Los pasillos de Kafka
Por Juan Mattio
Juan Mattio comparte con Sonámbula un texto personalísimo en el que se apoya en Kafka y Virgilio para pensar la muerte de su padre, lo que puede o no decirse tras una vida de desencuentros, las herencias que nos atraviesan y las maldiciones paternas que buscan alcanzarnos mientras nos alejamos de la ciudad en llamas.
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La última imagen que tengo de él, de mi padre, es en la terapia intensiva de la clínica Los Arcos. Su cuerpo intervenido por máquinas, sus espasmos, como si apenas un hilo lo sostuviera. La vejez había caído sobre él como un manto. Nos habíamos visto por última vez más de un año antes. Ya no hablábamos. Dejó un mensaje de feliz cumpleaños en febrero que no respondí. Eso fue lo último que hubo entre nosotros. El 19 de marzo, a las once de la mañana, murió.
Pero esa tarde, unos días antes, me quedé cuarenta minutos frente a su cuerpo devastado sin saber qué decir o qué hacer. La constelación que generaba mi inconsciente era feroz, a toda velocidad se mezclaban los recuerdos, los pensamientos, la memoria de su voz diciéndome “Juano” en los mejores días, pero sobre todo las peleas, los desencuentros, el desprecio. No estoy acá para reconciliarme, pensé. No sé a qué vine.
Tampoco sabía que esa iba a ser la última vez. En realidad, estaba convencido de que se iba a levantar de la cama en cualquier momento, movimiento que lograría con la misma terquedad y el mismo ánimo de acero que lo habían sostenido durante toda su vida. No fue así. Pero creo que esa convicción fue la que me llevó a pensar en «La condena», el relato de Kafka donde un hijo trata de consolar a un padre viejo, débil, senil. El padre dice incoherencias, se muestra desorientado, aturdido. El hijo lo lleva desde la sala en la planta baja hasta el dormitorio, en el primer piso. Lo acuesta, trata de taparlo para que no tenga frío. Y entonces, cuando intenta poner la manta sobre su cuerpo, la irrupción del monstruo.
Pero antes, volvamos un momento, el hijo carga con su padre como Eneas cargó con Anquises al huir de Troya (“con sus vencidos dioses en las manos”). Esa imagen también llegó a mi mientras miraba al cuerpo en ruinas de mi padre: Virgilio escribe que Anquises, cargado a upa por su hijo, lleva él mismos a los dioses tutelares, es decir, los dioses que cuidan de su casa, la tradición, la herencia. Entonces, esta imagen: Eneas, con su padre alzado (que protege a los dioses domésticos) y su hijo -Lulo- aferrado de la mano, corriendo en la retirada de Troya que arde, dice: “Pues con igual angustia me oprimían mi acompañante y mi querida carga”. Mi querida carga.
Lo único que pude decir, las únicas palabras que pude articular frente al cuerpo moribundo de mi padre, fueron éstas: tus nietos te esperan. Hablar, dentro de ese traje de astronauta a alguien tan ausente, tan fuera de mi alcance, me pareció ridículo. ¿Cuándo él, mi padre, había estado a mi alcance? Pero quería decir algo. No quería irme de esa habitación sin dejar unas palabras flotando entre él y yo. Y entonces dije: tus nietos te esperan.
Unos días después llegó el final. En «La condena», el padre se levanta en el momento en que el hijo quiere taparlo (¿enterrarlo?) con la manta y se para sobre la cama y desde ahí, desde la atura, lo sentencia a morir. Grita, desde lo alto, ahora rejuvenecido y vital y enfurecido, y le dice a su hijo que él sabe todo: sobre sus amigos, sobre su vida, sobre su prometida. Y entonces le da el veredicto: “Yo te condeno a morir ahogado”. El hijo sale a la calle, camina hasta el puente sobre el río y salta.
Me fui de esa habitación en terapia intensiva en la clínica Los Arcos sin que mi padre dijera, por supuesto, ninguna palabra. Unos días después, murió. Y entonces supe que había tejido una serie de maniobras para que nada de él quedara para mi o sus nietos. Ningún bien, ningún objeto, ningún dios tutelar. Su otro hijo es el único heredero. Casi puedo ver a mi padre parado sobre la cama de Los Arcos, a los gritos, joven y rabioso, anunciado su sentencia: Yo te condeno a vivir desheredado.
Eso fue hace dos meses. Ahora deambulo por los pasillos de Kafka, con sus paredes hechas de ansiedad y de angustia, y de pánico. Tratando de salir no con el hilo de Ariadna sino con los de la Sertralina y el Diazepam. También, sobre todo, con el hilo dorado que me ofrecen mis amigos. Camino dentro de ese paisaje oscuro, de pesadilla, y pienso: la ciudad que arde detrás, de la que estoy huyendo, nunca fue mía. Troya no me pertenece. Tampoco la promesa de una Roma futura. Soy un expatriado. Pero en la condición de extranjero puede haber un alivio. Sólo tengo que entender que soy el único portador de esta lengua, que todo el trabajo de estar en el mundo será el de la traducción y, muchas veces, tal vez la mayoría, el de soportar el peso del malentendido.