Literatura y crítica: Una encrucijada, una encuesta

Hoy rescatamos las respuestas de Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo a una encuesta sobre el estado de la literatura nacional y las particularidades de la labor de la crítica literaria realizada por Jorge Lafforgue para la revista Latinoamericana en 1973. 

 

 

Más de un siglo ha pasado desde la labor precursora de Juan María Gutiérrez y, sin embargo, en nuestro país la crítica sigue siendo para muchos la cenicienta de la respetable familia literaria, mientras que para otros ni siquiera existe. Por el contrario, a menudo algunos académicos la suelen mentar con unción: es que necesitan insuflar una tradición -dar cierto peso histórico- a sus investigaciones, ya de por sí harto pesadas.

Pero no se trata ahora de trazar un bosquejo histórico, por breve que este fuera, ni menos aún de rebatir prestigiosos conceptos, cargados de solemnidades e insuficiencias, sino más modestamente de interrogar a quienes de un modo u otro ejercen hoy ese oficio en la Argentina.

Desde luego que al intentarlo hemos admitido ciertos supuestos, establecido algunas premisas mínimas y realizado un corte cronológico convencional. Nuestra propia respuesta intentará esclarecer esos puntos; aquí sólo me resta advertir a los lectores el procedimiento seguido para confeccionar la encuesta: 1) se estableció una lista de personas, cuyas edades oscilaran entre los veinticinco y los cuarenta años, que a través de diversos medios -libros, revistas y diarios, principalmente- hubiesen realizado una labor crítica perceptible con respecto a la producción literaria nacional; 2) a 20 de los 37 nombres que así surgieron se les formuló, verbalmente o por escrito, dos preguntas; 3) en el mes y medio transcurrido desde fines de marzo hasta el día de hoy, han contestado Nora Dottori, Edgardo Cozarinsky, Aníbal Ford, Germán Leopoldo García, Ernesto Goldar, Luis Gregorich, Josefina Ludmer, Juan carlos Martini Real, Graciela Maturo, Ángel Nuñez, Jorge B. Rivera, Eduardo Romano, Nicolás Rosa, Beatriz Sarlo Sabajanes y Norberto Soares; 4) las preguntas fueron, aproximadamente, las siguientes:

I) ¿Cómo ve usted la situación de nuestra literatura aquí y ahora? O bien, formulando eso mismo de otra manera: ¿cuál es a su juicio en la actualidad el estado de la producción literaria, específicamente, en la Argentina y, en general, en América latina? Ejemplifique en lo posible con algunos textos.

II) ¿Cómo se inserta en ese particular contexto la labor crítica? ¿Cuáles son los problemas que afronta, qué función cumple y qué tareas debe o debería cumplir?

Hasta aquí el planteo, que al parecer apelaría a una impecable objetividad. Pero ésta resulta difícil de mantener cuando se piensa que la Literatura -esos únicos textos legitimados- no es más que la lectura institucionalizada por el sistema, por su Cultura, que consecuentemente exige (y obtiene) una Crítica explicativa y reverencial, sólo apta para poner el moño consagratorio de los manuales e historias: ajuste preceptivo y ubicación cronológica que implican la definitiva canonización de tales textos. Cabe entonces denunciar la gran estafa de la prescindencia y asumir un puesto de combate -si limitado no menos verdadero- en el terreno de la producción de ideologías, en esa zona específica de la realidad donde la lucha por la liberación nacional se da de un modo tal vez más intrincado y sutil que en otras áreas de enfrentamiento.

Buenos Aires, 14 de mayo de 1973

 

Respuesta de Josefina Ludmer

Las dos novelas de Manuel Puig dominan, con un peso aplastante, el panorama literario argentino de los últimos años; lo signan (en todos los sentidos posibles del término: lo escriben, firman, sellan, marcan); después de La traición de Rita Hayworth y de Boquitas pintadas es “literalmente” imposible la inocencia narrativa, puesto que hay dos problemas literario-sociales básicos que nunca habían sido escritos en la Argentina contemporánea (salvo por Borges, pero desde otro espacio) del modo en que lo hace Puig: el simple hecho de emitir un relato escrito y la elección del registro exacto, en el interior del reservorio lingüístico, donde toma sus elementos quién narra. En las novelas de Puig el hecho de narrar se convierte en un drama, en un trabajo aterrador, porque no hay una voz nacional y social capaz de hacerse cargo de la narración; no hay una región de la palabra a la que pueda ortorgársele el crédito de “narrador”, no hay nadie que pueda situarse por encima de ese mundo porque no hay no sólo voz sino subcultura lingüística capaz de hacerlo (en una palabra: en Puig es imposible una lengua ley), de modo que la instancia “narrador” es problematizada en la medida en que se problematiza la posibilidad de detentar una zona de la lengua capaz de contar, sin ser “personaje”. La traición es una empresa de conjuración de la afasia no sólo para el personaje central (Toto, a quien su padre impuso silencio) sino, sobre todo, y desde el punto de vista social, para quien se arroja a la escritura sin tener voz propia hoy en la Argentina.

Si en La traición hay sólo un grabador o un transcriptor de “voces” habladas y de escrituras diversas, en Boquitas lo esencial es la proliferación de voces y narradores: el relator del informativo meteorológico y de la radionovela, el relator “escribano público”, el copista que transcribe lo escrito en fichas, noticias, inscripciones; esas voces o escrituras “de nadie”, sin “persona”, sociales, “habladas”, públicas, anónimas, son sometidas a un juego que consiste fundamentalmente en la apropiación (de eso, que es lo despropiado), apropiación que, simultáneamente, se despropia: al trabajo de transformación de los narradores se añade un distanciamiento constante, una suerte de indecisión entre la parodia y el “respeto”, entre el sentimentalismo y el sensualismo que denuncian, finalmente, la radical ambigüedad de la enunciación y hacen de las novelas de Puig un modelo de lo que hoy puede ser la puesta en evidencia de la relación que existe entre la narración y lo que significa, en un plano ideológico y social, narrar.

La escritura de Puig se destaca, aislada, en medio de la chatura, el anacronismo y, paradójicamente, la “puesta al día” de los grandes nombres; en los últimos meses aparecieron, sin embargo, una serie de textos que plantean problemas básicos a la crítica, pues no hay, en el mercado, un espacio concreto que pueda leerlos.

Curiosamente, esos textos, salvo uno, se exhiben como “poesía”; en ellos se confiesa abiertamente, para uso de los lectores, el carácter específico que asume la escritura: se trata de un tipo de funcionamiento de la significación que no puede ser leído como “testimonio”, “reflejo de la realidad”, “verdad”, sino como una especie de anomalía, un fuera de la ley que remite y no remite al referente al mismo tiempo, que es concreto y general, afirmativo-negativo, zona preferida de la polisemia, lenguaje transitivo-intransitivo, donde la palabra comunicativa pierde valor: lugar que se abre donde se cierra lo hablado.

El texto en prosa, el “relato”, es El frasquito, de Luis Gusman, cuyo rasgo esencial es la ingenuidad (querida y provocada) de hacer una escritura contradictoria en sí misma, es decir, totalmente limpia de lo que se denomina proceso secundario; la construcción del texto se funda en la mera enunciación de la fantasía, en la exhibición de una serie de “cuadros”, gestos de cine mudo donde se manifiesta la eficacia poética del cuerpo; esto hace que no pueda leérselo como un “relato de” algo, sino como “el relato” arquetípico, lo inscripto por excelencia.

Los “poemas” son:

La mesa – Tratado poeti-lógico (que por una decisión anacrónica respecto del mercado aparece sin nombre de autor; consta, en cambio, el de su madre) de Darío Cantón: un “tratado” sobre la mesa, donde se suscita, mediante una extraordinaria parodia del pensamiento universitario, una relación cognoscitiva que trabaja sobre la afirmación-negación permanente de lo ya sabido, que “sabe” porque “rememora” no una entidad (la mesa como objeto) sino un sintagma: “la mesa”, y convoca a la totalidad del “saber” para construir un tipo de ciencia materna que es poesía, negando específicamente la escisión que practica la sociedad burguesa entre lo poético y lo prosaico, lo culto y lo popular, lo divertido y lo instructivo.

Partitas, de Leónidas Lamborghini, explota al extremo la consciencia de la polisemia, su “racionalidad”: exhibe, mediante la repetición obsesiva de una serie de palabras y sintagmas (tomados de reservorios populares y despreciados), el proceso de su transformación y diferenciación, punto clave donde se articula el funcionamiento simbólico; en Partitas todo el lenguaje aparece como susceptible de ser cambiado, se desdobla y despliega sus posibilidades productoras, es tejido y negado, pierde su inocencia.

La obsesión del espacio, de Ricardo Zelarayán, instala, en el centro de una ingenuidad “natural”, un juego verbal radicalmente heterogéneo, cruzado por multitud de voces: campesinas, populares, corporales, “literarias”, “filosóficas”, que dialogan en retazos de relatos siempre abortados; lo que connota en esos poemas es la varidad de tonos, las diferencias fonéticas, pronominales, los “signos” de interrogación, los paréntesis, la superposición de una serie de lenguajes que se niegan mutuamente, la dialéctica entre lo “noble” y lo “paria”.

El rasgo común de estos textos es la conciencia con que trabajan sobre “lo otro”: desde Puig, que narra siempre desde voces no propias, pasando por El frasquito, enmarcado por “el otro” (se abre con el asesinato del otro por excelencia, el mellizo, y se cierra en el encuentro con el otro), por La mesa, regida enteramente, en tanto parodia, por el pensamiento de la monografía seudocientífica, hasta Partitas, cuya materia prima más productiva es lo dicho o escrito por otros, y La obsesión del espacio, que desorienta desde el “otro registro”, la escritura y su trabajo, las voces “otra”, entre ellas las de la cultura campesina. Eso otro, esa zona impensada, clandestina, segada (y no se trata solo de las dos regiones fundamentales abiertas por Freud y Marx: el inconsciente y los procesos de producción; se trata del reino de la letra, de lo que puede producir, encarnada, la letra) es lo que domina en este conjunto de textos. Y es evidente que la crítica argentina oficial, la crítica de los medios, la crítica burguesa y universitaria (y aquí me remito, en bloque, a mi respuesta a la encuesta de Los libros, Nº 28, septiembre 1972) no puede abordarlos: a Puig se lo leyó como camp, como realista costumbrista, como testimonio, utilizando lugares comunes como la “alienación por el cine en un pueblo de provincia” (y el único trabajo, situado en el extremo opuesto de esa crítica dominante, que realmente penetró la escritura de Puig es el de Ricardo Piglia, que se centra en un tópico materialista por excelencia: el cuerpo). Es evidente que la crítica oficial no puede leer y que, por lo tanto, niega la escritura, porque está fundada teóricamente, a veces sin saberlo (con ese tipo de desconocimiento semejante al de Edipo) en el idealismo; olvida la materia significante de los textos con los cuales trabaja, no analiza su eficacia y la relación de esa materia con el sentido instituido; salta por encima de las palabras escritas y los conjuntos que éstas configuran y se instala en lo que los críticos sienten como “más real”: las cosas y los significados; se hunde en el referente, opera con una parcelación metodológica y al mismo tiempo totaliza desde el punto de vista semántico. Esa crítica burguesa, idealista, represiva, paternalista, ecléctica, mecanicista-populista, tecnocrática (que sólo desaparecerá con la transformación revolucionaria de la sociedad) es el marco que rodea constantemente “otra” posibilidad de trabajo crítico.

 

Respuesta de Beatriz Sarlo Sabajanes

Me pregunto cuáles son los elementos que designaría como necesarios dentro del sistema de efectos de una posible crítica de la cultura. Entiendo que los que contestamos el cuestionarios de Latinoamericana lo hacemos desde una experiencia concreta y en función de una ubicación personal en el campo de la crítica. En este sentido me interesa responder a la segunda pregunta, si bien intentará incluir en mi respuesta alguna cuestión suscitada por la primera.

El problema de una crítica de los textos literarios se encuadra dentro de la perspectiva según la cual esos textos no son sino una de las manifestaciones “convencionales” -es decir, con historia, prestigio, ceñidas a código, canónicas, etc.- de las posibilidades textuales como actividad y producción.

Así, hoy esas posibilidades textuales son un terreno en disputa donde se dirime no sólo la legitimidad de cierta escritura literaria -legitimidad que parecería yacer incuestionada durante largos períodos del siglo XIX y por gran parte de la literatura argentina oficial-, sino también las condiciones de su consumo y su incidencia -función- en la lucha ideológica que se desarrolla, sin duda, en el campo de la cultura.

Las clases dominantes ejercen su hegemonía a través de canales -medios- que se van diferenciando y readaptando, proponiendo nuevas formas de producción textual y condicionando, a la vez, nuevas modalidades de consumo. Así, pueden integrar el mayor espacio posible, en el sentido de extensión en la transmisión y recepción de los mensajes, junto con una tendencia al más alto grado de organicidad de los mensajes respecto de un sistema ideológico político a convalidar. Desde este punto de vista, la cultura -la textualidad como una manifestación significante- no tiene zonas francas sino en sus bores, zonas que se reducen proporcionalmente al área de incidencia sobre un público: quiero decir, el carácter de “escrito” de la literatura, y por lo tanto el carácter de “leído” que es típico de su consumo, aseguran una franja marginal donde puede introducirse el desorden, eventualmente la propuesta de un nuevo orden textual que propondría un nuevo orden del campo cultural.

Pero existe toda otra serie de mensajes cuyo canal condiciona su producción y asegura su decodificación según leyes más estrictas -determinadas-. Es en esta zona donde las clases dominantes subrayas la incidencia de su poder, fundamentalmente a través de la apropiación de los medios de producción -apropiación a la que sin duda corresponde el control establecido sobre la legalidad de las escrituras, además de la posibilidad de su libre circulación-. Me refiero a los medios de comunicación de masas, a los que deben en la actualidad sus características y modo de existencia las manifestaciones más incisivas de la cultura “popular” de la burguesía.

Una crítica cuyo punto de vista se reconozca dentro de una práctica política revolucionaria no puede, según creo, sino privilegiar como objeto los medios masivos de comunicación, como articuladores fundamentales del ampo de la cultura consumida por las masas populares. A través de una crítica de los medios de comunicación se apuntaría al centro del sistema cultural organizado por las clases dominantes en el proceso de imposición de su cultura por sobre el carácter aún hoy necesariamente fragmentario de otras propuestas.

Radicada en este campo, la crítica se convierte en un paso necesario para el cuestionamiento general de una textualidad cuyas normas se proyectan sobre el discurso de los medios, pero que a la vez es penetrada por los mismos. La “literatura”, en la era de los medios masivos de comunicación, no puede sino reubicarse a sí misma, repensar sus mecanismos, conservar su carácter privado, pero ceder a otras estructuras de significado un campo que es indispensable que la crítica interrogue. Las clases dominantes han estructurado un cierto espacio cultural cuya organización tiene en su eje a los medios de comunicación masivos: por ellos pasa la transmisión, imposición y homogeneización de la ideología dominante. El discurso de los medios aparece así como el objeto, cuya determinación es política, de una crítica cuyos objetivos tengan que ver con la batalla que se libra en todos los campos por el poder. Concebir una crítica desligada o medianamente ajena a esta batalla supondría, desde mi punto de vista, desconocer no sólo la importancia de lo cultural como sistema de imposición, sino también desplazar la función de mando de lo político.

Desde la política, las tareas de la crítica se ordenan alrededor de dos ejes importantes: el campo donde se está librando una disputa, campo ocupado hegemónicamente hoy por las formas culturales de las clases dominantes, cuyo poder de penetración es agudo y convincente a través de los medios masivos; y la discusión acerca del carácter privado de una práctica, la de la textualidad; este carácter contribuye a señalar cuáles son los textos “escribibles” y “legibles”, es decir cuál es el verosímil y la retórica que dan pase de libre circulación a los resultados de una práctica significante.

Dentro de este último eje se sitúa, según creo, el problema de la “literatura” al que se refiere la primera pregunta de la encuesta. La “situación de la literatura” supone una delimitación del campo de la textualidad, demarcando una especificidad del texto literario. En este sentido, la situación de la literatura se fija respecto de una definición de la propiedad sobre el código, sobre la escritura, y la reflexión sobre esa propiedad -su cuestionamiento-. En el curso de esa reflexión aparecen claramente, para usar una imagen, caminos abiertos y cerrados. Entendámonos: es el carácter que atribuyo a mi práctica de la escritura el que en parte define el objeto y dirección de esa práctica. El cuestionamiento de la legibilidad y de la producción de un texto reside en el centro de una práctica subversiva de la escritura. Desde este ángulo, la definición de una escritura que rompa la legalidad de la escritura burguesa pasa por la reflexión sobre el medio de producción textual. En este sentido el “estado de la producción literaria” puede determinarse cortando la zona donde el orden consagrado de la escritura es subvertido y donde es afirmado; pero también puede definirse refiriéndolo al sistema cultural más general -en el que predominan los medios masivos y sus propuestas-, donde la escritura no puede situarse sino repensándose como elemento de una organización que la incluye y que, si bien puede por momentos diluir su problemática específica, siempre tiende a presentarla como legitimidad cuya validez es tarea central de la crítica cuestionar.

 

Texto publicado en Revista Latinoamericana Nº 2, de junio de 1973.