Martin Kohan: “Glosa es la mejor novela política de la literatura argentina”
Entrevista: Juan Mattio, Pedro Perucca / Fotos: Malena Q
Sonámbula entrevistó al escritor y crítico literario Martín Kohan. Este es un recorte de lo que fue un extenso diálogo que transitó por temas como las tradiciones literarias, las funciones de la lectura y de la escritura, la condición de escritor. El autor también presentó en esta conversación un debate en torno literatura y el compromiso político, proponiendo nuevas formas de pensar esa relación.
-Todo escritor que toma posición desde el campo de la izquierda se enfrenta a una pregunta: ¿cómo se conectan la práctica literaria con la práctica política? En nuestra tradición hay algunos modelos. Tal vez el más emblemático sea la posición de Rodolfo Walsh, pero es claro que existieron y existen otras estrategias para esa articulación ¿Cómo te planteas vos este problema?
–Lo veo como un problema, precisamente. Por lo pronto, si uno piensa desde Walsh aparece una cuestión fundamental que es la cuestión de la función literaria. Creo que está ahí el modelo de Sartre, esa formulación del compromiso que se transformó en un paradigma del siglo XX. Sartre, en su planteo, excluye a la poesía de su noción de literatura comprometida. El predominio de la dimensión formal, que asigna Sartre a la poesía, frustra la posibilidad de compromiso político. Esa es toda una definición y plantea un problema.
A mí, en lo personal, diría que me plantea un problema doblemente porque esa premisa del predominio de la dimensión formal yo se lo asigno a la literatura entera. Para mí no es un rasgo del género poético específicamente, para mí la mediación de lo formal define toda la literatura.
Ese problema me parece que se desglosa en lo que serían dos términos distintos pero que a veces se usan como intercambiables: ¿el compromiso de la literatura o el compromiso del escritor? Porque no es igual. No es igual la idea del modo en el que un escritor toma posición o interviene desde su condición de escritor o intelectual (que no es intercambiable con la de escritor, pero que se pueden superponer) y lo que sería una división política de los temas de la literatura.
En el caso de Walsh, yo creo que esto es sintomático. En Operación Masacre se propone un tipo de intervención que no sólo plasma una denuncia si no una intervención concreta, es decir, tiene la expectativa de actuar en su presente y producir un efecto sobre el estado de cosas. Eso quiere decir que el propio Walsh percibe que para dar potencia a esa intervención tiene que dejar de lado la ficción. Y para mi ahí resuena la expulsión de la poesía por parte de Sartre.
Durante mucho tiempo nos dispusimos a creer que a Walsh lo balean en la esquina de Entre Ríos y San Juan como consecuencia de la Carta Abierta a la Junta y su puesta en circulación. Pero Horacio Verbitsky desmintió esto. Demostró que cuando se lo llevan, los militares no sabían todavía de la Carta. Creo que ese es el último momento de confiar en la eficacia de la palabra escrita. La creencia de que la palabra escrita perturba, molesta, trae consecuencias. Y la evidencia de que no se lo llevan por eso, sino por su militancia política activa y su relación con la lucha armada, me parece que es un momento de detonación del conflicto en el imaginario de la eficacia.
-Si bien la posición de Walsh se vuelve más nítida, su generación produjo otras posiciones desde el campo de la izquierda. De Ricardo Piglia a David Viñas, pasando por Abelardo Castillo o Haroldo Conti. ¿En qué tradición o con qué escritores te sentís en diálogo en relación a este tema?
-Yo abro el abanico a Viñas, a Piglia, porque no pienso la literatura como la pensaba Walsh. Mis ideas van por el lado de la mediación, de todo eso que parece un obstáculo, una demora. Creo que lo otro es la ilusión de la eficacia. Yo creo que, salvando todas las distancias, el antecedente de la posición de Walsh – que confía tanto en el poder de la palabra escrita y en la interpretación política de la palabra- es Sarmiento. Es el otro que cree, cuando escribe el Facundo, que la gente está pendiente de lo que él escribe. Y ese es un gesto que a mí también me resulta atractivo: el escritor que escribe y el dictador que se preocupa. Porque su fantasía es que Rosas lo lee. Y, de hecho, piensa que Rosas cae un poquito a causa de Caseros pero fundamentalmente a causa del Facundo. Esa es la fantasía de la eficacia del escritor, pero yo creo que no funciona así. La literatura compone imaginarios, recompone imaginarios, habilita líneas de sentidos, desarma líneas de sentido de un modo inexorablemente más lento, más mediatizado.
A mí me interesa buscar las formas de relación entre literatura y política porque de otra manera la literatura va a quedar como desalojada del problema. Lo que yo señalaría como lugar de articulación viene por parte de un escritor que no sé si mencionaríamos al pensar en esta articulación y es Juan José Saer. Él es uno de los escritores que trabaja la narración, la prosa, con un grado de esteticismo y de cuidado formal mayúsculo. Sartre lo pondría junto a los poetas y lo echaría. Sin embargo, me parece que la manera en que literatura y política se conjugan en textos como Glosa o Cicatrices es paradigmática. Para mí Glosa es la mejor novela política que tenemos. Y alguien puede preguntar: ¿Glosa? ¿Que tiene páginas y páginas describiendo cómo un personaje baja un pie del cordón y pisa el asfalto? ¿Que tiene una página entera sobre cómo un personaje le agarra el saco al otro? Sí, esa es para mí la novela argentina.
Las tradiciones más fuertes de la literatura argentina con un imaginario de izquierda son aquellas que retoman la línea del compromiso, de la literatura de denuncia, diríamos la tradición de Boedo, del realismo, de la representación de las injusticias sociales, de la literatura de mensaje. En todas ellas hay cierto predominio contenidista o tematicista. Son literaturas de la certeza y es todo lo contrario de lo que a mí me interesa en la literatura. Y en algún sentido se podría suponer que desalojando la certeza del mensaje uno está desalojando la política. Esa discusión se puede dar de muchos modos. Uno es Saer, la lectura política de Saer. Hacer de Saer el escritor político. Piglia, que hace algo parecido con Macedonio Fernández, quien era leído como una especie de precedente de la tradición Florida, los esteticistas, los formalistas, etc. Cuando Piglia dice la novela política es El museo de la Novela de la Eterna, y arma el círculo Macedonio-Arlt, los complot contra el Estado, introduce una concepción de literatura política que no se esperaba. Uno diría: Castelnuovo denuncia las injusticias sociales. Piglia dice: Macedonio. Ahí hay política.
La política piensa la literatura
-Nos interesaba pensar qué tipo de representaciones construye el campo político de la literatura. En aquellos que hacen política –y sabemos que esto tiene sentidos múltiples, desde los políticos profesionales hasta el campo popular- ¿qué tipo de imagen se construye ahí de la literatura?
-No sé cómo la perciben. Ni siquiera sé si la perciben. Hay un momento, que es este, donde uno entra en la esfera de la depresión. Porque hasta ahora hemos venido hablando de la potencia política de la intervención: Sarmiento, Walsh. La eficacia en la intervención del imaginario o la eficacia de la mediación, la capacidad de introducir otro orden en el sentido, etc. Pero en términos sociales, ¿qué incidencia puede tener si un libro de literatura argentina contemporánea ronda los setecientos lectores? Para tomar dimensión: hace un tiempo Telefé dio de baja una novela que iba a las ocho de la noche porque medía 1,5 de rating. Eso significa, digamos, 150 mil personas o algo así. Ningún libro vende 150 mil ejemplares. 1500 se considera muy bien. Estamos manejando una escala modestísima. Un editor dice que un libro funcionó si vendió mil ejemplares. ¿En cuánto? Si vende mil ejemplares en tres meses, estamos hablando de un batacazo. Entonces, por un lado podríamos pensar cómo la literatura altera un régimen de sentido, cómo altera una idea de representación o, para seguir con el ejemplo de Glosa, podemos pensar cómo politiza la literatura no desde el realismo sino desde una posición antirrealista, cómo evita avanzar sobre la certeza de la representación y genera una literatura política que pone en duda la posibilidad de representación. Y así le asignamos un lugar a la literatura y estamos muy felices; pero en cuanto queremos pasar a otro tipo de articulación, que sería pensar cómo funciona todo esto en la realidad política, la respuesta es: nada. Porque aún en Glosa –que es la novela por la que yo me hubiera cortado una mano por haber sabido escribir, y no lo supe y ya no lo voy a saber- si la queremos trasponer a la cuestión de la incidencia sobre un estado de cosas, no queda nada.
Socialmente hay una disparidad enorme entre el prestigio de la lectura y las condiciones reales y efectivas de lectura. Y muchas veces sucede que ese prestigio funciona como obstáculo. El ejemplo de Borges: cualquiera puede decir que es un genio pero casi nadie lo lee porque, precisamente, es un genio y entonces es muy difícil.
Y es lo que uno percibe en la política –aunque habría que empezar por desglosar este campo porque no es lo mismo la izquierda, el kirchnerismo o el macrismo- pero hay algo de esto. El fetichismo por los escritores –que a mí siempre me parece siempre ridículo- pero sin lectura de por medio, que termina resultando una admiración hueca. Detesto el culto al escritor en tanto escritor, porque esa veneración vacía para lo único que sirve es para satisfacer el ego de los escritores y para calmar la conciencia de los no-lectores.
-En otra escala, también pensábamos en la percepción del campo popular, de la militancia, sobre las figuras del escritor o del lector, como si hubiera un conflicto entre las temporalidades. Se percibe a la lectura como actividad lenta y se demanda un paso hacia la acción.
-Creo que se trata de la vieja dicotomía entre literatura y acción. Se asigna a la literatura un lugar de inactividad y a la lectura el lugar de la inacción. Pero eso es percibido así en la actividad política y también en la vida cotidiana. Una escena típica de esto sería la interrupción de alguien que está leyendo cuando llega otro y le dice: ya que no estás haciendo nada… Creo que ahí hay una cuestión que es pensar la acción como un mandato. Es la escena que ha trabajado Piglia cuando Walsh interrumpe la partida de ajedrez, que es el momento autónomo, y sale a la calle dónde está la política. Creo que en el fondo, desde esa concepción, se presupone el carácter no-político de la literatura. Y es paradójico que sean aquellos que creen que es posible una literatura comprometida los mismos que suponen que la escritura o la lectura no son un hacer y que hay que pasar a la acción.
Lo mismo sucede con la politización de la literatura, porque si uno considera que hay que politizarla es porque supone que, de por sí, no es política. Y yo creo que la literatura sí es política y que no hay que quitarle la dimensión formal para politizarla, como tampoco creo que haya que pasar de la literatura a la acción. La literatura es acción. Lo que no quita que, como cualquier ciudadano, un escritor no pueda terminar su trabajo e ir a una manifestación o a la toma de una fábrica. Porque si no, otra vez, entramos en el fetichismo de los escritores.
-¿Y qué tipo de representaciones sobre la literatura creés que se podrían encontrar en esos campos que nombrabas antes: kirchnerismo, izquierda y macrismo?
-Me ha tocado circular en algunas ferias de libro y los discursos inaugurales los hacen, por lo general, los gobernadores, los intendentes. A mí me interesa escuchar a los políticos hablando de literatura en esos ámbitos. Aunque sea por protocolo o en textos preparados por un asesor. Habría que sistematizar esas intervenciones. Por ejemplo, escuché el discurso Cristina Kirchner en la Feria de Libro de Frankfurt. Yo pude notar ahí mi relación con el kirchnerismo porque me motivó a acuerdos y desacuerdos. Estaba ahí, ¿cómo llamarlo?, el canon peronista: Discépolo, Oesterheld, Jauretche, Marechal y noté un movimiento interesante que es la incorporación de Cortázar al campo nacional y popular. Pero no estoy tan de acuerdo en cómo hacen entrar a Cortázar ahí. También veo el retorcimiento con Borges porque no pueden no nombrarlo, pero al mismo tiempo no les cierra. ¿Qué hay detrás? El intrincamiento del peronismo con Borges.
Por eso decía que no es posible una única formulación. En el campo de la izquierda es muy interesante el modo en que se despliegan tradiciones literarias, tradiciones estéticas, todas a discutir porque son modos de poner en relación literatura y política. La línea Lenin, la línea Trotsky. Hay un nivel de elaboración que a mí me interesa muchísimo. Con el peronismo podemos pensar en los políticos que hacen discursos sobre literatura, como el caso de CFK en Frankfurt, pero también podemos pensar en Horacio González, en Ricardo Foster, en un abanico de discusiones que son estimulantes. Y en el presente nos encontramos con que el gobierno no puede elegir una frase de Borges para poner en el subte porque le atribuye una que no pertenece a Borges, entonces el asunto se vuelve muy desolador.
El escritor como trabajador.
-Una de las formas para resolver esta articulación entre literatura y política es la idea de considerar al escritor como un productor y desde ahí se abren una serie de preguntas ¿El escritor es un trabajador? ¿Puede organizarse? ¿Es posible imaginar un sindicato de escritores?
-Hace poco circuló una declaración que yo no firmé porque tengo una enorme cantidad de dudas. Estoy de acuerdo con la formulación inicial y comenté con los compañeros que efectivamente estoy en contra de todas las formas de desmaterialización metafísica y espiritualista del escritor. Reivindico el gesto de Arlt, en el prólogo de Los lanzallamas, de enfrentar a los escritores que viven de rentas y tienen todo el tiempo del mundo, porque eso es la desmaterialización no solo corpórea sino económica del universo de la literatura y eso sólo puede verse como un lujo de la gente que tiene plata. Entonces, yo me reconozco en la tradición del escritor que se gana el mango.
Pero en la declaración hay un paso hacia la demanda y es ahí donde el asunto no me queda tan claro. Porque una cosa es reconocernos en esta condición de trabajadores y por lo tanto de explotados y la otra es, por ejemplo, pedir la jubilación para escritores. Estoy de acuerdo pero ¿con qué aportes?, ¿cuánto valor producimos? Por supuesto que nos pagan menos que el valor que producimos, en eso consiste la explotación. Pero si vendemos mil ejemplares al año y aunque en vez del 8 por ciento las editoriales nos dieran el 30 ¿Cuánto sería? Los escritores no producimos guita. Tenemos una altísima producción de valor simbólico pero la demanda no está en el nivel metafísico o abstracto sino que intenta pensar la materialidad de un trabajo. ¿Cuánto valor producimos? Si vos publicás una novela que se vende a 200 pesos y se venden mil ejemplares en el año, estamos hablando de 200 mil pesos. Eso, a su vez, tienen que dividirse en 12 meses, ¿qué nos da? 16 mil pesos por mes. Y esto desde una mirada optimista, desde una novela a la que podemos decir que le fue bien. La pregunta es, en lo que es plausible de ser generalizado, ¿cuánto producimos? Si tengo que aportar a una caja para jubilarme como escritor tengo que sacar de mi sueldo docente. Se habla de literatura y mercado cuando, llegado el caso, el problema es que la literatura no tiene un mercado.