Por Fredric Jameson
A 150 años del nacimiento de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, compartimos esta profunda reflexión del siempre genial Fredric Jameson sobre el lugar y vigencia del leninismo en nuestra contemporaneidad. El texto formó parte de la compilación Lenin reactivado. Hacia una política de la verdad, editada por Akal en 2010.
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La noche del 25 de junio de 1935, Trotsky tuvo un sueño:
Ayer por la noche, o más bien pronto por la mañana, soñé que tenía una conversación con Lenin. A juzgar por el lugar, se producía en un barco, en la cubierta de la tercera clase. Lenin estaba echado en un camastro; yo estaba de pie o sentado cerca de él, no lo sé muy bien. Me estaba preguntando con preocupación sobre mi enfermedad. «Parece que has acumulado fatiga nerviosa, debes descansar…». Le contesté que siempre me había recuperado rápidamente de la fatiga, gracias a mi congénita Schwungkmft [fuerza de choque], pero que esta vez el problema parecía estar en algún proceso más profundo. «Entonces deberías consultar seriamente (hizo hincapié en la palabra) a los doctores (y decía varios nombres)». Le contestaba que ya había ido a varios y le empezaba a contar mi viaje a Berlín, pero mirándole recordé que estaba muerto. Inmediatamente traté de alejar ese pensamiento para poder acabar la conversación. Cuando acabé de contarle mi viaje terapéutico a Berlín en 1926, fui a añadir, «esto sucedió después de tu muerte», pero me daba cuenta y decía «después de que te pusieras enfermo…»[1].
Este «sueño singularmente emotivo», como lo calificaba Trotsky, lo analiza Lacan en su Sexto Seminario (sobre «el deseo y su interpretación») en la conferencia que pronunció el 7 de enero de 1959. Los lectores de Lacan reconocerán su afinidad con otras historias con las que estaba especialmente fascinado, la más notable el sueño de Freud con su propio padre («él estaba muerto, pero no lo sabía»). Realmente la situación que describe acumula un cierto número de elementos lacanianos: el gran Otro, excluido, castrado, muerto; Dios como la muerte (sin saberlo); el inconsciente como lugar de este desconocimiento de la muerte, muy parecido a ese noúmeno que para Kant es el sujeto (el alma) al que nunca podemos conocer directamente. Resumiré rápidamente las observaciones que hacía Lacan: el desconocimiento de Lenin en el sueño es la proyección del propio desconocimiento de Trotsky, no sólo de su propia muerte (está empezando a sentir el peso de la enfermedad, de los años y la disminución de su extraordinaria energía), sino también del verdadero significado de su sueño. También ha proyectado sobre Lenin el hecho y la experiencia del propio dolor, el dolor de la prolongada enfermedad de Lenin, el «sufrimiento de la existencia» (como lo llama Lacan en otras partes), que surge cuando el deseo deja de ocultarlo, En el sueño, Lenin, el padre muerto, también es el escudo contra ese terror existencial, una peligrosa pasarela sobre el abismo; como dice Lacan, «la sustitución del padre por el Maestro absoluto, la muerte».
Lenin no sabe que está muerto: este será nuestro tema y nuestro misterio. No sabe que el gigantesco experimento social que creó en solitario y que nosotros llamamos el comunismo soviético ha llegado a un final. Aunque muerto, Lenin permanece lleno de energía y los improperios que recibe de los vivos -que fue el origen del terror estalinista, que tenía una personalidad agresiva y llena de odio, que era un autoritario enamorado del poder y del totalitarismo, e incluso que fue el redescubridor del mercado con su NPE (lo peor de todo)- no sirven para concederle la muerte, ni siquiera por segunda vez. ¿Cómo es, cómo puede ser, que todavía piense que está vivo? Si consideramos nuestra propia posición, que sin duda sería la de Trotsky en el sueño, ¿cuál es nuestro propio desconocimiento, cuál es la muerte de la que Lenin nos protege? O poniendo todo esto en una terminología diferente (la de Jean-Françoise Lyotard), si sabemos de qué trata «el deseo llamado Marx», ¿podemos continuar para afrontar «el deseo llamado Lenin»?
La premisa es que Lenin todavía significa algo, pero quiero señalar que ese algo no es precisamente el socialismo o el comunismo. La relación de Lenin con este último pertenece a la convicción absoluta, y como nunca se cuestiona, tampoco encontraremos en su obra nada nuevo sobre él: Marx es un gran Otro, el gran Otro.
Entonces, qué pasa con lo que para todo el mundo ha sido su contribución fundamental, ¿qué pasa con el partido y la estructura del partido? ¿Sigue estando aquí el significado de Lenin? Sin duda es así, excepto por el hecho de que en nuestros días no hay nadie que quiera plantear la cuestión o mencionar el inmencionable término «partido». La palabra parece albergar lecturas y asociaciones que la mentalidad actual rechaza con profundo desagrado; en primer lugar el autoritarismo y sectarismo de la primera forma del partido de Lenin, después la violencia asesina de la era de Stalin (ejercida, por cierto, tanto sobre los primeros miembros del Partido bolchevique como sobre oponentes y críticos de este último), y finalmente la corrupción del partido de Brezhnev. Todo ello se nos presenta como una horrible lección objetiva de lo que sucede cuando algún partido o «nueva clase» acaba confortablemente incrustado en el poder y sus privilegios. Estos proporcionan muchas razones para reprimir la problemática del partido en su conjunto o por lo menos para alejarse de ella con la convicción, bastante razonable, de que los nuevos tiempos y las nuevas situaciones históricas exigen nuevas ideas sobre la organización y la acción política. Sin duda ello es cierto, pero me parece que más a menudo la apelación al cambio histórico es poco más que una excusa para evitar el conjunto de estos problemas. En un periodo cuya atmósfera política es en gran medida anarquista (en el sentido técnico del término), pensar en la organización resulta desagradable y pensar en las instituciones mucho más. Esta es por lo menos una de las razones del éxito de la idea del mercado: promete orden social sin instituciones, pretendiendo no serlo él mismo. Entonces, de otra manera, lo que llamo el sectarismo de Lenin quizá devuelve su propia imagen de una manera totalmente no querida e indeseada (su propio mal olor, como decía Sartre) a una izquierda que (por lo menos en Estados Unidos) tradicionalmente ha estado entregada por completo a la lógica del sectarismo, la desintegración y la proliferación.
Más adelante volveré sobre el partido. Pero quizá en este punto puedo plantear algunos problemas conceptuales que ofrecen una aproximación diferente y desacostumbrada a esta cuestión. ¿El problema del partido es un problema filosófico? ¿Es el propio partido un concepto filosófico sobre el que se puede reflexionar o incluso exponer dentro del marco de la filosofía tradicional? Esta no es una pregunta que se pueda responder en términos tradicionales del alguna «filosofía» leninista, que en general, incluso en Althusser, implicaba el problema del materialismo. No estoy demasiado interesado por esa cuestión metafísica; tampoco recogeré la más reciente afirmación del hegelianismo de Lenin (del que hablaré más tarde). Mientras tanto, el estimulante libro de Badiou, que considera el partido una combinación de una función instrumental y una función expresiva[2], ciertamente es acertado en realizar un trabajo filosófico sobre el partido como la «organización de la política, la organización del futuro anterior»[3]; pero no aborda mi planteamiento al que prefiero dejar en la forma y estatus de una pregunta sin responder: ¿qué clase de concepto filosófico constituye el problema o la idea de partido, si es que constituye alguno?
Se puede advertir, no obstante, que ya existe tal cosa como la filosofía política, una rama reconocida de la filosofía tradicional como tal, que incluye a Hobbes, Locke y Rousseau y que da cobijo a ciertos intelectuales modernos como podrían ser Cari Schmitt en un sentido y John Rawls quizá en otro. Es de suponer que dentro de una problemática que plantea la cuestión del Estado y la sociedad civil, de las libertades y los derechos, incluso de la representación política como tal, se podría encontrar algún rincón abandonado donde poder almacenar las reflexiones de Lenin sobre el partido. Sin embargo, con la señalada excepción de Schmitt, esta colección de filósofos no parece excesivamente preocupada por el estatus filosófico de la filosofía política como tal, y raramente busca fundamentarla o situarla sobre el terreno. Mientras tanto, las cuestiones sobre representación y constitución se deslizan rápidamente hacia un reino empírico, en el que se retinen con el partido leninista en un conjunto de recetas puramente instrumentales e históricas. O por decirlo al revés, ¿no se pueden plantear las mismas cuestiones sobre estos temas, constituciones y parlamentos, por ejemplo, y al mismo tiempo presentar la cuestión de su estatus propiamente filosófico? Incluso en Hegel, que estaba tan intensamente preocupado por la interrelación de sus diversos subsistemas, encontramos poco más que un fundamento de la política y de las forma del Estado en algo que se deduce de la naturaleza humana o, con otras palabras, en una ontología completamente diferente a la dialéctica de la Lógica. Estas cuestiones sin duda transmitenalgunas de mis propias dudas y sospechas sobre la filosofía política en general; también volveré sobre ellas más adelante.
Finalmente, hay una forma más ingenua e impresionista de hablar de todo esto que para mí tiene su valor y sigue siendo sugerente. Me refiero al sentimiento que todos tenemos y que algunas veces, como esta, expresamos con un cierto asombro y admiración de que Lenin siempre piensa en clave política. No hay una palabra que escriba, un discurso que pronuncie, un ensayo o un apunte que redacte, que no sea político en ese sentido, incluso más, que no vaya dirigido por la misma clase de impulso político[4]. Para otros esto puede resultar algo obsesivo, repulsivo e inhumano, y esa ansiedad respecto a la política nos trae la palabra más noble de «reductiva» para calificar una mente como esa, impasiblemente centrada en su objetivo, Pero esta reducción de todo a la política, a pensar políticamente, ¿es «reductiva»? ¿Qué es lo que se reduce, qué queda fuera o reprimido? ¿No es extraordinario presenciar lo que ocurre cuando toda la realidad se entiende a través de lo Absoluto de este enfoque o de esta óptica? ¿No es extraordinario contemplar esta concentración única de energía humana? Mejor aún, procediendo a la inversa, ¿puede semejante reducción absoluta ser considerada un deseo? Si es así, ¿un deseo de qué, que se llama cómo? ¿O es esto la auténtica instrumentalización en su torma final más angustiosa, la transformación de todo en un medio, la distribución de todos en medios u obstáculos amigo o enemigo de Schmitt)? ¿Qué posible fin podría justificar la omnipotencia del pensamiento político, o como prefiero decir, de pensar políticamente? Por ello regreso despacio a mi pregunta inicial: ¿es incompatible pensar políticamente con el pensamiento filosófico? ¿Qué podría justificar su centralidad y su nuevo estatus, que podría compararse con el papel del cogito en otros sistemas filosóficos? ¿Pensar políticamente ofrece una fuente de certeza y un test para la duda alrededor de los que se pueda organizar algún sistema o posición filosófica absolutamente nuevos? En cualquier caso quedará claro que, al margen de lo que sea pensar políticamente, tiene poco que ver con las concepciones tradicionales de la política o de la teoría política, y menos aún con esa intraducible distinción que ha tenido éxito en Francia en los últimos años, entre le politique y la politique. ¿Podemos aventurarnos a decir que en este sentido Lenin no tiene nada que ver con la política, si ésta se refiere a cualquiera de esos enfoques tradicionales o contemporáneos?
Pero ahora necesitamos examinar otra alternativa tradicionalmente influyente, aunque en los ultimos años haya sufrido el mismo oprobio que el problema del partido. Esta alternativa a lo político es lo económico, ante todo lo económico en el sentido marxiano, es decir, economía marxista, un campo y una categoría que inmediatamente remiten por propio derecho a cuestiones filosóficas, en especial a la cuestión de si la economía marxista es realmente una economía en sentido tradicional. Sin duda la crítica de la economía política nos lleva más allá de la propia economía política, un recorrido que por lo menos tiene la ventaja de bloquear esos tentadores caminos que conducen a las llanuras de la economía burguesa y del positivismo. Si actualmente tanta gente está tratando de considerar su regreso a la economía política es para localizar ese otro camino que puede conducir fuera de ella, en la otra dirección del marxismo, que de aquí en adelante es como identificaré más simplemente a la economía marxista como tal en todo lo que es específico en ella.
En este sentido el marxismo, que no es ni una ontología económica ni una crítica o deconstrucción puramente negativa, está presidido por dos generalidades, dos nombres abstractos y universales de cuyo estatus filosófico también tenemos que preocuparnos: capitalismo y socialismo. El capitalismo es la máquina cuyo dinamismo y perpetua expansión procede de las contradicciones irresolubles que lleva consigo y que definen su esencia; el socialismo es ese provecto o posibilidad de producción colectiva o cooperativa, algunos de cuyos rasgos pueden vislumbrarse dentro de nuestro propio sistema (capitalista). ¿Son algunos de estos «sistemas» conceptos filosóficos? Ciertamente los filósofos han intentado una y otra vez traducirlos a conceptos filosóficos más respetables aunque paradójicos, como el uno y los muchos. Estas traducciones, pese a ser estimulantes, siempre parecen llevarnos de vuelta a los juicios y clasificaciones ideológicas más estériles, aunque sólo sea porque como cualquier par binario, el uno y los muchos mantienen lugares cambiantes. Para los marxistas es el capitalismo el que es el uno (ya sea en la forma del Estado o del sistema), mientras que para los otros es el socialismo el que es el uno totalitario y malo, y el mercado el que de alguna manera es un espacio más democrático de pluralismo y diferencia. El problema es que ninguno de los dos conceptos, si eso es lo que son, son empíricos; ambos designan el espacio vacío aunque indispensable de lo universal. Como pensador, Lenin empieza a aproximarse a todo esto por medio de su tardío momento hegeliano y su vuelta a la gran Lógica, como Kevin Anderson y otros han demostrado tan brillantemente[5]. Pero en ese punto estamos bastante lejos de la economía en el sentido marxiano (incluso aunque estemos bastante cerca de El capital de Marx en el sentido dialéctico).
¿Es Lenin un pensador económico? Ciertamente hay maravillosos pasajes utópicos en El Estado y la revolución, todo el mundo está de acuerdo en que El desarrollo del capitalismo en Rusia es un clásico del análisis socioeconómico, y que El imperialismo, fase superior del capitalismo subraya realmente una de las contradicciones fundamentales del capitalismo, aunque sólo sea una. También está claro que en Rusia, la situación externa de la revolución en los tiempos de la Primera Guerra y todavía más durante la Guerra Civil, era tal que reflexiones semejantes sobre el socialismo no podían estar en el primer plano de la agenda de Lenin.
Pero me gustaría señalar un tema estructural más profundo. Siempre me ha parecido que no sólo la peculiaridad sino también la originalidad del marxismo como sistema de pensamiento (o mejor todavía, igual que el psicoanálisis, como particular «combinación de teoría y práctica») se encuentra en la manera en la que en él se superponen y coexisten dos modos spinozianos completos: uno es el de la economía capitalista, el otro el de la clase social y la lucha de clases. En cierto sentido los dos son lo mismo; y sin embargo cada uno de ellos está gobernado por diferente vocabulario de tal manera que no están interrelacionados mediante algún metalenguaje sino que ambos lenguajes constantemente exigen traducción, incluso diría descodificación. Si esto es así, el código dominante de Lenin es claramente el de la clase y la lucha de clases, y rara vez el de la economía.
Pero también quiero insistir en que para el marxismo la economía tiene prioridad, como instancia finalmente determinante. Sé que no es una posición muy en boga (incluso aunque en la era de la dominación mundial del mercado puede que tal vez vuelva a tener su atractivo). Dicho sea de paso, quiero dejar claro que cuando utilizo las palabras economía y economías no tienen nada que ver con esa conciencia y esa política puramente sindical que, hace mucho tiempo y en otra situación, Lenin designaba con el término economicismo (incluso aunque el fenómeno del economicismo ciertamente esté muy presente entre nosotros). Sin duda, el término economía no es satisfactorio para describir al marxismo, igual que sexualidad tampoco describe al psicoanálisis freudiano. Este último no es una erótica, ni una forma de terapia sexual, y describir el psicoanálisis en términos de alguna instancia sexual finalmente determinante, resulta realmente una descripción muy generalizadora e impresionista. Aún así, siempre que Freud notaba un movimiento de sus discípulos hacia una formulación calculada para diluir el puro escándalo empírico de lo sexual y generalizar la libido para adentrarnos en áreas más inespecíficas y metafísicas del poder, la espiritualidad o lo existencial (como los bien conocidos momentos de Adler, Jung y Rank), retrocedía teóricamente con algún agudo e incluso instintivo sentido del centro y los límites de su objeto, como originalmente constituido. Estos son realmente los momentos más admirables y heroicos de Freud en los que obstinadamente se mantiene fiel a sus propios descubrimientos y perspectivas. Por ello no podemos decir positivamente que la sexualidad es el centro de las teorías de Freud, pero uno puede decir que cualquier retirada del hecho de la sexualidad abre una clase de revisionismo que el propio Freud no dudaba en criticar y denunciar con rapidez[6], (Significa esto que el tardío concepto de Freud de la pulsión de muerte es su NPE?)
Me gustaría realizar un razonamiento similar a éste en cuanto a la centralidad de la economía en el marxismo. Claramente, el marxismo no es una economía en cualquiera de los sentidos tradicionales, pero todos los intentos de sustituir la economía por otra temática, o incluso de proponer temáticas adicionales y paralelas, como las del poder o de la política en cualquiera de sus sentidos tradicionales, deshacen todo lo que constituyó la originalidad y la fuerza del marxismo como tal. La sustitución de lo económico por lo político era, por supuesto, la maniobra habitual de todos los ataques burgueses al marxismo que pretenden trasladar el debate del capitalismo a la libertad, de la explotación económica a la representación política. Pero desde los diversos movimientos izquierdistas de los años sesenta, desde Foucault por un lado, a los innumerables renacimientos del anarquismo por otro, los marxistas han estado poco atentos, ya fuera por razones tácticas o por ingenuidad teórica, a semejantes sustituciones v rendiciones fundamentales. También entonces, comenzando creo con Poulantzas y a la luz de los publicitados abusos en la Unión Soviética, se extendió cada vez más la convicción de que la debilidad fundamental del marxismo era que estructuralmente carecía de una dimensión de la teoría política (y judicial); que tenía que ser enriquecido por alguna nueva doctrina de la política y la legalidad socialista. Creo que esto fue un gran error, y que la verdadera fuerza y originalidad del marxismo siempre fue que no tenía una dimensión política de este tipo, y que era un sistema de pensamiento o de unidad de la teoría con la práctica completamente diferente. La retórica del poder en cualquiera de sus formas siempre hay que considerarla una forma fundamental de revisionismo. Debería añadir que la impopular opinión que estoy expresando puede ser más razonable en la actualidad de lo que hubiera podido ser en décadas anteriores (las décadas de la Guerra Fría y de la liberación del Tercer Mundo). Ahora está claro que todo es económico de nuevo, y ello incluso en el más vulgar de los sentidos marxistas. En la globalización, en sus dinámicas externas así como en sus efectos internos o nacionales, debería estar claro una vez más hasta qué punto incluso las cosas que parecen temas puramente políticos o de poder, se han vuelto lo suficientemente transparentes como para vislumbrar los intereses económicos que se hallen tras ellas.
Pero ahora nos encontramos con un problema, porque he afirmado que el marxismo se basa en una prioridad estructural de la economía sobre la política, al mismo tiempo que concedía que Lenin tenía que ser considerado un pensador fundamentalmente político en vez de un teórico de la economía, y menos aún del socialismo. Significa esto que Lenin no es un pensador marxista representativo? ¿O explica por qué se necesitaba añadir con un guion el leninismo al marxismo, en el orden adecuado, para identificar la nueva doctrina y sugerir que Lenin de hecho tenía algo único y diferente, suplementario, que añadir a Marx?
La solución a la paradoja se encuentra en la introducción de un tercer término, del que sería tentador decir que de alguna manera reúne y vuelve indistinguibles estas dos alternativas, la política y la económica. Creo que esa formulación es correcta no de manera estructural, sino en sentido temporal, en el Acontecimiento del que habla Badiou y el término que es el verdadero centro del pensamiento y la práctica de Lenin es, como quizá ya se pueda imaginar, el término «revolución». Tampoco es un concepto popular en nuestros días y es mucho más embarazoso que cualquiera de las otras consignas que he mencionado, Que revolución puede ser un concepto auténticamente filosófico, con mucha más facilidad que ideas como partido o capitalismo, se podría demostrar por medio de la tradición filosófica, aunque pudiéramos desear seguir esperando una filosofía más plenamente desarrollada de la revolución en nuestro tiempo.
Si me atreviera a esbozar mis propios requerimientos para la llegada de semejante filosofía, insistiría en dos dimensiones distintas que de alguna manera están unidas e identificadas, aunque sea fugazmente, en el momento de la revolución. Una es la del Acontecimiento, del que uno debe decir que alcanza una polarización absoluta. (La definición que hace Schmitt de política es por ello en realidad una aprensión distorsionada de la revolución como tal.) Esta polarización constituye el momento único en el que la dicotómica definición de clase se ve concretamente realizada.
La revolución es también el único fenómeno en el que la dimensión colectiva de la vida humana surge hasta la superficie como estructura central, el momento en el que una ontología colectiva puede por lo menos ser aprehendida de otra manera que no vaya adjunta a la existencia individual, o a esos momentos eufóricos de la manifestación o la huelga, que de hecho son otras tantas alegorías de lo colectivo, igual que el partido o la asamblea son alegorías de la revolución. (En un momento regresaré a esta noción decisiva de lo alegórico.)
Pero todas estas características todavía tienden a evocar imágenes arcaicas que ponen de relieve la violencia. Sobre ella es decisivo decir una y otra vez que en la situación revolucionaria la violencia procede en primer lugar de la derecha, de la reacción, y que la violencia de la izquierda es una reacción contra ella. De todos modos, ninguna de las imágenes de los apropiamientos concretos del poder -las grandes revueltas campesinas (de las cuales Ramachandra Guha nos ha mostrado que están muy lejos de ser espontáneas)[7], la Revolución francesa, la desesperada revuelta de los Inditas (que Kirckpatrick Sale ha recuperado oportunamente para la propia tradición revolucionaria)[8] el golpe de Lenin en Octubre, o la triunfante marea de las Revoluciones china o cubana- parecen muy apropiadas o tranquilizadoras cuando llegamos a la era posmoderna, la era de la globalización.
Por ello, en este punto debemos insistir en que la revolución tiene otra cara o dimensión igualmente esencial, que es la de proceso en sí mismo (en oposición al Acontecimiento). Desde ese ángulo la revolución se ve como un proceso largo, complejo y contradictorio de transformación sistémica, amenazado en cada momento por el olvido, el agotamiento, la retirada hacia la ontología individual, la desesperada invención de «incentivos morales» y, por encima de todo, por la urgencia de la pedagogía colectiva, de la realización punto por punto de un mapa cartográfico de las maneras en las que tantos acontecimientos y crisis individuales son en sí mismos componentes de una inmensa historia dialéctica, una historia invisible y ausente como percepción empírica en cada uno de esos puntos, pero cuyo movimiento de conjunto les da su significado. Es precisamente esta unidad de lo ausente y lo presente, de lo universal y lo particular, de lo global y lo local en la que tanto se insiste hoy día; es esta unidad dialéctica, que llamo alegórica, la que exige a cada paso una conciencia colectiva de la manera en la que se interpreta la revolución, simbólica y realmente, en cada uno de sus episodios existenciales.
Quizá ahora está más claro por qué el verdadero significado de Lenin no es ni político ni económico, sino más bien una fusión de ambos dentro del Acontecimiento-como-proceso y del proceso-como-Acontecimiento que llamamos revolución. El verdadero significado de Lenin es el requerimiento perpetuo para mantener con vida la revolución, mantenerla con vida como posibilidad incluso antes de que suceda, mantenerla con vida como proceso en todos esos momentos en que está amenazada por la derrota o peor aún, por la rutina, el compromiso o el olvido. El no sabía que estaba muerto: ese también es el significado para nosotros de la idea de Lenin; el de mantener con vida el ideal de revolución como tal en un tiempo en el que esta palabra y esa idea se han convertido virtualmente en un escollo bíblico o en un escándalo.
Aquellos que han deseado quitar de en medio esta idea han encontrado necesario realizar una operación preliminar muy esclarecedora: primero han tenido que socavar y desacreditar la noción de totalidad o, como se dice más frecuentemente en la actualidad, la noción de sistema como tal. Porque si no existe un sistema como tal en el que todo está interrelacionado, entonces está claro que resulta innecesario e improcedente evocar un cambio sistémico. Pero en cuanto a ello, para nosotros las lecciones decisivas se encuentran en la política contemporánea y en el destino de la socialdemocracia en particular. Hablo como alguien que se encuentra muy lejos de avalar el sectarismo leninista como estrategia política práctica y su intransigente rechazo de conciliadores y socialdemócratas (en el sentido moderno). En la actualidad, hablando por lo menos desde la perspectiva de Estados Unidos, pero me atrevería a decir que también desde la de los países de la Unión Europea, la tarea más urgente es la defensa del Estado de bienestar y de esas regulaciones y derechos que han demostrado ser barreras frente a un mercado completamente libre y sus prosperidades. El Estado de bienestar es desde luego el gran logro de la socialdemocracia en la posguerra, aunque en Europa continental se conozcan tradiciones más largas y antiguas.
Pero me parece importante defenderlo, o todavía mejor, dar a la socialdemocracia y a la así llamada Tercera Vía una oportunidad de defenderlo, no porque semejante defensa tenga alguna esperanza de triunfar, sino por el contrario precisamente porque desde la perspectiva marxiana está condenada al fracaso. Debemos apoyar a la socialdemocracia porque su inevitable fracaso constituye la lección básica, la pedagogía fundamental de una genuina izquierda. Y me apresuro a añadir que la socialdemocracia ya ha fracasado en todo el mundo: algo que uno puede presenciar dramática y paradójicamente en los países del Este, sobre los cuales de manera general se dice únicamente que en ellos ha fracasado el comunismo. Pero la rica y privilegiada experiencia histórica de esos países es mucho más compleja e instructiva que eso. Si uno puede decir de ellos que sufrieron el fracaso del comunismo estalinista, también se puede añadir que después sufrieron el fracaso del neoliberalismo, del capitalismo ortodoxo de libre mercado y que ahora se encuentran en el proceso de experimentar el fracaso de la propia socialdemocracia, Esta es la lección, y es una lección sobre sistemas: no se puede cambiar nada sin cambiar todo. Esa es la lección del sistema, y al mismo tiempo, si se ha seguido mi razonamiento, la lección de la revolución.
En cuanto a la lección sobre estrategia, la lección de ¿Qué hacer?, espero haber sugerido en estos comentarios una diferenciación importante entre estrategia y táctica: en otras palabras, no se necesita imitar servilmente las recomendaciones tácticas divisionistas, agresivas y sectarias de Lenin para entender el ininterrumpido valor de una estrategia que consiste en subrayar incansablemente la diferencia entre objetivos sistémicos y parciales, la antigua diferencia (al fin y al cabo ¿hasta dónde nos remontamos en la historia?) entre revolución y reforma.
Él no sabía que estaba muerto. Quiero finalizar estos comentarios con un problema de tipo diferente, uno que todo el mundo estará de acuerdo en que está completamente relacionado con el significado revolucionario de Lenin, pero cuya relación con ese significado sigue siendo un rompecabezas y un problema. Sigo pensando que es un problema filosófico, pero de qué forma es filosófico forma parte del propio problema. Quizá lo pueda sintetizar rápidamente con la palabra carisma (en sí misma una parte, el extremo final por así decirlo, de la imprecisa noción de totalitarismo que significa represión, por un lado, y dependencia del líder, por otro). Cualquier experiencia o experimento revolucionario que conozcamos también ha sido nombrado por medio de un líder y a menudo ha estado unido al destino personal de ese líder, aunque fuera desde la perspectiva biológica. Esto nos debe resultar algo escandaloso: por un lado, es alegóricamente inadecuado que un movimiento colectivo se represente por medio de un único individuo. Hay algo antropomórfico en este fenómeno, en el mal sentido en el que durante muchas décadas de pensamiento moderno y contemporáneo hemos aprendido a mantener una vigilante sospecha no solamente sobre el individualismo y el espejismo del sujeto central, sino sobre el antropomorfismo en general y el humanismo que inevitablemente trae consigo. ¿Por qué debería un movimiento político, que tiene su programa sistémico autónomo, ser dependiente del destino y del nombre de un individuo único, hasta el punto de verse amenazado por la disolución cuando ese individuo desaparece? La explicación más reciente, la del fenómeno de la generación que de repente hemos descubierto trabajando milagrosamente en la historia, no resulta especialmente satisfactoria (y realmente requiere, por propio derecho, alguna explicación histórica de una teoría y de una experiencia histórica).
El individuo parece significar la unidad, esa era la explicación desde Hobbes a Hegel; y ciertamente parecía haber mucha certeza empírica de la función de semejante individualidad para mantener unido un inmenso colectivo, para contener esa marea de sectarismo, desintegración y secesión que amenaza a los movimientos revolucionarios como un fallo de la naturaleza humana. El carisma, de cualquier forma, es un pseudoconcepto completamente inútil o una ficción pseudopsicológica: simplemente da nombre al problema que hay que resolver y al fenómeno que hay que explicar. Sin embargo se nos dice que Lenin estuvo lejos de ser un orador carismático como muchos, aunque no todos, de los otros grandes dictadores. Más tarde viene el peso de la leyenda elaborada con posterioridad, pero ¿cuál es su función? Ahí está la cuestión de la legitimación y de la violencia o del terror, pero ¿qué es la legitimación en primer lugar?
¿Tendrá que explicarse todo esto psicoanalíticamente, ya sea en términos de transferencia al padre o al gran Otro?[9] Los «cuatro discursos» de Lacan parecían ofrecer un marco de análisis menos simplista, planteando una variedad de relaciones con el «sujeto supuestamente conocido». Incluyen, junto al aparentemente fundamental «discurso del Maestro», el de la universidad, el de la histérica y el del analista, que significativamente no coincide con el del Maestro, a pesar de la propia situación evidente de Lacan en estas dos posiciones. Pero la misma picardía y carácter zen de los propios pronunciamientos de Lacan pueden tomarse como una estrategia deliberada para evitar o evadir la posición del propio Maestro, que nunca puede coincidir con la ilusión del «sujeto que se supone que conoce», es decir del Conocimiento Absoluto, Realmente, en ese sentido, quizá el discurso del Maestro sólo exista para otras gentes, las cuales pueden ser identificadas en el discurso de la universidad, que plantea todas las verdades como refrendadas y que cristaliza alrededor de la propiedad privada de los nombres adecuados (identificándose a sí mismo como deleuzianos, spinozistas, leninistas gramascianos, etc.). El discurso de la histérica desea después abrirse camino entre todo esto hasta la «sinceridad» y el deseo como tal que el sujeto busca desesperadamente para realizar y satisfacer (cuando no para identificarlo en primer lugar). Queda el discurso del analista, que explora los ritmos del enunciado para poder oír el deseo actuando en sus pulsaciones: esta es seguramente la posición del gran líder político, que escucha el deseo colectivo y cristaliza su presencia en manifiestos y «consignas» políticas[10]. Pienso de pasada, no obstante, en el comentario de Elizabeth Roudinesco en su historia de la política del propio movimiento lacaniano, sobre que esta estructura política ofreció el espectáculo único de una monarquía absoluta combinada con una democracia anarquista de base igualmente absoluta[11]. Es un modelo interesante (y maoísta) cuyos resultados, sin embargo, parecen haber sido tan catastróficos como las secuelas de la mayoría de los movimientos revolucionarios en los que se puede pensar.
Por mi parte me imaginé un modelo diferente, que es tan grotesco como para merecer mencionarlo de pasada. Entonces todavía vivía Tito, y se me ocurrió que había un lugar, dentro de la teoría revolucionaria, para algo como un concepto de monarquía socialista. Esta monarquía empezaría como una monarquía absolutista, para después, en el curso de las cosas, derivar en algo extremadamente limitado como una monarquía constitucional, en la que el renombrado y carismático líder ha quedado reducido a una figura meramente figurativa. Por muy deseable que esto sea, no parece haber sucedido tampoco muy a menudo, si es que ha sucedido alguna vez. Por ello valoro mucho el regreso de Slavoj Zizek al supuestamente conservador Hegel, en cuya concepción el lugar del monarca, indispensable pero aun así ajeno al sistema, es un mero punto formal sin contenido[12]. Esto sería algo como pagar su tributo al antropomorfismo mientras se lo sitúa como si estuviera en vías de desaparición. ¿Es ésta la manera de afrontar a Lenin, muerto sin saberlo?
¿Acabaré con una pregunta o con una proposición? Si es con k primera, ya está hecha; si es con la segunda, sólo querría observar que si uno quiere imitar a Lenin, tiene que hacer algo diferente, El ímperialismo, fase superior del capitalismo representó el intento de Lenin de teorizar el surgimiento parcial de un mercado mundial; con la globalización, éste último se presenta más completo, o por lo menos más tendencialmente completo, y como con la dialéctica de la cantidad y la cualidad, ha modificado la situación que describía Lenin más allá de cualquier reconocimiento. La dialéctica de la globalización, la aparente imposibilidad de desconexión, es nuestra «contradicción específica» frente a la cual nuestro pensamiento político permanece encadenado.
[1] Leon Trotsky, Diary in Exile ]935, Cambridge (MA), Harvard University Press. 1976, pp, 145-146.
[2] Alain Badiou, Peut-on-penser la politique?, París, Seuil 1985, pp. 107-108.
[3] Ibid., p. 109.
[4] Slavoj Zizek. Revolution at the Gates, Londres, Verso, 2002. Zizek hace una estimulante selección de los textos de Lenin de 1917.
[5] Kevin Anderson, Lenin, Hegel and Western Marxism,. Urbana, University of Illinois Press, 1995. Las anotaciones originales de Lenin a la Lógica se encuentran en Philosophical Notebooks [Cuadernos filosóficos] [1914-1915], en Collected Works XXXVIU, Moscú, Progress Publishers, 1972.
[6] S. Zizek. Revolution at the Gates, cit., pp. 56-61. Por supuesto, el equivalente seria «Las Tesis de abril» de Lenin; Alexander Rabinowitch, The Bolsheviks Come to Power, Nueva York, Norton, 1976, p. 178 ss. Rabinowitch recoge el asombro de sus compañeros conspiradores por su llamamiento a favor de la revolución inmediata en octubre.
[7] Ramachandra Guha, Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, Delhi. Oxford, 1983.
[8] Kirkpatrick Sale, Rebels Against the Future, Reading (MA), Addison-Wesley, 1995.
[9] Jacques Lacan, Le Séminahe, Livre XVU: LEnvers de la psychanahse, París, Seuif 1991, pp, 9-91
[10] S. Zizek, Revolution at the Gates, cit,, pp, 62-68, especialmente el capítulo «On Slogans».
[11] Elisabeth Roudinesco, Jacques Lacan, París, Fayard, 1993, pp. 411-413.
[12] S. Zizek, For They Know Not What They Do, Londres, Verso, 1991, pp. 81-84.