Matar al ruiseñor: cine y racismo
Por Silvio Schachter
Silvio Schachter aprovecha el 60 aniversariod el estreno del clásico hollywoordense Matar a un ruiseñor para recorrer no sólo el contexto de producción de la obra y su impacto en la cultura de lucha antirracista en los Estados Unidos sino también para pensar cómo hoy las pulsiones xenófobas siguen vigentes en los EEUU, en Europa y en Nuestra América.
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Se cumplieron 60 años del estreno de Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962) el film dirigido por Robert Mulligan, basado en el libro homónimo de la escritora Harper Lee. La película tuvo un enorme impacto por su contenido antirracista, contextualizado por el auge de las luchas por los derechos civiles que sacudían a los Estados Unidos. Su alegato, a pesar de las seis décadas transcurridas, mantiene vigencia frente a la reproducción de las prácticas racistas y xenófobas que atraviesan a EEUU y al resto del planeta.
La novela de Harper Lee gano el Pulitzer de 1960, fue traducida a 40 idiomas y vendió treinta millones de ejemplares. La autora, al igual que otro referente literario de ese periodo, J.D. Salinger -autor de El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye)-, escribió un solo libro y nunca dio una entrevista. Vivió toda su vida en el pequeño pueblo del sur donde nació y allí compartió la amistad infantil con otro afamado escritor, Truman Capote, autor del clásico de no-ficción A sangre fría, para el cual contó con la colaboración de Harper Lee.
“Ser un negro en este país y ser relativamente consciente es estar en una rabia casi todo el tiempo». James Baldwin
En sus vivencias sureñas, varios acontecimientos marcaron a la autora quien siendo niña conoció el caso llamado “Los muchachos de Scottsboro”: en 1934 nueve jóvenes afrodescendientes fueron acusados y condenados por la violación de dos muchachas blancas, un delito que nunca cometieron. En 1936 la situación se repite con Willan Lett, acusado falsamente por un delito semejante y condenado a muerte, pena que luego fue cambiada por la cadena perpetua. Cuando Harper Lee escribe Matar a un ruiseñor, aún seguía abierta la herida por el asesinato del adolescente de 14 años Emmett Till, apaleado en 1955 por dos pobladores por silbar a una mujer blanca. Ambos fueron absueltos.
La película, estrenada en Argentina en 1963, se sitúa en la depresión capitalista de los 30, en una pequeña ciudad sureña donde el joven afrodescendiente Tim Robinson es acusado de violar a la hija de un granjero. Los personajes principales son el abogado Atticus Finch y su hija Scout, quien oficia como relatora de la historia. Durante primera mitad, la versión cinematográfica nos muestra la vida y las actividades de Scout y su hermano Jem y la relación de ambos con su padre. Atticus se presenta como un ser íntegro, defensor de los pobres que sufren las consecuencias de la crisis económica, un hombre que posee firmes valores humanistas. “Uno nunca llega a conocer de verdad a una persona hasta que considera las cosas desde su punto de vista. Hasta que se pone sus zapatos y camina con ellos”, plantea. Es la idea que le transmite a sus hijos y es la frase con que se cierra el film
En la segunda parte se ponen a prueba los valores éticos de Atticus, quien es designado defensor de oficio y tiene que enfrentar no solo a las autoridades racistas sino también a los habitantes blancos del pueblo, que están decididos a hacer justicia por mano propia y linchar a Tim Robinson, acusado por el falso testimonio de la mujer blanca Mayella Ewell. El cuadro que se desarrolla en el tribunal tiene todos los elementos de la hegemónica cultura racista cargada de estereotipos y estigmatizante, los mismos que aun hoy sostiene el supremacismo blanco. Los asistentes están segregados, los familiares y amigos del preso solo pueden observan el juicio desde un balcón donde los únicos blancos son los hijos de Finch. El abogado defensor desarma todos los argumentos de la acusación, probando que no hubo violación y que las heridas de la muchacha fueron producto de la golpiza que le propino el energúmeno de su padre.
En su texto, Harper Lee condena al patriarcado, al machismo y su cruzamiento con las conductas racistas. Finch realiza un alegato memorable que trasciende el caso mismo, pero no puede evitar que Robinson sea condenado por el jurado blanco. El abogado cree en la posibilidad de una apelación, pero, como dolorosamente debe asumir ante los familiares del preso, esta nunca se llevara cabo porque Tim muere por el disparo de un guardia que alega un intento de fuga. En el libro son siete los disparos, lo cual no da lugar a dudas que Robinson fue asesinado. El film transmite, sin caer en lo discursivo, la sensación de impotencia ante una sociedad violenta que no ofrece ni justicia ni equidad y deja latiendo la necesidad de una transformación radical que excede la valentía de los actos individuales.
El papel del abogado Finch fue interpretado magistralmente por Gregory Peck, quien recibió un Oscar por esa actuación. Su interpretación se convirtió en emblemática dentro de la historia del cine estadounidense. Peck fue un estupendo y versátil actor que protagonizó numerosas películas, algunas olvidables, donde desempeñó los roles más diversos. Desde el capitán Ahab en la primera versión de Moby Dick de Melville, hasta el escritor Ambrose Bierce, que se pierde en el desierto durante la revolución mexicana, en la realización cinematográfica basada en el libro de Carlos Fuentes Gringo Viejo.
A pesar de los lógicos límites del film, que son producto de su época, de los códigos de Hollywood y de la mirada del liberalismo yanqui que pide un lugar destacado para los antirracistas blancos, es preciso considerar que la película se estrena luego de la persecución macartista, particularmente ensañada con los integrantes del mundo del cine, que forzó delaciones, censuró, encarceló y llevó al exilio a muchos creadores, entre ellos el genial Charles Chaplin.
«Cualquier blanco podía apropiarse de toda tu persona si se le ocurría. No solo hacerte trabajar, matarte o mutilarte, sino ensuciarte. Ensuciarte tanto como para que ni tú mismo pudieras volver a gustarte. Ensuciarte tanto como para que olvidaras quién eras y nunca pudieras recordarlo». Beloved, Toni Morrison
El discurso de Atticus sigue siendo un punto elevado en la historia del cine estadounidense. El rechazo que expresa hacia las fuerzas fascistas y racistas y la manera en que las presenta mantiene un significado tan legítimo como duradero. Por cierto no fue la primera en plantear estos conflictos sociales y políticos, pero sí la que en su momento logró mayor impacto. Así lo reconoció el mismo Martin Luther King, en su libro Porqué no podemos esperar (Why We Can’t Wait, 1964) donde, coherente con sus principios, elogia tanto al libro como a la película, valorando la postura no violenta de Harper Lee. Allí remarca que “no devolver golpes requiere más voluntad y bravura que las reacciones automáticas de autodefensa”. El film no logró eludir las controversias, particularmente entre quienes sostenían otros caminos para su emancipación, como el movimiento de Black Power surgido en los 60 y el Partido de los Black Panters, fundado en 1966. Allí surge el concepto afroamericano, como reivindicación de sus raíces, ante el término deshumanizante de negro.
A fines de los 50 y principios de los 60 se vivió el inicio de un cambio en el racista medio cinematográfico hollywoodense, hasta ese momento dominado totalmente por blancos, incorporando, aunque muy lentamente, a afrodescendientes en su seno. Para entender el significado de estos cambios, basta con recordar que durante muchos años los negros eran interpretados por blancos maquillados, o quedaban relegados a papeles de sirvientes sumisos o matronas asexuadas que únicamente servían para la crianza de los niños blancos. En 1963 por primera vez un actor afrodescendiente, Sidney Poitier, recibió el Oscar. Fue por su actuación en Los lirios del Valle (Lilies of the field). El cambio fue empujado por el clima de las intensas y multitudinarias luchas por los derechos civiles y quizás también porque muchas de las primeras figuras, directores actores y guionistas sufrieron por primera vez en su cuerpos los resultados de la persecución y discriminación, los ataques del macartismo y de una sociedad paranoizada por la propaganda anticomunista.
Si bien hubo numerosas y valiosas expresiones culturales antirracistas previas, Matar a un ruiseñor -novela y película- fue un parteaguas en la denuncia del racismo, tras el que el tema y los autores fueron cobrando reconocimiento en el mundo literario . Entre los escritores más significativos de ese periodo está James Baldwin, autor de la novela Otro Pais (Another country, 1962) y de El blues de la calle Beale (If Beale Street Could Talk, 1974 ), que narra una historia de amor atravesada por la criminalización racial, como en Matar a un Ruiseñor, donde un joven artista afroamericano es encarcelado por la falsa acusación de violar a una mujer blanca (la novela fue llevada al cine en 2018).
Angela Davis ha marcado la influencia que tuvo en su formación el haber asistido a las conferencias de James Baldwin, autor que junto a su amiga Maya Angelou, autora de Se porque canta el pájaro enjaulado (I Know Why the Caged Bird Sings, 1969), fueron reconocidos como referenciales por Toni Morrison, la primera mujer afrodescendiente en recibir el premio Nobel de literatura. En ese tiempo en el campo de la música también se radicalizaron las posiciones con figuras militantes como Charles Mingus y John Coltrane, que en su tema «Alabama» reclama por el atentado del Ku Klux Klan que en 1963 le costó la vida a cuatro niñas en una iglesia de ese Estado. No cesó por ello el hostigamiento del Estado a artistas y escritores, como la estupenda Nina Simone, quien fue perseguida por el FBI por sus posiciones antirracistas y particularmente por desafiar la prohibición de su tema Mississippi Goddamn, hasta que debió emigrar.
Ya avanzado el nuevo milenio, Matar a un ruiseñor sigue enfrentando numerosos intentos de censura, algunos concretados. El más reciente fue en 2017, cuando se la quitó del plan de enseñanza de las escuelas públicas de Biloxi, estado de Mississippi. Basta con leer algunas de las furibundas críticas de los sectores de ultra derecha contra el film Green Book (2018) para confirmar que el veneno racista sigue presente en vastos sectores de la sociedad.
Siguen matando al Ruiseñor
Los crímenes y la impunidad de los actos violentos contra la comunidad afrodescendiente continúan manifestándose, tanto en las estructuras del Estado y sus fuerzas represivas como en el comportamiento cotidiano de una parte de la sociedad que respalda a personajes como Donald Trump y a los fanáticos que reivindican sus posturas mesiánicas y fundamentalistas. La movilización y el avance democratizador en distintos ámbitos de la vida social y cultural, no ha logrado eliminar de raíz los fenómenos que tienen su origen en el genocidio de los pueblos originarios y en los siglos de esclavitud sobre los que se desarrolló el capitalismo estadounidense. Las narrativas sobre el origen de las naciones basadas en el destino manifiesto de los colonizadores blancos y cristianos, fundadas en mitos de superioridad racial, siguen legitimando los actos de dominación en el presente cuya violencia se reproduce en la actualidad.
“No podemos asumir que el racismo es sobre todo un problema para aquellos que lo padecen. El racismo distorsiona y corrompe instituciones y mentes, crea una asunción de superioridad, produce el privilegio blanco”. Angela Davis
De que el racismo es un fenómeno vivo y en acción, da cuenta el movimiento “BlackLivesMatter” o BLM (La vidas negras importan), surgido en 2013, cuando la justicia absolvió a George Zimmerman por el asesinato del adolescente afroamericano Trayvon Martin. Un año después, en el estado sureño de Misouri, al conocerse los detalles de la muerte del joven Michael Brown, asesinado por los disparos del agente de policía blanco Darren Wilson, la indignación de la comunidad local se convirtió en un estallido violento, en lo que se conoce como “Los sucesos en Ferguson”.
Desde esos sucesos se sucedieron las muertes de numerosos afroamericanos asesinados por acción policial, como las de Tamir Rice, Eric Harris, Walter Scott, Jonathan Ferrell, Sandra Bland, Samuel DuBose, Freddie Gray y la que alcanzo mayor repercusión, la de George Floyd, muerto por la asfixia provocada por el agente Derek Chauvin (declarado culpable de homicidio el día 20 de abril de 2021), quien tras esposarlo y ponerlo boca abajo con la ayuda de los agentes Thomas Lane y J. Alexander Kueng, lo presionó contra el pavimento con su rodilla apoyada sobre el cuello, a pesar de que George repitió varias veces que no podía respirar. Las imágenes del crimen desataron una nueva ola mundial de protestas sobre la violencia racista de la policía y las instituciones que la amparan.
El axioma estadounidense es que cualquier negro acusado de algún delito se presume culpable, mientras que cualquier blanco que mata a un afroamericano es probablemente inocente. Los porcentajes de reclusos no blancos en la población carcelaria no dejan dudas del patrón racista que usa la justicia para juzgar a la delincuencia.
El virus racial, combinado con la xenofobia, no es una exclusiva patología yanqui. Es una creación de la modernidad europea, que se aplicó en America, Africa y Asia, operando como fundamento para el desarrollo de su política imperial de conquista. Como señala Jose Gandarilla, en su libro Colonialismo neoliberal (Ediciones Herramienta, 2018), se trata de «la pretensión de colocar sus valores en un estatus inalcanzable… para moldear el mundo conforme a sus sistema mundo colonial y eurocentrado”.
Junto con la cultura de conquista, violencia, exterminio, apropiación, destrucción y deshumanización, como sostiene Roxanne Dumbar Ortiz en La Historia indigena de Estados Unidos (Capitan Swing, 2018), los europeos también trajeron la propiedad privada sobre la tierra y las personas.
Hoy las guerras, el hambre y la injustica, heredadas del sistema colonial y las vigentes estructuras neocoloniales y neoliberales del capitalismo depredador, han multiplicado las migraciones de los que nada tienen salvo su vida, frente a las cuales Europa asiste al crecimiento de las ideas y el poder de una extrema derecha que explota sentimientos cargados de odio y rencor que canalizan históricas lógicas raciales y xenófobas, pero que aparecen como vehículo para el resentimiento ante la impotencia y desesperanza generada por la crisis socio económica y ambiental que la pandemia del Covid expuso en toda su dimensión.
Nuestra América es también escenario de estas migraciones a intensas y renovadas formas explícitas de racismo y sus políticas represivas, como lo prueban los gobiernos de Jair Bolsonaro en Brasil y de Mauricio Macri en nuestro país. El actual funcionario de la FIFA incluso declaró sin pudor que ”los alemanes son una raza superior”, reproduciendo construcciones estigmatizantes, basadas en estereotipos discriminatorios e impulsadas por operaciones mediáticas que contribuyen a crear el consenso necesario para su despliegue. Los pueblos originarios y los afrodescendientes son objeto sistemático de estas políticas racistas y supremacistas y a diario podemos ver cómo se los humilla, persigue y encarcela en casi todas las regiones de nuestro continente. Si sos joven, pobre y de piel oscura, tus probabilidades de ser víctima del gatillo fácil se multiplican. Los golpes de las derechas en Bolivia y Perú, en Santa Cruz de la Sierra y en Lima, muestran a su vez como las sinrazones políticas llevan estampadas la impronta racista.
Los partidos políticos del orden, la justicia, los medios que brindan su espacio a nefastos personajes de corte fascista que reclaman más acción de los aparatos represivos del Estado, son funcionales a los poderes fácticos que, junto con la naturalización del racismo y la indiferencia social, siguen matando al ruiseñor.