Los cines de mi vida

Por Mercedes Alonso

Reabrieron los cines, sí, pero no todos. Algunos quedaron en el camino durante la pandemia. Y otros los precedieron, dejando vacíos en el corazón de cada cinéfilx. Mercedes Alonso propone un recorrido personal por esos espacios de maravilla que nos hicieron ser quienes somos y que hoy ya no están, junto con un puñado de películas que celebran más o menos melancólicamente la ceremonia de ver cine en el cine. Entrar en la sala en penumbras, elegir ubicación, terminar de acomodarse durante los avances y esperar que empiece la magia…

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Esto que resulta en un viaje autobiográfico por algunas salas y algunas películas empieza cuando me entero de que cierra el Village de Caballito. Ya no se llamaba Village sino Cinépolis, pero la noticia me llega así, con la carga emocional de un compañero que recuerda haber estrenado ahí una película. Me da tristeza. Cuando abrió, estaba a la vuelta de casa y así todo fui un par de veces, creo que más cuando ya vivía lejos que antes. Tampoco tantas, ni tan voluntariamente; es como el eje del mal; la alfombra con estrellitas en el suelo, la alfombra en las paredes, tantos carteles luminosos al lado de la pantalla; esa gente que corta las entradas de todas las salas para ahorrar sueldos, el olor a pochoclo.

Enfrente, en cambio estaba el cine Duplex (después un cacofónico Arteplex Duplex), que cerró antes, mucho antes, en 2010, y dolió más. En su esplendor, se había desdoblado en otros dos que duraron más, o que empezaron después y entonces todavía existían pasado el tiempo: el Multiplex de Belgrano y el del centro. El primero quebró, cerró, se recuperó, fue sede del Bafici, no sé qué más; Belgrano está lejos. El otro resistió, se convirtió en el BAMA, institucionalización de un cineclub anterior al que nunca había llegado a ir (compré una vez una entrada, algo pasó, tuve que cancelar, nunca más). Al BAMA fui mucho, me quedaba cómodo, las salas eran horrendas. Hacía frío en invierno y en verano. El aire acondicionado hacía ruido; en al menos una de las salas, si la banda sonora era más bien aplacada, se escuchaba la proyección de al lado. Así todo, era el mejor cine que teníamos. El BAMA también cerró. A principios del 2020, se anunció la reapertura de las salas como Cine Lumière. Ya sabemos qué pasó con los cines en 2020. Así todo (de nuevo), el Lumière en encarnación virtual nos regaló algunas cosas lindas para ver en casa (la pantalla más chica, más sonido ambiente, el frío que nos tocara a cada uno, las distracciones o el ejercicio del control sobre los impulsos y los estímulos externos que aprendimos, o no, durante el año pasado).

Otros cines cerraron antes. Los de Lavalle, uno por uno, hasta que quedó solo el Multiplex en una sobrevida siniestra que en un momento incluyó una sala para “cine arte” tan chica y tan sin amor que a nadie le importaba que la imagen doblara y proyectara un fragmento sobre el piso. Cerraron los de Santa Fe donde veía películas de terror escondiendo la cara adentro de la mochila para entrar porque no tenía 16 ni cerca. Los de Flores donde iba a la salida de la escuela, lo que estaba cerca antes de los cines de la vuelta. Ahí queda solo el Atlas enfrente de la plaza. Cerró el Metro, sobre Cerrito, que tenía una marquesina hermosa que siguió ahí cuando ya no era un cine. Cerró el Gaumont antes de volver a ser Espacio Incaa Km 0 para que todxs le digamos “gomón”, así, porque sí (como al Village que cerró le decimos “vilash” en la fonética de no sabemos bien qué idioma). Por los barrios donde vive otra gente cerraron otros, no llego a tanto, cada unx suele tener su crónica personal.

Empiezo a pensar esto durante ese año de la pandemia en que todos los cines estaban cerrados cuando veo 66 Kinos,, un documental en que Philip Hartmann recorre salas alemanas durante la gira de presentación de su película anterior (El tiempo pasa como el rugido del león). Encuentra de todo: como sobrevivir en un pueblo chico, cómo pasar películas fuera del mainstream en un cine mainstream, cómo convivir, cómo sostener el amor al cine (eso que llaman cinefilia). Mi favorito es uno en el que no se puede comer. Porque no y punto.

Pienso: todos los países, las ciudades, las regiones tienen que tener una película como esta: el recorrido más etnográfico que sentimental por las salas que sobreviven como pueden, cada una según sus capacidades y características distintivas. Yo no sé hacer películas. Pero me acuerdo. Las personas también podemos tener un recorrido por los cines de nuestros territorios particulares.

Me llama la atención que pueda reconstruir mi autobiografía en salas pero no pueda hacerlo con otros espacios proveedores de esas cosas de las que necesito con frecuencia. En librerías, por ejemplo. Los cines tienen esa materialidad imprescindible. No es lo mismo comprarle el libro a lxs libreros que pedirlo en alguna parte que nos lo mande a casa (aunque ese lugar sea una librería); pero finalmente el libro es el mismo. Las películas no. Ahora veo Chacun son cinéma (2007). La película es un compendio de micro cortos hecha para el 60 aniversario de Cannes. Todxs (más que nada todos) lxs que eran alguien en el cinema qualité de ese año presentan una escena que transcurre alrededor de la pantalla (un poco enfrente, otro poco atrás, siempre cerca). Me dan un poco de ganas de llorar. Escribo.

Los cines reabrieron hace algunas semanas. El primer jueves, un desencantado twitteó que las películas eran las mismas o peores. Es un poco cierto, ¿iguales o peores que cuándo? ¿El último cierre de abril? ¿El de marzo 2020? Querría pensar que, como pasa con los teatros, hay cines que no vuelven porque no pueden; sería un diagnóstico triste, pero el panorama del cine impacta en el pasado. Queríamos recordar cines que no existían, que había que arañar, donde la pasábamos mal y salíamos llenxs de quejas. Y las otras salas que hacían lo que podían. El problema no era la pandemia; es el cine como espacio y experiencia.

Pienso en las películas y el amor al cine: Shirin (Abbas Kiarostami, 2008), en la que vemos a las 113 espectadoras de una película, nada más ni nada menos; Goodbye Dragon Inn (Tsai Ming-Liang, 2003), que transcurre durante la última proyección de la película Dragon Inn en una sala que cierra; Un cine en concreto (Luz Ruciello, 2017), que encuentra la historia contraria, un hombre solo que construye y vuelve a construir la única sala de cine de Villa Elisa, en Entre Ríos. Hasta en Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) pienso; una película de la nostalgia por el cine, el pueblo y el cine de pueblo. Todas, en realidad, cuentan lo mismo: que frente a la pantalla pasan cosas.

Pero recuerdo sobre todo una que vi en el último Festival de Mar del Plata, el único en el que vi algo porque nunca fui al festival de verdad; temas de plata, tiempo, trabajo. No le agradezco eso a la virtualidad, es un triste consuelo como otras cosas (más bien otras películas) que me llegaron por esa vía, como las que pasa Fernando Martín Peña en el canal de YouTube de Hasta Trilce en remplazo de las que hacía en su sala a las que nunca pude ir. Al morir la matinée (Maximiliano Contenti, 2020) es una película de terror; en su ley, género puro y duro, esos lugares comunes. Pero es también una película del amor al cine; del reconocimiento, la reivindicación y la defensa -hasta las últimas consecuencias- de la ceremonia del intercambio de luces, de la experiencia y de los lugares donde sucede, que no son iguales a nuestras casas. Al morir la matinée se puede ver en streaming, porque nunca llegó a las salas locales.