Más tiempo en casa / Recuerdos de «los años de perro»

Leandro Alba y Marcelo Simonetti, integrantes del equipo editorial de Sonámbula, comparten dos textos sobre lo que significó el fallecido ex presidente Carlos Saúl Menem para toda una generación. Un texto desde la memoria emotiva de lo que implicó para millones de trabajadores y trabajadoras la verdadera pandemia de clausura y cierre de empresas que vivió el país durante su mandato. El otro con toda la bronca y el dolor que implicó para un militante de izquierda transitar esos nefastos años 90 en que el país se transformó a imagen y semejanza del neoliberalismo triunfante, con el peronismo jugando como principal agente de la posverdad.

 

Más tiempo en casa – Por Leandro Alba

Se murió M dice el noticiero mientras chupo el primer mate de la mañana. Muestran imágenes de archivo. Fotos que son, de algún modo, las de mi niñez. Las que me enseñó esa otra integrante de la familia que nunca se callaba. La tele. Un petiso con los labios hinchados por la risa desbordada, patillas largas y blancas, posando con una flamante Ferrari. Otra con los Stones, con Charly. Con el Diego. Nuestro Diego. Con esas imágenes, llegan atados otros recuerdos. Mi guardapolvo blanco, la primaria en la escuela 8 en Haedo. Y desde ese lugar, llueven fotos. Fotos que no fueron.

Todas las familias tienen un álbum propio. Los primeros pasos del nene, la comunión, el juramento a la bandera. La Navidad. Muchas de las cosas de las cuáles renegamos, que fueron ley y hoy son nostalgia.

Pero también hay un álbum que no fue. Que existe y está hecho de fotos que no fueron. Fotos que, de algún modo, también conservamos en nuestra memoria. Y descansan. No duermen, apenas reposan hasta que un movimiento, un grito, una llamada los sacuden. O una noticia. Y salen a la luz.

La foto que regresó hoy es de 1995. Tal vez de 1994. Para el caso es lo mismo. Vivíamos sobre Constitución, en Haedo. Veo con claridad a mi viejo frente al televisor. Estaba sentado. Por, sobre todo, cansado después de las doce horas en la fábrica. El volumen bajo permitía que se filtre la musicalidad de lo cotidiano. La cuchara raspando el tarro de la azucarera, el sonido hueco de la lata de yerba. La pava sobre la mesa, a un costado. Sola. Lejos de las galletitas de agua, en penitencia. Despedida de la merienda. El mate enfrente, que un rato atrás había estado largando ese vapor que sacan los dibujitos cuando están enojados. Cuando tienen rabia. El mate servido hasta el tope en su mano. Los palitos flotando. Frío. Mi viejo lo sostenía con desdén, como quien tiene un micrófono para gritar, pero son tantas las cosas por decir que solo puede recitarlas el silencio. La balerina en la otra mano. Estrujada, como si aquel trapo amarillo fuese el responsable de todo.

Era verano, pero él tenía puesta su campera. Para mí, esa campera enorme era una especie de chaleco antibalas que hacía que a mi viejo nunca le pasara nada. Un símbolo de protección. Eran contadas las veces que lo había visto sin ella. En Mar del Plata, por ejemplo, en la casa de la abuela Pocha, no la usaba. Mejor dicho, casi no la usaba. La agarraba solo si salíamos a caminar por la Rambla. Mi vieja le decía “Aaaaaaadoool, ¿eso te vas a poner?» Y mi viejo sonreía con un gesto cómplice, como alguien atrapado en una picardía que no puede evitar porque esa es su esencia. Su identidad.

Esa campera se la ponía cada mañana, a las cinco. Lo sé porque venía a saludarme y escuchaba el ruido de la tela rozando el empapelado hasta llegar a la habitación en la que dormíamos con mi hermano. Esa habitación la había hecho él luego de cerrar el patio y ponerle un techo de policarbonato y machimbre. Todavía siento el eco de las gotas rebotando. Cada vez que caía agua, una maratón de hormigas gordas corría arriba nuestro.

La campera tenía el nombre de la fábrica atrás. Casi, porque había empezado a desaparecer. Algunas letras se habían despegado. A veces venían compañeros de mi viejo a casa. Todos tenían la misma campera. A todos se les perdían letras distintas. Parecía como si alguien estuviera jugando al ahorcado con ellos, sin que lo supieran.

Ahora vuelvo a esa foto que no fue. Apago la tele. Me concentro en ella. Intento atrapar todo lo que se me escapó. Trato de inundarme del ambiente, de empaparme en la memoria. Y de hacer pie.

El primer quejido me llamó la atención. Hasta pensé que había sido un estornudo de la Michi. Pero fue más profundo, más sentido. Más humano. Una tras otras, como las gotas de la lluvia que caía en mi habitación-patio, las lágrimas de mi viejo brotaban con furia.

No supe qué hacer. Los chicos nunca saben qué hacer cuando los grandes lloran, porque siempre es al revés.

Recuerdo, sobre todo, la mano de mi vieja acariciándole la espalda, como lo hacía cuando yo me caía de la bici. Como lo hizo la última semana de maullidos de la Michi, anticipando un final que yo, a esa edad, no conocía. Recuerdo la voz suave de ambos. El susurro compañero. Su caminar lento hasta el baño. Y las palabras de mi vieja en su ausencia.

“Desde hoy, papá va a estar más tiempo en casa”.

Cierro los ojos y todavía lo vuelvo a ver saliendo del baño. Fresco. Casi repuesto. Sin su campera era otro. Parecía más flaco. Hasta más joven.

Me quedo con esa foto que no fue, pero que regresa. Mi viejo con los ojos hinchados y una sonrisa que empezaba a ser.

Esa semana me explicó cómo hacer panqueques. Quemé algunos, pero, por alguna razón, nunca volví a comer otros que fueran igual de ricos. Hicimos pan dulce y churros, también. Pero los últimos no me dejaba hacerlos, porque había que usar aceite caliente. Yo quería ponerles dulce de leche por dentro, pero no encontramos la forma. Así que se lo poníamos arriba.

Un tiempo después me enseñó a pedalear de forma correcta, porque yo me trababa. Me enseñó a lavar la bici, porque uno es lo que cuida, me dijo. Y, también, le sacó las rueditas. Me sentí desprotegido. Pero era algo que tenía que superar, me dijo. Me curó las rodillas y me sopló las frutillitas que se formaban. Una y otra vez. Cada vez que me caía, ahí estaba. Por sobre todo, esos días, mi viejo me enseñó a ponerme de pie.

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Recuerdos de «los años de perro» – Por Marcelo Simonetti

Mi papá era peronista. Mi abuelo era maquinista de tren y cuando mi viejo tenía 10 años, su familia ya vivía considerablemente mejor. Él nació en 1939. Era muy difícil ser un trabajador y no ser peronista en ese momento, y mucho menos en Mendoza. Difícil porque la vida de los trabajadores había mejorado considerablemente y porque si te parabas a la izquierda del peronismo te perseguían hasta abajo de la cama. Cuando bombardearon Plaza de Mayo y vino el golpe de Estado mi viejo tenía 16 años y se hizo más peronista aún.

Antes de cumplir los 20 se vino a Buenos Aires. Según él, estudió abogacía. No sé si es verdad, pero imagino que ahí se hizo más activo políticamente. A mediados de los 70 nací yo y mi viejo ya se consideraba muy peronista. Reivindicaba a Montoneros. Recuerdo que después de que murió encontré entre sus cosas algunos números de la revista “El Descamisado”.

Recuerdo que en los 80 se reivindicaba peronista todavía. Yo tenía algo menos de 15 años. La idea que explicaba era más o menos así: el mundo está dividido en dos partes opuestas. De un lado nadie tiene hambre y todos tienen donde vivir. Del otro, hay hambre, gente sin techo y violencia. Uno de sus sueños era ir a Cuba con mi madre. Ensalzaba a Castro y a Guevara. Y a Perón. Puteaba a Alfonsín porque decía que era un gorila radical que nos mataba de hambre con la inflación.

Por su intermedio, a los 14 o 15 años empecé a leer a Benedetti, a Cortázar, a Tejada Gómez… Toda la liturgia del estalinismo sudamericano. Él también daba vueltas en su música: Mercedes Sosa, Horacio Guaraní, Viglietti. No es casualidad que a esa edad yo empezara a comprar el pasquín de “Patria Libre”, que en la tapa tenía las caritas de Eva, del Che y el logo de “Las Malvinas son argentinas”. Era ese collage, que se superponía con el castrismo, lo que mi viejo consideraba que era el peronismo.

En 1989 mi viejo fue a votar a Menem contento. Porque tenía un discurso nacional e históricamente “peronista”. La revolución productiva debía tener que ver con la industrialización del país y con todo lo que para un peronista implica eso. Yo ya salía a toda hora de mi casa. Casi no estaba ahí. No llegué a militar en Patria Libre, solo marchaba con ellos. Hasta que en una de esas marcha nos reprimieron duramente y ahí conocí al trotskismo y me quedé con ellos.

Antes, cuando yo me acercaba a Patria Libre, pensaba que estaba haciendo lo correcto para mi padre. Era el lugar donde mi padre había estado. Pero un día me sorprendió diciendo que ahí “me usaban”. Porque Patria Libre denunciaba que Menem era un “traidor”. Mi padre decía que esos no eran peronistas. Que el de Menem era un gran gobierno. Que lo que estaba haciendo con el dólar y la inflación era “lo único que se podía hacer”. Yo le dije, que era un cipayo, un servil de los yanquis. Le dije todo lo que él decía de los milicos y los radicales. Me repitió: «Menem es del pueblo y es peronista. Te están usando».

Yo vivía entre gente de mi edad que estaba politizada. Y ahí no existían los peronistas. No había activismo peronista. Era una locura decir “soy peronista”. Porque el peronismo estaba en el gobierno. Todo el aparato. Todos sus dirigentes. Los sindicatos. Nadie decía en ese momento que “Menem no es peronista”. Y claro, nadie decía “soy peronista”. Casi nadie.

No tuve tiempo de ver cómo se hubiera desenvuelto el discurso de mi viejo porque se murió siendo peronista, o sea menemista, en 1993. Yo tenía 18 años. Pero me lo imagino, porque mi viejo era un peronista igual a muchos de los que hoy dicen lo que dicen. Mi viejo de golpe pasó a defender todo lo que había odiado y a atacar todo lo que había amado. Y lo decía convencido. Así que perfectamente lo puedo imaginar hoy junto al resto. Si hasta llegó a defender el indulto a los genocidas de sus propios compañeros. Un peronista como muchos.

Fue el peronismo en los 90 quien transformó más rotunda y dramáticamente a éste país. Sus dirigentes políticos, sindicales, sus organizaciones sociales. Todos, de conjunto. No podría haberlo hecho otro partido.

Esa década, la última del siglo XX, es la década del “triunfo” del neoliberalismo, donde la nueva forma del capitalismo se explayó a sus anchas por todo mundo. Y es también el momento donde la verdad comienza a perder carácter. La verdad comienza a ser algo que se escribe. La realidad, algo que se construye. Y ahí también Menem fue rey. Y el peronismo fue rey. Porque Macri siempre fue Macri. Pero fue el peronismo de conjunto el que se acercó a Macri. Hoy, como parte de la construcción de la realidad, se dice que “Menem no era peronista”. Y un montón de peronistas odian a Menem. Pero Menem hizo lo que hizo durante diez años no por la fuerza de las armas. No por coacción. No abandonando su partido y recostándose en otro. Lo hizo con todo el poder que le daba su partido y sus organizaciones.

Y es por eso bien sabido que ninguno de los dirigentes y gobernantes peronistas que vinieron luego dicen “Menem”. O “menemismo”. Dicen “los ‘90”. Como un fantasma. Como si hubiera sido una década maldita que se pervirtió sola, retorcida y endemoniada. Es la expresión ideal, para que el conjunto del pueblo que en los 90 no era peronista (porque el peronismo era eso que estaba en el poder), ahora diga que Menem no era peronista. Peronistas somos nosotros, dicen, y lo delos 90 no tuvo que ver con nosotros. Menem fue, sino el puntapié inicial de la posverdad en éste país, seguramente el estandarte máximo.

Y poco sentido tiene sacar los pergaminos de todos los políticos que acompañaron a Menem en los 90. Porque la burguesía no tiene ideología. O quizás sí. Pero no es importante porque está subordinada a intereses. En los 90, la burguesía nacional necesitaba de las transformaciones estructurales que impulsó el menemismo. Y nadie podía llevarlo a cabo mejor y más pacíficamente que el peronismo. Una década después, cuando la burguesía nacional necesitó devaluar la moneda, siguiendo la agenda de los países centrales, nadie pudo llevar mejor adelante ese plan que el peronismo. Con los mismos dirigentes que llevaron adelante el plan de los 90.

Menem se murió siendo senador por el mismo partido por el que fue presidente. Ocupó cargos ejecutivos y legislativos por ese partido ininterrumpidamente durante 50 años. Tardó un montón en morirse. Mientras fue presidente todo fue tan duro que se suele decir que los que militamos en esa década pasamos “los años de perro” de la militancia. Más que nada los que estamos en los cuarentipico sentimos su muerte como un viento fresco de alegría. Porque más allá de los relatos y las posverdades, lo vivimos. Entonces su muerte nos pone contentos.

Pero también sabemos que su huella está tristemente viva. Y qué hay que matarla a diario.