Mary Shelley: la monstruosa Eva

Por Lucía Cytryn

A 200 años de su publicación, Lucía Cytryn aporta una lectura en clave feminista de Frankenstein o el moderno Prometeo, título clave de Mary Shelley -o Mary Godwin Wollstonecraft-, una escritora cuya vida, siempre cargada del mandato desobediente de sus padres, fue un aspecto fundamental de su obra.

 

Mary Godwin nació el 30 de agosto de 1797 en Somers Town, Londres. Once días después, su madre, Mary Wollstonecraft, murió por las secuelas del parto. Mary, junto con su media hermana Fanny Imlay -hija de Wollstonecraft con un oficial estadounidense- quedó al cuidado y crianza de su padre, William Godwin, que pronto contrajo matrimonio. La esposa, Mary Jane Clairmont, vivía con sus hijos en la casa lindante y se convertiría en una suerte de madrastra mala que la obligaría, con solo diecisiete años, a vivir lejos de su padre y sus hermanastres. La lejanía del padre y la muerte de la madre harían de Mary una lectora atenta de la obra de ambos filósofos.

Godwin fue un pionero del pensamiento anarquista: escribió sobre la abolición ideal de todo tipo de gobierno político y planteó la inexistencia de principios innatos de conducta humana; el hombre, sostenía, es perfectible mediante la educación. Lo más probable es que el pensamiento de Godwin y el de Wollstonecraft se influenciaran mutuamente, pero lo cierto es que un año antes de la publicación de Investigación sobre la justicia política y su influencia en la virtud y felicidad de la gente, el texto más radical de Godwin, su esposa publicaba Vindicación de los derechos de la mujer (1792), que continuaba su Vindicación de los derechos del hombre (1790).

Wollstonecraft discutía, entre otras cosas, la desigualdad educativa a la que eran sometidas las mujeres y planteaba que esta desigualdad era fundante de las desigualdades jurídicas y morales, injusticias que también había denunciado Olympe de Gouges en la Declaración de los Derechos de las Mujeres y de las Ciudadanas (1791), antes de ser guillotinada por la radicalidad de sus escritos. El destino de Mary, bastante más amable, no estuvo exento, sin embargo, de un fuerte ostracismo y rechazo social que le valió incluso un intento de suicidio. Como un dato curioso de su biografía, se cuenta que Wollstonecraft habría sido resucitada, luego de tirarse de un puente al río, mediante las técnicas del galvanismo que años después darían vida a la criatura del Doctor Victor Frankenstein.

La filósofa, considerada una pieza clave del pensamiento feminista moderno, discutió con Rousseau y planteó, como lo haría Godwin, la inexistencia de inferioridades innatas de la mujer respecto del hombre. No obvió, sin embargo, la diferencia física; Wollstonecraft especulaba que, en todo caso, allí se fundaba la falsa creencia de la inferioridad de las mujeres. A ese respecto escribió en Vindicación de los derechos de la mujer: “Probablemente la idea prevaleciente de que la mujer fue creada para el hombre haya surgido de la historia poética de Moisés; no obstante, como se puede presumir que muy pocos de los que le han dedicado algún pensamiento serio al asunto han creído jamás que Eva era, literalmente, una costilla de Adán, debe permitirse que la conclusión se venga abajo o sólo se admita para demostrar que el hombre, desde la antigüedad más remota, ha considerado conveniente ejercer su fuerza para dominar a su compañera y emplear su imaginación para manifestar que ésta debía doblegar su cuello bajo el yugo porque toda la Creación fue fundada de la nada para su conveniencia y placer”.

La vida de Mary Godwin Wollstonecraft (hija) es un aspecto fundamental de su propia obra. El mandato desobediente de los padres se puede leer en sus escritos pero también en su propia familia, que distó de cumplir con el ordenamiento que exigía la sociedad moderna. Cuando comenzó su romance con Percy Shelley, a quien había conocido como discípulo de su padre, el poeta estaba casado; junto a Claire Clairmont -hermanastra de Mary y también amante de Lord Byron- los tres emprendieron un viaje por Europa que definiría el estilo de vida nómade de la escritora y el poeta. Durante ese mismo viaje, en 1816, Mary comenzó a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo. Cuando dos años después se publicó la novela, la pareja ya estaba casada -la primera esposa de Percy se había suicidado en Inglaterra-  y Mary había adoptado el apellido por el cual sería reconocida hasta hoy.

El libro fue un éxito desde la primera publicación, aunque su autoría (anónima) fue adjudicada a su esposo, no sólo porque el prólogo había sido escrito por él sino, sobre todo, por la dedicatoria  a William Godwin que rezaba en la portada. Cuando por esos años creció el rumor de que el libro había sido escrito por Mary, el público no lo creyó, por considerarlo demasiado escabroso para la mente de una mujer. En 1823, a razón del estreno de la adaptación teatral, se imprimió la segunda edición del libro, esta vez con el nombre de su autora. La representación en el teatro pronto aceleró  la fama de Mary Shelley y de su novela y el nombre de Frankenstein cobró vida propia al convertirse en una metáfora de uso popular. Y no es menor: cada reapropiación de la novela comprueba su tremenda actualidad y reafirma, entonces, su condición de clásico.

La teoría feminista aporta, en este sentido, varias aristas de análisis. En The Madwoman in the Attic (1979), Sandra Gilbert analizan la introducción de Mary Shelley a su novela postapocalíptica El último hombre, donde a partir del presunto hallazgo en 1818 de las hojas proféticas de la Sibila de Cumas relata las peripecias de Lionel Verney a fines del siglo XXI, quien resultaría ser el último hombre vivo. Desde una perspectiva que toma simbolismos de corte biologicista -lo cual no debe sorprendernos en una lectura desde el feminismo setentista- las críticas encuentran que el hallazgo de Shelley de las hojas sibelinas en la cueva y su deber de reconstruirlas o volver a armarlas (re-member) es, a su vez, la necesidad de reconstruir una memoria femenina. Esta escena, narrada y protagonizada por Shelley, es profundamente mitológica e incluso fue retomada (así lo creo) por Margaret Atwood en El cuento de la criada; en el hogar de una madre creadora -pues la forma de la cueva es igual a la del vientre y funciona como una “casa de la tierra”, dice Gilbert-, que trabaja con los elementos de la naturaleza para contar la historia del futuro, Mary Shelley subraya la impronta materna y el carácter mítico de la creación. Las hojas dispersas, destrozadas y desordenadas son piezas de un rompecabezas que sólo ella puede juntar gracias a un saber que se le aparece intuitivo.

La lectura de Anne Mellor se relaciona con este carácter mítico de la creación y se inscribe dentro de las más clásicas de la obra en el sentido de una crítica ética de la ciencia. En Mothering Monsters: Mary Shelley’s Frankenstein, Mellor analiza la figura del científico como representante de la matriz patriarcal, deudor de una genealogía científica constituida por otros hombres que buscaron el dominio (contrario a la descripción) de la Naturaleza. La intervención misógina por excelencia es, entonces, el reemplazo de la gestación orgánica de la madre (o Madre) por la labor técnica del varón. Victor Frankenstein, argumenta Mellor, no puede amar a su criatura por más inocencia que tenga al cobrar vida, porque no es una madre: la propia naturaleza termina por enfermarlo como castigo de su “crimen contra natura”. Pero, además, decide destruir a la criatura femenina que luego ensambla -y que sólo existirá en el cine gracias a James Whale- por miedo a su sexualidad: posiblemente independiente (“ella también podía rechazarlo asqueada, en favor de la belleza superior del hombre”, se lee  en la novela) y siempre reproductiva (“uno de los primeros resultados de esa simpatía que el demonio tanto ansiaba, serían los niños, y una raza de diablos se propagaría por la tierra”). El poder de la mujer es su propia anatomía y a eso le teme, y contra eso interviene, el científico.

Esta lectura, si bien atinada, encuentra sus limitaciones en la propia concepción de naturaleza y organicidad que propone o que, dice, extrae de la propia Shelley. Más precisa es la segunda crítica que aparece en The Madwoman in the Attic, “The monstrous Eve”, centrada en la reescritura de Paradise Lost que elabora Frankenstein. La criatura del Doctor Frankenstein aprende a leer con el libro de John Milton y de forma intuitiva busca la identificación con sus personajes (masculinos): Adán, Dios, Satán. Por un lado, la consecuencia de la lectura es llamativa; se lee para conocer el mundo y para hallar un espejo. Pero además, en el libro como espejo se halla la exhibición del procedimiento propio de la novela, cuyos personajes recrean, ellos mismos, el relato de Milton. El así llamado Monstruo no se reconoce en los personajes masculinos que lee, por la sencilla razón de que su historia es la historia de Eva: el verdadero subtexto a su propia narración, el “conocimiento único de lo que significa nacer sin historia, que Milton atribuye a Eva pues es a Adán a quien Dios y los ángeles proveen de visión sobre su pasado y futuro; su orfandad; su falta de nombre; su deformidad; todas estas cosas lo unen con Eva y con el doble de Eva, el Pecado.”

Eva muerde la manzana y es expulsada a una vida errante porque su cuerpo no se hizo a la imagen de Dios sino que es su versión deforme, obscena y sin moral. La criatura le devuelve a su creador el reflejo grotesco de su propia naturaleza feminizada como paradigma de la alienación de la mujer en un mundo patriarcal; en este sentido, resulta por lo menos curioso que el monstruo sin nombre haya paulatinamente tomado, en la cultura popular, el de su creador. Gubar retoma, entonces, el mito de la Madre y la parábola de la Caverna, y señala que la criatura-Eva plantea, precisamente, eso: “el individuo sin historia, sin linaje, no es otro que la mujer y su propia monstruosidad no es sino el reflejo de un aparato social excluyente.”

Volviendo a Wollstonecraft, a Godwin y a la inexistencia de caracteres innatos de comportamiento humano, tiene sentido leer a Mary Shelley desde el ideal regulatorio de Foucault y pensar al científico desde el conocimiento situado de Haraway; en otras palabras, afirmar que Frankenstein es una crítica feminista de la ciencia como creadora de cuerpos y sujetos abyectos que existen como resto de la normatividad de (otros) cuerpos y (otros) sujetos. Esta novela importa en la medida que la diferencia continúa siendo biologizada a través de mecanismos crueles como la misoginia, la transfobia, el racismo, la xenofobia y todos los demás modos de nombrar lo que nos sucede con lo que no se ajusta a la hegemonía de la imagen. Importa, entonces, porque muestra lo que esconden estos mecanismos de dominación: su arbitrariedad.