Los wachos y la eterna incertidumbre entre respirar o seguir leyendo
Por Lean Alba
Lean Alba leyó los Los wachos, libro de cuentos de Walter Lezcano publicado en 2015, y quedó tomado por el ambiente opresivo de esos relatos en que «las tensiones asfixian». Los Wachos, dice, no es una zona de confort. No es un sillón cómodo con perfume a lavanda. En todo caso, es un colchón sucio sobre el cual echarse. En el cual no se descansa: solo se dejan pasar las horas mientras se intenta respirar. Mientras la birra permite olvidar el ahogo.
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Walter Lezcano escribe. En las aulas, como docente. Artículos periodísticos en Brando, Rolling Stone y la Revista Ñ, entre otros tantos espacios. Publicó poesía, cuentos y novelas. Algunos títulos: “Los Mantenidos”, “Jada fire”, “Tirando los perros”, “23 patadas en la cabeza”, “Humo” y “Calle”, entre otros tantísimos. En una presentación hecha por la revista Anfibia sobre el autor correntino, dijeron: “Escribir es, para él, la mejor manera de procesar, de manera críptica, su experiencia con el mundo”. Seguramente, esa haya sido la génesis del libro Los Wachos, publicado por la editorial Conejos en 2015. Cada uno de los nueve cuentos, no dan respiro.
La frase armada, por cierto, bien podría dar cuenta de la intensidad. Sin embargo, es más bien la densidad del ambiente lo que genera ese efecto. No solo se trata de que Lezcano genera que los fanáticos de las costuras se olviden del lápiz mientras leen. Que apuren un pucho mientras leen la historia de dos hermanastros que se cagan a trompadas a escondidas y casi en silencio para que no escuche el padre-padrastro, que, por cierto, está golpeando a la madre-madrasta. También en silencio. Lectores a los que se les enfría el mate siguiendo la desesperación de un pibe para juntar guita porque se pudrió todo. Y al final, todo va a seguir tan podrido como antes. O peor.
Hoy, existe una cantidad de temas sobre los cuales se pueden sumar porotos en la carrera por ser políticamente correcto. Tal vez, quien busque la sorpresa infértil que produce la lectura de lo que se quiere escuchar no se encuentre, para seguir en esa línea, es su zona de confort. Los Wachos no es una zona de confort. No es un sillón cómodo con perfume a lavanda. En todo caso, es un colchón sucio sobre el cual echarse. En el cual no se descansa: solo se dejan pasar las horas mientras se intenta respirar. Mientras la birra permite olvidar el ahogo.
Y es, justamente, en ese clima, que nada tiene que ver con los grados pero sí con la temperatura social, el que atraviesa los cuentos. Y si no dan respiro es porque habilitan espacios en los que las tensiones asfixian. Las deudas, las presiones familiares, los trabajos mal pagos, ahogan.
En cada cuento algo va a pasar. El lector aguarda el “pero”. El giro que, a veces, llega, de algún modo. Y otras veces, no. Esa epifanía que se posterga, que no llega, la que, de algún modo, señala que el drama del inicio no se ha resuelto. Y, tal vez, después de todo, de eso se trata: hay dramas que no se resuelven. Que se postergan, en todo caso. Se dilatan. Se patean, como lo hacen muchos de sus personajes. Procrastinadores seriales. Cofradía de personajes extraídos de los márgenes (impuestos) y expulsados hacia el centro de la escena.
Los personajes de Los Wachos son la materialización de las variables sociales que horrorizan cuando salen en las tapas de los diarios. Puede decir pobreza, pero lo que recupera Lezcano es una subjetividad que no se asombra del barro en las zapatillas. En todo caso, lo que preocupa en ese ambiente no es ni siquiera la necesidad de escaparse de esa tensión, sino de alejarse. Un toque. Como quien le da unos besos a la birra en la esquina hasta que el frío empieza a calar hondo, si es que, pese a las celebradas primaveras, en algún momento el invierno se fue.
Sin embargo, no hay un tratamiento que se limite a la corrección política en el libro. Por eso el aire que no circula. Por eso el ahogo. Porque en la medida que las historias avanzan, los personajes se alejan de lo esperable. ¿De lo esperable para quién?
Lezcano acompaña con su cámara a las historias que parecen llegar al libro con envión. Acompaña el movimiento. Después las suelta del cuello. Finalmente, las deja ir. Las deja tomar aire para que, los lectores con el pucho apagado en la boca y mate frío, se pregunten qué pasó. Mientras, de a poco, recuperan el aliento.