura. Abordar Materiales con el celular o la computadora al alcance de la mano implica casi la imposibilidad de resistirse a investigar qué significa Gerät o recordar la historia de Die toteninsel, la famosa isla de los muertos, ver el cuadro y sus distintas versiones (la reproductibilidad de la obra de arte en la era digital), entrando en un juego de investigación con todos los recursos de la red. Los materiales de Materiales son esencialmente ciberpunks por la lógica íntima con la que operan, una especie de constante apertura de hipervínculos de lectura, la conexión automática con una realidad literaria aumentada en la que el juego pasa no tanto por la interpretación en clave “académica” de cada cita sino por dejarlas asentarse en el fondo de la cabeza mientras avanzamos con la trama y vemos qué puertas abren, qué resonancias habilitan.
En cualquier caso, la apuesta recuerda un poco a la instalación que el artista mexicano Jorge Méndez Blake bautizó como El Castillo pero que los cibernautas retitularon extraoficialmente como “El impacto de un libro”. En la obra, cuyas imágenes pueden googlear, se pone el libro de Kafka (según el autor, elegido porque “el personaje de la historia está en contra de un sistema de una manera anónima y diminuta y no sabe que está luchando contra toda una estructura, que es el castillo») en la base de un muro de ladrillos. En las sucesivas hiladas puede notarse que el efecto de esa presencia extraña es inocultable, llegando a generar un impacto visible mucho después, impidiendo la normalización y rompiendo la línea recta de la previsibilidad.
Así como puede que alguna cita de los primeros materiales conecte con la historia de Haruka o de Hermes para visibilizar o romper algo más adelante, a lo mejor Materiales para una pesadilla termine deformando otras lecturas posteriores, tanto de la obra de Juan como de otros autores, instalando la sospecha respecto de cada palabra y una mirada paranoica sobre el lenguaje que tardaremos en volver domesticar, a atenuar al punto de lo soportable para poder leer otras novelas, pedir algo en el chino o ir a trabajar (en algunos casos, este “ir” implica sólo “conectarse”, un signo de los tiempos), siempre haciendo de cuenta que el lenguaje comunica, que podemos entendernos.