«Oración» de María Moreno: ¿sexos débiles, géneros menores?

Por Mariel Martínez 

Mariel Martínez leyó Oración, el libro donde María Moreno piensa a Vicki Walsh, a su padre, a las mujeres, a la militancia. Una lectura que se corta contra los cuerpos, los goces, las prácticas de escritura y la memoria.

Géneros en disputa

El sexo débil, los géneros menores. ¿A quién no le suena? levante la mano. ¿Hace cuánto tiempo tomamos estos sintagmas como verdades indiscutibles? Pero, a fuerza de lucha y trabajo, venimos pensando otras cosas. La mujer como lo otro, lo vulnerable, el segundo sexo -diría Simone para hablar de lo culturalmente concebido como mujer- es ahora un espacio que se puede desarmar. Y así como hay que pensar en el ahora para construir lo que viene, cuánto, cuánto para atrás queda por revisar. Incluso a Simone. Incluso a nuestras mujeres militantes.

¿Y el género textual? Ahí habría que rondar a otra mujer. Habría que pensar en Josefina Ludmer cuando analiza la respuesta a Sor Filotea, el texto con el que Sor Juana se defiende del obispo de Puebla que con ese seudónimo le escribe una serie de recriminaciones a sus pretensiones intelectuales. Ludmer, entonces, mira un poco más allá del contenido y ve las formas que Sor Juana utiliza: la carta, la autobiografía. Géneros menores de la literatura, géneros que crecen a la sombra de las novelas, los dramas, las épicas.  Un género “débil” usado por alguien “débil” como escudo ante el poder. Porque los géneros también son eso: estrategias. Ha corrido mucho Bajtín bajo el puente como para que no veamos ese gesto. Y nos hemos divertido discutiendo la existencia o no de Voloshinov, pero también nos ha quedado marcada a fuego su reflexión más desestabilizadora: en los signos hay combate.

María Moreno combate en Oración (¿esto es no ficción? ¿Vamos a ponernos a discutir verdades literarias?) contra todos los sentidos que se quedan quietos. Sabemos: lo que no se mueve, se hunde. Y recuerda otro combate, que fue a muerte, que aniquiló cuerpos pero que no terminó de aniquilar signos, palabras, sentidos. Oración, que es carta, elegía, biografía y testimonio, es un eslabón más en la cadena de pruebas que muestran los signos vivos y que los hace jugar al tambaleo de sentidos únicos. Y María Moreno lo hace desde los sexos débiles y los géneros menores.

 

La oración

Cuando era muy chica antes de dormir mi mamá me hacía repetir una oración de memoria, después pedir algo, después agradecer algo, y después la señal de la cruz, marca inconfundible del cierre del texto, podía irme a la cama. Luego, en mi búsqueda espiritual que terminó (¿a Dios gracias?) en la literatura, me crucé con otras formas de orar que tenían más que ver con la liberación del lenguaje, la asociación de ideas, sentires, el soltar palabras en voz baja o pensarlas. Un discurso explotado, ahora que lo pienso. Esa forma de asociar me cerraba más que la de repetir versos vacíos.

Pensaba en esto mientras leía Oración. Ignoro si la autora pasó por experiencias similares, pero me resonaba esa idea de asociar, de pensar libremente, de dejar que las palabras se pegaran a otras por algo de lo que decían, por algo de lo que hacía eco en ellas. Así, en la palabra padre pueden repicar madre e hijas, pero también muerte, vida, juego, política, sangre. Pensaba, mientras comenzaba la lectura, en ese primer gesto hereje. Una oración que se abre, que se expande no hacia un ser que trasciende al mundo, si no hacia el mundo mismo. Porque esta Oración es eso: una reflexión sostenida que parte de los cuerpos y llega a los oídos de quien la sepa escuchar.

Empieza con una bitácora, con un cuaderno de trabajo. En ella, dos cartas que escribiera Rodolfo Walsh: a su hija Vicki, días después de su muerte (un texto asimétrico, dirá Moreno, ya que su principal destinataria no puede leerla) y a sus amigos, tres meses después de la muerte de su hija. Estos son los principales elementos de trabajo sobre los que durante las casi 400 páginas María Moreno volverá y volverá, como en un eterno retorno. Porque este libro empezó como otra cosa (“gané la Beca Guggenheim para escribir sobre la moral sexual de las organizaciones revolucionarias de los años setenta en la Argentina. No escribí ese libro: escribí este”) pero también es eso que pensó en primer lugar. En estas cartas y en las historias que encierran las personas que cruza hubo cuerpos, y entonces, hubo padecimiento y goce. Deseos. Carencias. Escritura.

La elegía

Una elegía es ante todo un poema. Un poema que recuerda, que lamenta y que traza una línea que empieza en algún lugar del pasado y se proyecta hacia un futuro. En ese futuro los homenajeados no están. Quizás la elegía más famosa sea aquella que el poeta Miguel Hernández le escribe a Ramón Sijé, su amigo muerto, con el que coincidían en pueblo y se diferenciaban en política. Quien la haya leído recordará sus últimos versos: “que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero”. Versos que son una cachetada dulce al alma, que hablan de un diálogo ya imposible, o al menos, imposible en los términos del mundo que podemos tocar. Algo parecido pasa, y es María Moreno quien lo nota, en la llamada carta a Vicki. “Querida Vicki” escribe Walsh, y después pone un punto. No dos. Un punto solo. Y este es el signo que a la autora le permite leer ese texto como una elegía. Esa suma de versos en prosa es además que una carta, es también otra cosa. Walsh, siempre un poco irrespetuoso de los géneros, trabaja en Carta a Vicki sus múltiples formas de relacionarse con esa combatiente muerta: padre, periodista, político, hombre de formación católica y compañero.

“No podré despedirme de vos”, le dice, porque es eso una elegía. Una despedida a destiempo. Una despedida insuficiente, con gusto a que debería haber sido de otra forma. “Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad”, le dice, porque eso también es una elegía. Un lamento profundo de las formas de morir. Pudo elegir otras vidas, dice Walsh, pero eligió esta. Carta a Vicki habla también de un signo trágico: la libertad fatal de una elección que no deja opciones.  Y el recorrido que luego hará su nieta, Victoria Costa, hilvana otra serie de interrogantes.

¿Qué pasa cuando son los padres los que deben llorar las muertes de sus hijas? ¿Qué pasa cuando no hay cuerpo ni hay tiempo para llorarlas? La recuperación de otras experiencias refuerza esas preguntas y a veces también suma más. La casita de caramelo, donde hijas e hijos de militantes crecían lejos de sus padres y sus madres pero también lejos del peligro; las disputas por la crianza de los nietos cuando sobrevivían los abuelos; los nietos y las hijas, como Pablo Lugones y Vanina Falco, que reniegan de su ascendencia abyecta. ¿Es la sangre un lazo indestructible? Si en la dinámica profunda y extrema de los 70 la familia era la que se construía en la militancia o si en el árbol genealógico familiar se cuentan asesinos y torturadores ¿es la sangre un elemento decisivo?, ¿qué pasa cuando el vínculo político se yuxtapone al familiar?

La carta

La otra carta –carta con dos puntos- que María Moreno transcribe en esa bitácora es Carta a mis amigos, texto que Walsh escribe tres meses después de la muerte de María Victoria. Hay, en ella, una escena conmovedora. Vicky en la terraza, en camisón, disparando una metralleta Halcón por primera vez en su vida, riéndose. Y hay otra escena que hiela. Esta muchacha que es Vicky, flaquita, de pelo corto, empieza a hablar bajo, y antes de dispararse en la sien dice “ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir” y se mata ahí, enfrente de todos.

Hay, luego, una discusión. La información le ha llegado a Walsh por terceros. Y al parecer, la transcribe “errada”. No es Vicki quien dice estas palabras sino Coronel, el compañero con el que resistió en esa terraza de la calle Corro y con el que tomó la última decisión de su vida. Patricia Walsh, hija y hermana, lo cuenta. Cuenta su enojo, su exigencia al padre de que corrigiera eso que ella consideraba un error y que finalmente no fue corregido. Rodolfo le había leído la carta la última vez que se vieron. La llevaba escrita en un papel manteca doblado en centenares de partes -un caramelo- y Patricia le exige esa noche una enmienda que no sucedió nunca.

Podríamos, entonces, ponernos a discutir sobre la verdad en términos de falsificaciones. Podríamos, pero no es lo que propone María Moreno. Porque no importa aquí si Vicki llevaba camisón o jeans, si las palabras las dijo ella o su compañero. No importa quién fue el primero que se pegó el tiro.  Importa sí, el testimonio de esa vida que se sustrae pero que ya no le pertenecía: “no vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones”; de esa vida que sabía que el pecado no era hablar, sino caer. Walsh, que renace de ella, elige también en la reconstrucción elegíaca de su muerte otra herencia militante: la de la posibilidad de testimoniar –como sea- en los tiempos más difíciles. Y esa es su forma de verdad.

Hay otras cartas que se recogen en este libro. Algunas de las que hubiéramos querido no saber, como las que la dictadura usaba contra la militancia. Cartas publicadas por grandes diarios o por periódicos zonales, donde supuestos familiares escribían a sus hijos o hermanos militantes a los que la guerrilla había perdido sacándolos del seno familiar para servir a fines perversos. Con una retórica sentimental y apelando a la responsabilidad y la culpa, estos textos intentaban generar en la opinión pública una estigmatización de la política, pero, dice Moreno, al suponer a la guerrilla con la capacidad de anular la voluntad individual para unirse a sus filas, tenían también un efecto inesperado: la erotizaban, la llenaban de deseo.

Una última carta se agrega al libro como un hallazgo. María Moreno tiene acceso a los diarios de María Victoria Walsh y allí encuentra una carta de Rodolfo cuando su hija era una púber de 13 años, abanderada, excelente alumna, que había rendido séptimo grado libre. Nada de eso es mencionado por la carta. Tampoco habla allí de la lucha y de la revolución. En la carta la aconseja, en cambio, sobre su recorrido cultural, proponiéndole a Marguerite Duras como modelo (¿ignora – se pregunta María Moreno- que Duras había combatido en la revolución francesa? ¿o es esa– me pregunto yo-  una de las razones porque las que le acerca su lectura?).

Contra los realismos

Si Carta a mis amigos sirve a la verdad desde su falta de rigor documental (casi un método antiwalshiano), es porque habla de una verdad mayor que la que pueden narrar los hechos. El realismo, las más de las veces, no alcanza. La metáfora parece ser la única figura posible para representar el horror. Por eso Moreno elige algunas obras de hijas (H.I.J.A.S. con puntito, como las llama) que trabajan desde ese desplazamiento: Los rubios, de Albertina Carri, Mi vida después de Lola Arias, Aparecida, de Marta Dillon, y Diario de una Princesa Montonera de Mariana Eva Perez.

Estas obras de hijas que recorren su propia vida y la vida de sus padres y madres no están elegidas al azar. En ellas la posibilidad de contar (de dar testimonio) no cede al realismo, aunque estén imbuidas de realidad. Entonces, no sólo aparece la historia como una sucesión cronológica o desordenada de hechos. También aparece el deseo, los enojos, las reescrituras. Las preguntas. ¿Qué pasa, por ejemplo, con aquellas madres que les dieron la vida y después dieron la suya? ¿Hay acá alguna conexión, algún gesto equiparable entre dar vida y dar la vida? ¿Qué pasa con esas madres cautivas que armaron escenas familiares hasta el último momento? ¿Y con aquellas que en los lugares más siniestros del encierro y la tortura jugaban a la risa o a la moda? ¿Puede una retórica realista hacerse estas preguntas? ¿Puede no conformarse con una respuesta única? ¿Puede soportar el advenimiento inevitable de más incertidumbres?

Claro que, por otro lado y por supuesto, hay testimonios de los que conocemos en este libro que también están transcriptos (y montados, diría la autora). El más importante quizás sea el de Patricia Walsh, y a él se suman el de la dueña de la casa de la calle Corro (la casa en donde Victoria Walsh perdió la vida) y sus hijos. Quizás lo más interesante de estos testimonios sea lo que ayudan a no saber. Hay en ellos vacíos, versiones, diferencias. Quizás estén allí para volver a demostrar ese vapor que recorre el libro entero: los testimonios son múltiples porque son múltiples las experiencias. Cada uno de ellos vale, pero también vale lo que se hace con cada uno de ellos.  Porque sin discutirlas, este libro es también a su forma, un libro contra la lógica de las pruebas. Hoy que el negacionismo oficial quiere desconocer o reducir los crímenes de Estado exigiendo el recuento de los muertos que ellos mismos se encargaron de borrar, este gesto es subversivo.

El romancero y otros géneros

De los géneros de tradición oral, el romancero es uno de los más viejos. Al principio era poesía que cantando, contaba. Lorca, hombre lleno de deseos, los retomó para un pueblo “menor”: los gitanos. Vicky leída por Walsh puede recordarnos algunos versos del romance sonámbulo “porque yo ya no soy yo/ ni mi casa es ya mi casa”. Esta asociación me viene de forma inmediata porque cuenta, María Moreno, que otros a su vez cuentan, que en sus últimos días en la ESMA Norma Arrostito se ocupaba de repetir de memoria, una y otra vez, el romancero gitano.

Se nos cuelan, los géneros, y son lo que nosotros hacemos de ellos.  “De la voz de la sangre”, escribe María Moreno (y yo leo allí un romance de Rafael León que habla, oh casualidad, de un aborto no realizado) “a la sangre derramada”, título de un poema de García Lorca en donde la voz de un toro no quiere ver la sangre del torero muerto. Cuenta que cuentan, María Moreno, que el colimba que vio a Vicky matarse fue paralizado por la angustia y la depresión.

Victoria, Norma, Marta, Ana María. Nombres de mujeres combatientes recorren el libro. Albertina, María Eva, y tantos otros nombres de hijas. Y también nombres colectivos que vuelven a sacarnos de los lugares cómodos. Porque si las madres que empezaron a juntarse a partir de la búsqueda primero de sus hijos y después de la justicia tenían la sangre azul que otorga la maternidad, los cuerpos no sexuados, las nueras, viudas, ex parejas de los combatientes desaparecidos representaban la sangre plebeya, la que aún y a pesar de todo, todavía podían gozar. Gracia divina, gracia femenina, esto no impidió alianzas en la lucha conjunta (y que les vayan a hablar de sororidad).

Y por si faltara algo por recorrer, también aparecen aquí los cuentos infantiles. ¿O no es perverso que el mundo de Peter Pan, donde los niños permanecían secuestrados, se llame igual que el nuestro, el país del nunca más?, ¿o no es extraño que ese lugar en donde no se está ni viva ni muerta -como Blancanieves o la Bella Durmiente- haya sido nuestro territorio?

Así es. Hay que aprender de los gestos de otros, de otras, y renovarlos. Si Walsh manipuló los géneros, Moreno levanta el guante. En su libro, con el subtítulo “nota al pie” incluye su propia biografía. Porque ella estuvo, vivió, cultivando el grotesco de una “rebelión sin camaradas”. La fiebre de la escritura le sigue representando un espacio de resistencia y de proyección. Porque a la revolución hay que hacerla. Y será socialista pero también será queer, pop, feminista. O minga.