Mi año de lectura «lemeana»

Por Jonathan Lethem – Traducción de Pedro Perucca

El escritor estadounidense Jonathan Lethem se suma a las celebraciones que se multiplicaron durante el año pasado en torno al centenario del ensayista y escritor polaco Stanislaw Lem con una profunda y amorosa relectura de su obra (al menos de la parte que se encuentra traducida al inglés), proponiendo que su producción genial y caudalosa podría ser atribuida a por lo menos cinco Lems diferentes: el de la ciencia ficción dura, el satírico, el autor de policiales ontológicos, el reseñista postmoderno de libros inexistentes y el ensayista prolífico, futurista y crítico literario. Una lectura crítica imperdible.

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Junio de 1978. Un niño y su abuela viajaban en el tren A hacia el Coliseo de Nueva York, en Columbus Circle. Ella era fideicomisaria de la Biblioteca Pública de Queensboro, con entradas gratuitas para una conferencia regional de la Asociación Americana de Bibliotecas; él era un aficionado a la ciencia ficción (CF) de 15 años.

En los stands del hall de la convención había muchas fundas de plástico y estantes de exposición, así como mesas llenas de libros de editoriales que dependían de las ventas de las bibliotecas. Es decir, muchos libros de referencia y muchas especialidades de no ficción, así como una escasez de ciencia ficción. Pero las antenas del chico eran buenas. En el stand de Seabury Press (una división editorial de la Iglesia Episcopaliana) vio cuatro tapas duras anómalas, todas de un autor con un nombre peculiar: Memorias encontradas en una bañera, El congreso de futurología, El Invencible y Ciberíada. Dos de ellos, El Invencible y Memorias, tenían portadas fácilmente reconocibles como “arte de la CF”. Las cubiertas habían sido diseñadas por Richard Powers, cuyas inconfundibles pinturas se encontraban habitualmente en los libros de bolsillo de gran tirada de Ballantine de Isaac Asimov, Frederik Pohl, Clifford Simak y otros. Los diseños de Powers eran un grito de lo “paraliterario”, de la ciencia ficción drogadicta y colgada, justo lo que le gustaba al chico. Las otras dos sobrecubiertas, las de El congreso de futurología y Ciberíada, eran más sobrias y parecían ficción europea de autor. El congreso presentaba un dibujo de Paul Klee. El chico no se dejó engañar: los locos títulos de los dos libros con portadas “de buen gusto” eran lo suficientemente atractivos.

‘¿Me los vas a comprar?’

Su abuela frunció el ceño. No bastaba con que el niño fuera aficionado a los libros, sino que debía ser el tipo de aficionado correcto. ‘¿Los cuatro? ‘

‘Sí, por favor’.

Con una ceja arqueada, compró los ejemplares del expositor. Escribo esto con vesos mismos cuatro libros de Seabury a mi lado en el escritorio.

¿No debería ser yo la persona adecuada para un artículo sobre el centenario de Stanisław Lem? Novelista y filósofo de la tecnología, autor de Solaris y de decenas de novelas, relatos y ensayos, una de las grandes figuras de la literatura polaca, el mayor escritor de ciencia ficción en lengua no inglesa entre Julio Verne y Cixin Liu, nacido hace cien años… El problema -más allá del hecho de que me he demorado más allá de ese aniversario- es, bueno, todo. Todas las premisas no establecidas, todos los términos no definidos (especialmente “ciencia ficción”). Como diría mi abuela, no sé nada de literatura polaca. Pero, habiendo leído a Lem toda mi vida -o, más exactamente, presumiendo toda mi vida de haber leído a Lem, ya que en realidad engullí los libros en una racha enloquecida en mi juventud- quería subirme al tren del centenario. Primero, me dije, leería o releería “todo Lem”.

No pude. La primera novela de Lem, que no es de ciencia ficción, El hospital de la transfiguración, escrita a finales de la década de 1940, describe las prácticas de un joven médico en un hospital psiquiátrico durante la guerra y fue traducida en 1988. Pero sus primeras novelas de ciencia ficción, El hombre de Marte y Los astronautas, no lo fueron. Lem las descartó por considerarlas mutiladas por su sumisión a la ideología soviética. Así que su carrera en inglés comienza con dos novelas publicadas en Polonia en 1959. Su giro hacia la ciencia ficción estaba en el espíritu de otras figuras del otro lado del Telón de Acero que se deslizaron por debajo del radar de la censura utilizando formas consideradas poco serias, como el cine de animación. Algunos libros de la última época de Lem, e innumerables ensayos, siguen sin traducirse. Yo no podía leer En la inspección del lugar o Provocación -¡títulos tan tentadores! – a menos que aprendiera polaco[1].

Cuando era adolescente, no tenía en cuenta el tema de la traducción. Ya he recapacitado. Mi hermana y mi pareja son traductores literarios; mi primer editor fue el traductor de Stanisław Lem. En algún momento me enteré de que Solaris no había sido traducido directamente al inglés sino desde una traducción del polaco al francés, con un resultado que Lem describió como “drástico”, una hermosa ironía para un libro que tiene como tema la imposibilidad de un contacto significativo entre especies alienígenas. Quizás debería preguntarme: ¿había leído a Lem?

En cualquier caso, Lem era inconmensurable: para la CF, para la literatura, para él mismo. Era muchos escritores diferentes: cinco, por lo menos. Así me quedaba demasiado por leer y corría el peligro de perderme el centenario, sumido en un mudo homenaje.

 

 

El primer Lem es el autor de Edén (1959), Solaris (1961), Retorno de las estrellas (1961), El Invencible (1964), Fiasco (1986) e innumerables relatos cortos sobre un navegante interestelar llamado Pirx. Es decir, un escritor de “CF dura” del siglo XX, dotado de dotes visionarias y de una inagotable diligencia para la tarea de la “extrapolación”.

La CF dura es la tradición que tiene su origen no en el Frankenstein gótico de Mary Shelley sino en los pronósticos tecnológicos de H.G. Wells. A la tradición de la CF dura le gusta Julio Verne, el predictor de los submarinos y los hologramas, pero frunce el ceño ante sus tramas fantasiosas. Estandarizada en los Estados Unidos de mediados de siglo, en la revista Astounding que editaba John W. Campbell, la CF dura anuncia bienes de consumo como robots personales y coches voladores. Valoriza los viajes espaciales que culminan con un contacto exitoso (aunque difícil) con la vida extraterrestre que se supone que está esparcida por las galaxias y brilla con un autoratificado “Sentido de la Maravilla”. En este movimiento, ejemplificado por nombres como Heinlein, Asimov y Clarke, el robusto canon de la CF, es donde la fascinación por la tecnología y el futuro se mezcló con la ideología excepcionalista americana: triunfalismo tecnocrático, Destino Manifiesto, mierda libertaria de supervivencia. La ciencia ficción dura alimentó tanto a la carrera espacial de la Guerra Fría como al sueño de Ronald Reagan de la “Guerra de las Galaxias”. Como mostró Adam Curtis en la serie de la BBC La caja de Pandora (1992), la noción de misiles defensivos en el espacio fue susurrada al oído del actor vaquero por dos de los principales escritores conservadores de la CF dura de los 80, Larry Niven y Jerry Pournelle.

La “extrapolación” puede ser un ideal más puro. El término es una importación desde las matemáticas: un escritor, observando con agudeza el mundo que le rodea, puede medir sus tendencias e implicaciones para luego ofrecer suposiciones persuasivas sobre lo que vendrá. Sin embargo, al igual que la multitarea o el sexo tántrico, la extrapolación es más fácil de nombrar que de encontrar ejemplos de personas que realmente lo hagan, o lo hagan bien. Unos pocos, como Philip K. Dick, parecen condenados a soportarla como un síntoma abreactivo, un grito de protesta por haber vivido el siglo XX. Lem pertenece a esa compañía de escritores de CF -Wells, Olaf Stapledon, Kim Stanley Robinson- que han practicado la extrapolación intencional con un éxito regular y sostenido.

¿Es esta presciencia la medida de la ciencia ficción como arte? Un atractivo tópico dice que la mejor escritura sobre el futuro es una lente para aprehender el presente: la obra de Orwell 1984 es una radiografía de 1948, y así sucesivamente. El propio Lem, en una entrevista, señaló que En la colonia penitenciaria de Kafka no es mejor que El castillo por haberse hecho realidad. Pero quizás estas dos cosas sean realmente una sola: llevar a ver el presente es ver el futuro. Lem -como nunca dejó de presumirlo- era un predictor ridículamente bueno.

Lem Uno también se asemeja a un escritor de CF dura en su consumidora fascinación por los viajes espaciales, la idea del “primer contacto” y en su celebración de las figuras del astronauta, el inventor, el explorador: mundos de valentía y sacrificio, de masculinidad. Las naves espaciales de Lem están tan desprovistas de mujeres como los barcos balleneros de Melville, con la importante excepción de Solaris, donde una mujer “humana” es conjurada para el protagonista por una inteligencia alienígena. Lem comparte el apetito sin fondo de la literatura de ciencia ficción por las descripciones de paisajes imaginarios y máquinas inexistentes, así como su embriaguez por la escala de los enanos: años luz, eones, cuatrillones.

 

Lem también escribió cuentos de hadas y cuentos populares del futuro, sátiras fantasmagóricas, alegorías de la alienación del siglo XX y relatos de horror de tipo cósmico o existencial, que evocan a Poe y Lovecraft. Llamémosle Lem Dos. Entre sus numerosos libros se encuentra Ciberíada, un ciclo de tecnofábulas que muchos, entre ellos Kim Stanley Robinson y el traductor al inglés más importante de Lem, Michael Kandel, consideran como su favorito, y las novelas paranoico-picarescas Memorias encontradas en una bañera y El congreso de futurología, que como lector adolescente convertí en mis talismanes.

Las preocupaciones de Lem Dos se parecen a las de Lem Uno. La iconografía: robots, científicos, inventores, viajes espaciales, extraterrestres imposibles. Incluso hay una versión en espejo de Pirx el Piloto, un gracioso y resistente viajero a través de futuros absurdos llamado Ijon Tichy. Al igual que Pirx, Tichy aparece en suficientes historias cortas para llenar dos colecciones; los personajes son los protagonistas de las dos últimas novelas completas de Lem. Los temas de Lem Dos también son similares. A grandes rasgos, se trata de la insuficiencia de la inteligencia colectiva de nuestra especie frente a nuestra naturaleza animal irracional; frente a nuestras propias invenciones, cada vez más autónomas y proliferante, y frente a un Otro genuinamente extraño. En opinión de Lem, ante esta triple amenaza, nos hundimos en el uso defensivo de ideologías y supersticiones reductoras, en la proyección antropomórfica y el repliegue solipsista y, en última instancia, en el nihilismo, la crueldad y la crisis nerviosa.

En otro sentido, el segundo Lem es lo contrario del primero. El primero exalta la ciencia realista, considera el futuro seriamente como un destino que nuestra especie tendrá que soportar, y se mofa de la fantasía y la exageración; mientras que el segundo hace de todos y cada uno de los gestos de la ciencia ficción una coartada para la metáfora, la alegoría y la “desfamiliarización” surrealista, al tiempo que mezcla naves espaciales y alienígenas con reyes y reinas, dragones y monstruos. Lem Dos se asemeja a veces al Italo Calvino de Tiempo cero y Las Cosmicómicas, en el que los riffs de CF están completamente subsumidos en la metáfora. En otras partes, Lem Dos parece mirar hacia atrás, hacia Swift, Voltaire y Gogol, o de reojo hacia Borges y Pynchon. Estos son nombres que la tradición de la ciencia ficción ha utilizado a menudo para decorar su club del lado equivocado de las vías. Sin embargo, esos escritores se sentirían desconcertados ante los rituales de clan y las arcanas pruebas de fuego típicas del género.

 

Lem Tres escribió sólo dos novelas, y sin embargo, en el día adecuado, podría ser nuestro  favorito. La investigación  (1959) y La fiebre del heno (1976) son policiales ontológicos, ambos centrados en misteriosas secuencias de crímenes cuyo único sospechoso plausible parece ser el propio universo. Sus casos se resuelven de forma divergente (evito los spoilers), pero juntos forman un reproche a la expectativa genérica, antes que nada una dialéctica sobre nuestro impulso de enmarcar y resolver los misterios.

La investigación, escrita por un joven brillante que en ese momento probablemente nunca había salido de Polonia, está ambientada en Inglaterra y se lee como una vuelta a Conan Doyle y Chesterton. La fiebre del heno, escrita quince años más tarde por un autor mundano que se había adentrado en la cultura global y cuyos libros habían triunfado en Occidente, es el mejor pase de Lem al terreno de una novela contemporánea de los años setenta. Fue elogiada en el New Yorker por John Updike, quien señaló que el “temperamento sanguíneo” de Lem suavizaba la “cruel matemática” de su visión del mundo. Updike destacó una secuencia alucinante en la que el investigador es envenenado psicotrópicamente: “Sólo una mente habituada a ver la mente humana desde fuera, como una máquina química y eléctrica, podría evocar el desvarío con una claridad tan fría”[2]. Sólo por estos dos libros, con su implacable reelaboración de lo que es la “investigación” humana, Lem podría ser recordado.

 

Lem cuatro es el postmodernista puro que unificó su yo ensayístico y ficcional con un gesto borgesiano o nabokoviano. Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973) y Un minuto humano (1983) comprenden reseñas y prólogos de libros inexistentes. La mayoría de ellos son tratados científicos llenos de fulminaciones misantrópicas, con títulos como “El mundo como cataclismo” y “La civilización como error” y “Sobre la imposibilidad de la vida”. Uno de ellos, “Vacío perfecto”, reseña el libro en el que aparece. Estas miniaturas satíricas saltan por encima de cualquier trampa. El lector se beneficia del evidente placer y alivio de Lem al prescindir de la mecánica teatral de la ficción. Lo que queda es la voz ventrílocua de los eruditos y autodidactas que han escrito los libros imaginarios, los Kinbotes y Pierre Menards de Lem. Lem Cuatro es una especie de acto de magia.

 

¿Lem Cinco? Es otra figura importante: ensayista prolífico, futurista y crítico literario. Especialista supremo de cualquier cosa, no duda en rechazar a Hegel (“un completo idiota”), El arco iris de gravedad (“un fracaso totalmente demente”) o el budismo (“el aterrador anacronismo de sus enseñanzas e instrucciones”).

Su Summa Technologiae, una torrencial obra magna de futurismo y filosofía especulativa, escrita en sus milagrosos años entre 1961 y 1964, fue finalmente publicada en inglés en 2013. Secciones como “Prolegómenos a la omnipotencia” y “Una burla a la evolución”, y capítulos titulados “Los peligros de la electocracia” y “La ciborgización”, anuncian una cascada de reflexiones y especulaciones. El libro consigue anticiparse o adelantarse, entre otros, a Donna Haraway, Richard Dawkins, Timothy Morton y a estantes enteros de la ficción ciberpunk y de la ontología orientada a objetos. Lem debería haber sido reconocido como un gran futurólogo, aunque la densidad y el seco ingenio del libro nunca habrían vendido como Buckminster Fuller o Alvin Toffler. También se le podría considerar como uno de los fundadores de los estudios sobre los medios de comunicación. Orgulloso y ansioso por lo que había logrado, Lem se sintió desmoralizado por la falta de alcance del libro y la escasez de traducciones. Lo revisó y amplió durante una década, y luego defendió sus pronósticos en “Veinte años después” y “Treinta años después”. No viviría para verlo publicado en inglés.

Lem el visionario es exasperado, excéntricamente lírico y permanentemente fresco. Basta con sumergirse en el capítulo titulado “Fantomáticas” para ver que en 1964 Lem ya había comprendido más las implicaciones de la realidad virtual -de lo “Meta”- de lo que Mark Zuckerberg podrá jamás. Por un lado, las insuficiencias de la imaginación del usuario de realidad virtual (RV) aseguran que uno esté destinado a ser tratado de manera condescendiente e infantilizado por sus propios dispositivos:

Dicho brevemente, cuanto más difiera el personaje que uno quiere personificar en rasgos de personalidad y periodo histórico del suyo propio, más ficticio, ingenuo o incluso primitivo será su comportamiento y toda la visión. Porque, para ser coronado rey o recibir a los emisarios del Papa, hay que conocer todo el protocolo de la corte. Las personas creadas por el fantasma pueden fingir que no ven el comportamiento idiota del empleado del banco nacional vestido de armiño, y así su propio placer quizás no disminuirá como resultado de sus errores, pero podemos ver claramente que toda esta situación está impregnada de trivialidad y bufonería. Por eso será muy difícil que la fantomática se convierta en una forma dramática madura.

En cambio, el bucle de retroalimentación creado por las máquinas programadas para desarrollarse y engañarte cada vez mejor entrará rápidamente en una espiral de colapso narcisista:

Los psiquiatras seguirían viendo diversos neuróticos en sus salas de espera, atormentados por obsesiones de un nuevo tipo: el miedo a que lo que experimentan no sea en absoluto cierto y a que se hayan quedado “atrapados” en un “mundo fantasmático”. Menciono este punto porque indica claramente cómo la tecnología no sólo moldea la conciencia normal, sino que también se abre paso en la lista de enfermedades y trastornos a cuya aparición da comienzo.

Lem continúa especulando con que el final del juego, a medida que la matriz de la ilusión se perfecciona, podría forzar a los usuarios a una trampa lógica en la que la única persona en la que podrían confiar para la autentificación serían ellos mismos, ya que cualquier amigo -o amante, o psiquiatra- podría ser en realidad un producto de una fantomática sin fisuras y, por lo tanto, estar bajo la dirección del propio enemigo (o, más banalmente, podrían ser simplemente un anuncio de algo). De hecho, esto alegoriza perfectamente la condición de las redes sociales, incluso antes de que uno se ponga las gafas y los guantes. Lo que a veces se denomina “aislamiento” puede estar cultivando una vasta experiencia colectiva de solipsismo paranoico, una sospecha de la inautenticidad sobre cualquiera que no seamos nosotros mismos. Imaginamos que nos liberamos de esto cuando nos alejamos de nuestras pantallas, pero su código ha reescrito nuestra realidad exterior.

El otro lugar en el que el Lem de no ficción se presenta en inglés es en Microworlds (1984), una colección de ensayos, incluidos los que hicieron que Lem fuera expulsado de la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de los Estados Unidos (SFWA, por sus siglas en inglés). En ella aparecen piezas que elogian a Borges, Gogol y Kafka, junto a instantáneas de su decepción con la ciencia ficción estadounidense. Su decepción -su desprecio- era enorme. Era planetario. Uno de los ensayos se titula “Ciencia Ficción: Un caso perdido, con excepciones»; otro, “Philip K. Dick: Un visionario entre los charlatanes”. Cuando éstos, junto con otro ensayo, no recogido en el libro, con el título aún más contundente de “Condescendiendo a mirar la ciencia ficción: La obra peor escrita del mundo, según un novelista”, se distribuyeron entre los miembros de la SFWA, la tempestad resultante fue muy reveladora.

 

Desde mi adolescencia hasta mis veinte años, me identificaba fuertemente -¿demasiado fuertemente? – con Stanisław Lem. Los Lems Uno a Cuatro me habían dejado boquiabierto (entonces no había encontrado el 5), y el hecho de que todos fueran un solo escritor me había inspirado la esperanza de que yo también pudiera atravesar modos y mundos. Me gustaba su nombre, así como el hecho de que mi propio apellido fuera un anagrama de “The Lem”; me gustaba el hecho de que si lograba que me publicaran estaría cerca de él en las estanterías (en secuencia con Le Guin y Lessing). Cuando mi primera novela fue finalmente seleccionada, su editor fue Michael Kandel. Cuando mi agente comenzó a explicar la situación un tanto marginal de Kandel como editor de una lista inexistente de CF en Harcourt, Brace and Jovanovich, le interrumpí para decir: “¡Es el traductor de Stanisław Lem!”[3] La página de ciencia ficción del catálogo de HBJ en la que aparecía mi libro sólo tenía otros dos autores: Lem y Calvino. Kandel me contó historias de Lem paseando por Viena en su coche deportivo amarillo limón. El Paraíso.

Una vez que arranqué, saqueé sin pudor una alucinante escena de El congreso de futurología en mi tercera novela, Mientras ella sube a la mesa. Y hablaba de Lem constantemente. Formaba parte de una letanía para mí, de “fabuladores internacionales” cuya obra recitaba a la primera de cambio: Julio Cortázar, Ítalo Calvino, Kobo Abe, Angela Carter (y detrás de ellos, Kafka y Borges). No eran los únicos escritores que admiraba o imitaba. Pero sentía que el mero hecho de invocar sus nombres legitimaba el tipo de cosas que yo intentaba hacer.

Los límites de esta identificación eran evidentes. Yo carecía de la pura cognición de Lem. Él provenía de una familia de médicos polacos; yo, de hippies estadounidenses. Me gustaban otros escritores de CF más que él, aunque cuando finalmente me encontré con sus ensayos despectivos me ayudó a confirmar (al igual que mi exposición a la enseñanza de la escritura creativa en la universidad) que debía considerar esto como un apetito vergonzoso.

Mejor alinearme con los fabuladores. Sin embargo, había un problema. Uno de los escritores de mi letanía no era como los demás. A Cortázar no le interesaban los cohetes ni los robots, Carter ignoraba a los astronautas y, aunque Calvino escribía a veces sobre la física de partículas, no reivindicaba sus proezas futurológicas. Abe no era, como presumía la sobrecubierta de la Ciberíada de Lem, “cofundador de la Sociedad Astronáutica Polaca”, ni formaba “parte del consejo asesor de la Asociación de Investigación de Ciencia Ficción del Colegio de Wooster, Ohio”. Y los demás no eran miembros de la SFWA[4].

‘La SFWA acaba de ofrecerme la posibilidad de elegir entre ser miembro honorario o regular’, le escribió Lem a Kandel en 1973. ‘Un asunto delicado, al fin y al cabo, ya que son un club de imbéciles’. En otra carta, su tono era autocompasivo: ‘El hecho de que la CF exista, y el hecho de que «absorba en sí misma» lo que escribo, perjudica mi carrera, por supuesto’. En medio de una lluvia de confusas acusaciones, Lem fue expulsado de la SFWA en 1976. En defensa del clan, Philip K. Dick se puso en marcha de forma paranoica. Demostrando una disposición poco atractiva a colaborar con las autoridades que más temía, denunció a Lem en una carta al FBI:

Stanisław Lem está en Cracovia, Polonia, y es él mismo un funcionario total del Partido (lo sé por sus escritos publicados y sus cartas personales a mí y a otras personas). Se trata de un grupo partidario del Telón de Acero -Lem es probablemente un comité compuesto por más de un individuo, ya que escribe en varios estilos y a veces lee lenguas para él extranjeras y otras veces no- que busca posiciones de poder monopólicas desde las que controlar la opinión a través de la crítica y los ensayos pedagógicos, lo que es una amenaza para todo nuestro campo de la ciencia ficción y su libre intercambio de opiniones e ideas.

Thomas Disch, uno de los mejores escritores de CF, así como uno de sus críticos más despiadados, fue más capaz de mantener la calma.

La fatuidad y la naturaleza interesada de los pronunciamientos de Lem sobre el campo de la CF sólo son igualadas por la liviana lectura en la que se basan… La mayoría de los títulos que cita son de escritores de los años 40 y 50 -Asimov, Van Vogt, Heinlein, Bradbury- cuyo atractivo es esencialmente para un público juvenil. Culpable de haber descartado a la CF americana como un ‘caso perdido’ sin haber leído a sus mejores autores, Lem (…) desplaza la culpa de sí mismo a la crítica en general, que no ha logrado establecer un canon.

El hecho de que su brusco rechazo de la ciencia ficción americana haya tocado un nervio colectivo no ha hecho más que afianzar la convicción de Lem de que, como dijo Kurt Vonnegut: ‘Los escritores de ciencia ficción se reúnen a menudo, se reconfortan y se elogian mutuamente, intercambian cartas de veinte páginas o más a espacio simple, emborrachándose de afectuosidad…. Son miembros de una comunidad. Son una logia’. Pero también Vonnegut estaba mirando hacia atrás. En los años setenta, la literatura de ciencia ficción se diversificaba de forma salvaje fuera de la logia (del hombre blanco), incorporando el sexo, las drogas y el rock ‘n’ roll. El campo comenzó, de forma irregular, a emparejarse con otras contraculturas y géneros, incluido el más sagrado de los géneros, el “literario”.

Algo de esto tuvo que ver incluso con Lem. Ursula Le Guin y Theodore Sturgeon le habían apoyado; un espíritu de internacionalismo había llevado a su invitación a la SFWA en primer lugar. Un escritor más joven, como Bruce Sterling, fundador del movimiento ciberpunk e integrante de esta nueva ola de posibilidades para el género, podía permitirse el lujo de ver la disputa con un distanciamiento cómico:

Lem fue extirpado quirúrgicamente del seno de la CF estadounidense en 1976. Desde entonces, muchos otros escritores han abandonado la SFWA, pero los que han sido expulsados por el delito de ser una rata bastarda comunista han sido notablemente pocos… Recientemente ha aparecido una colección de ensayos críticos de Lem, Microworlds, en rústica. Para los que no estamos al tanto de la disputa que provocaron estos ensayos en los años 70, es una lectura reveladora. Lem se compara a sí mismo con Crusoe, afirmando (acertadamente) que tuvo que erigir toda su estructura de ‘ciencia ficción’ esencialmente desde cero. Tenía a mano los antiguos cascos de naufragio de Wells y Stapledon, pero ya los había asaltado en busca de herramientas hace años… Estos ensayos son la obra de un hombre solitario.

El propio Sterling es como Lem, capaz de asombrosas hazañas de extrapolación sostenida, pero relativamente desinteresado en la representación de sujetos humanos individuales. Claramente un admirador, todavía no puede dejar de pinchar al oso: ‘La mente de Lem claramente explotó por la lectura de Dick y se esfuerza por encontrar alguna Weltanschauung subyacente que reduzca el desvarío ontológico de Dick a un plano coherente. Es un esfuerzo condenado, lleno de condescendencia y confusión, como el de un maestro de ballet analizando a James Brown’.

La visión básica de Sterling da en el clavo. Aislado en Polonia, Lem parece haber adivinado cómo sería una ficción seria basada en la especulación tecnológica, proponiéndose igualarla. Extrapoló, en otras palabras, los ejemplos de Wells y Stapledon. Lo que finalmente leyó, tras los retrasos en la traducción, le pareció pueril. La segunda mitad de su vida de escritor la pasó enfadado y decepcionado con la multitud de la SFWA, intentando exaltarse por encima de ella.

 

En realidad, Lem debería haber sido sorprendido no sólo por Philip K. Dick, sino también por Estrellas en mi bolsillo como granos de arena de Samuel Delany, por Los desposeídos de Le Guin, por Octavia Butler y el afrofuturismo, por Sterling y el ciberpunk, por Kim Stanley Robinson y tantos otros. Vivió lo suficiente como para haber visto cómo Carter Scholz, en Radiance, une una sátira lemiana del capitalismo militarista de la Guerra Fría con la arquitectura de una novela de William Gaddis, o la forma en que las sesudas novelas de Ted Chiang cristalizan los temas lemianos de la metacognición y el primer contacto.

Estos encuentros podrían haber desafiado los prejuicios de Lem. También podrían haberle empujado a confrontar los límites de su experiencia, evidentes en su pensamiento retrógrado sobre las mujeres, la homosexualidad y la raza. Pero no se puede obligar a los escritores mayores a leer a los más jóvenes. En una cariñosa y erudita introducción a una nueva recopilación de cuentos de Lem, La verdad y otras historias, Kim Stanley Robinson sugiere que puede haber sido una “ceguera voluntaria”:

Posiblemente disfrutaba de la sensación de trabajar solo, como hacen muchos artistas, sobre todo cuando trabajan en un género con una intensa dinámica de grupo que es mejor evitar, un género también despreciado por la cultura dominante. Lo mejor entonces es encontrar o inventar tu isla… Así, la propia obra de Lem ayudó a realizar un cambio en la cultura occidental que él mismo no pudo ver.

Lem era tan hábil en la construcción de su isla solitaria como en la construcción de mundos invisibles. De otra carta a Kandel: ‘Las tres leyes de Lem proclaman 1) nadie lee nada; 2) si leen, no entienden nada; 3) si leen y entienden, olvidan al instante’. La carta está fechada en febrero de 1978, cuatro meses antes de que yo visitara el Coliseo de Nueva York con mi abuela.

 

En Kafka: Por una literatura menor, Deleuze y Guattari introducen una noción de “minoría”. Su descripción se centra en la “desterritorialización”: una marginalidad en relación con la lengua o cultura dominante. Kafka, un judío checo que escribía en alemán, era la imagen misma de la desterritorialización. De ahí, según Deleuze y Guattari, surgió una sensibilidad que cuestionaba incesantemente el poder, el guion que corre por debajo de lo cotidiano.

Lem nació como judío polaco en Leópolis, una ciudad que apenas tres años antes de su nacimiento había formado parte del estado austrohúngaro de Galitzia, tan cerca de Ucrania que estaba destinada, tras algunas disputas fronterizas, a ser ucraniana[5]. Vivió las convulsiones que Kafka sorteó con su temprana muerte. La brutalidad de la ocupación nazi, los campos de exterminio, la sucesión de un fascismo abiertamente asesino por parte de los controles sociales e ideológicos del bloque soviético: todo ello moldeó a Lem. En La voz del amo introduce sus propias experiencias en el pogrom de la prisión de Lviv de julio de 1941:

Lo sacaron de la calle, un peatón cualquiera. Estaban disparándole a la gente en grupos, en el patio de una prisión recién bombardeada y con un ala todavía en llamas. Rappaport me dio los detalles de la operación con mucha calma. Los ejecutantes no podían ser vistos por los que estaban apiñados contra el edificio, que calentaba sus espaldas como un horno gigante; los disparos se hacían detrás de un muro roto. Algunos de los que esperaban, como él, su turno, cayeron en una especie de estupor; otros trataron de salvarse, de forma alocada… Recordó a un joven que, acercándose a toda prisa a un gendarme alemán, aulló que no era judío, pero lo hizo en yiddish, probablemente porque no sabía alemán. Rappaport sintió la insana comedia de la situación y, de repente, lo más preciado para él fue preservar hasta el final la integridad de su mente, lo que le permitiría mantener una distancia intelectual de la escena que le rodeaba… Como eso era del todo imposible, decidió creer en la reencarnación. Mantener la creencia durante quince o veinte minutos sería suficiente.

La anécdota continúa durante cinco asombrosas páginas, una aparente digresión de la trama del libro, que se refiere al tema típico de Lem de la comunicación fallida a través del abismo cósmico. Sin embargo, concluye con la reflexión del doble de Lem, Rappaport, sobre las acciones de un oficial nazi:

Aunque nos hablaba, no éramos personas. Sabía que comprendíamos el lenguaje humano pero que, sin embargo, no éramos humanos; lo sabía muy bien. Por lo tanto, aunque hubiera querido explicarnos las cosas, no habría podido hacerlo. El hombre podía hacer con nosotros lo que quisiera, pero no podía entrar en negociaciones, porque para negociar hay que tener una parte al menos en algunos aspectos igual a la parte que la inicia, y en ese patio sólo estaban él y sus hombres. Una contradicción lógica, sí, pero él actuó de acuerdo con ella, y escrupulosamente.

En otro lugar, Lem compara este incidente con el indulto a Dostoievski en el último minuto, cuando ya estaba frente al pelotón de fusilamiento, lo que transformó su perspectiva para siempre. En las horas que siguieron a su propia e improbable supervivencia, Lem tuvo que limpiar los cadáveres que bloqueaban las calles. Sin embargo, su único libro de memorias, el breve Highcastle (1966), no dice nada de la guerra: es como una pequeña versión de Las palabras de Sartre, centrada por completo en la vida interior de un niño soñador y filosófico. Tampoco contiene un solo matzoh o latke. La costumbre de Lem de restar importancia a la identidad judía, un rasgo de supervivencia, persistió durante toda su vida. Le correspondió a Agnieszka Gajewska, en El Holocausto y las estrellas (2016), descubrir el alcance del trauma que Lem se negó a llevar en la manga, incluyendo el asesinato de gran parte de su familia ampliada en el campo de Belzec o en las calles.

Mi abuela judía, la administradora de la Biblioteca Queensboro, solo tenía ocho años más que Lem, cuyos libros la hacían tan sospechosa. Ella y Lem podrían haber sido primos. Su familia era de Lancut, un pueblo a dos horas de distancia, otro escenario de la resistencia polaca y de los asesinatos de judíos, pero sus padres huyeron al Lower East Side unos años antes de que ella naciera. Allí regentaban una tienda de caramelos, al igual que los padres de Isaac Asimov, que habían huido de Rusia hacia Brooklyn. Si los padres de Lem se hubieran marchado, él también podría haber crecido en una tienda de dulces de Nueva York, comiendo halva de un barril y leyendo revistas pulp. Podría haber sido mi abuelo. Podría haber sido Asimov.

Cuando era adolescente, la carga del trauma judío me parecía poco atractiva, pero la sentía con fuerza. Lem se parecía a otros artistas de la Guerra Fría que me atraían en aquellos años, hombres que ironizaban o alegorizaban los cataclismos de mediados de siglo y el miedo a la Guerra Fría que surgía de ellos: Stanley Kubrick, Philip K. Dick, Rod Serling, J.G. Ballard. Sin embargo, a diferencia de Kubrick, Serling, Dick, Ballard o mi abuela, Lem estaba atrapado al otro lado del Telón de Acero, presentando borradores a los consejos de censura soviéticos, viéndose promocionado para el Premio Nobel por agentes de la KGB, debiendo adivinar qué rumores de corrupción capitalista o de envidiables libertades occidentales eran una exageración y cuáles podrían contener algo de verdad.

Las sátiras de Lem sobre el capitalismo son tan agudas que anticipan el horizonte actual. En Trabajos de mierda (2019), el antropólogo y organizador anarquista David Graeber vuelve a contar una parábola de Lem, con su propio comentario:

El viajero espacial Ijon Tichy describe una visita a un planeta habitado por una especie a la que el autor da el poco sutil nombre de Phools. En el momento de su llegada, los Phools estaban experimentando una clásica crisis de sobreproducción marxiana… ‘A través de los tiempos, los inventores construyeron máquinas que simplificaron el trabajo, y donde en la antigüedad un centenar de Drudgelings habían doblado sus espaldas sudorosas, siglos más tarde unos pocos estaban junto a una máquina. Nuestros científicos mejoraron las máquinas, y el pueblo se alegró de ello, pero los acontecimientos posteriores muestran cuán cruelmente prematuro fue ese regocijo’ … Las fábricas, finalmente, se volvieron demasiado eficientes, y un día un ingeniero creó máquinas que podían funcionar sin ninguna supervisión … En poco tiempo, los Drudgelings -como insistió el interlocutor de Tichy, totalmente libres de hacer lo que quisieran siempre que no interfirieran en los derechos de propiedad de los demás- caían como moscas. Siguieron muchos debates acalorados y una sucesión de medias tintas fallidas. El alto consejo de los Phools, el Plenum Moronicum, intentó sustituir a los Drudgelings también como consumidores, creando robots que comieran, usaran y disfrutaran de todos los productos que las Nuevas Máquinas producían mucho más intensamente de lo que cualquier ser vivo podría hacer, a la vez que materializaban el dinero para pagarlo. Pero esto era insatisfactorio. Finalmente, al darse cuenta de que un sistema en el que tanto la producción como el consumo eran realizados por máquinas era bastante inútil, llegaron a la conclusión de que la mejor solución sería que toda la población se entregara -de forma totalmente voluntaria- a las fábricas para ser convertida en hermosos discos brillantes y dispuesta en agradables patrones por el paisaje.

Y no es que una mayor exposición a los fallos de Occidente suavizara la opinión de Lem sobre el legado del estalinismo. De una carta a Kandel:

Digamos que un país permite comer niños pequeños, ante los ojos de madres enloquecidas, y otro permite comer absolutamente cualquier cosa, y resulta que la mayoría de la gente de ese país come mierda. ¿Y qué demuestra el hecho de que la mayoría de la gente coma mierda? … ¿Que es mejor comer niños vivos?

La novela más Dr. Strangeloviana o Alphavilleana de Lem, Memorias encontradas en una bañera, fue fácilmente mi favorita durante años. Todo el libro está narrado desde el interior de una gigantesca estructura conocida únicamente como el Edificio, una colmena de espionaje, paranoia y corrupción que claramente pretende ser una amalgama impía del Pentágono y la Lubyanka. El narrador va de departamento en departamento, intentando comprender el funcionamiento del edificio y su lugar en él, como si el castillo de Kafka se hubiera vuelto del revés: en lugar de ser un lugar en el que es imposible entrar, es como el Hotel California o la vida en la tierra. La muerte es la única salida.

En lugar de dividir el universo humano entre Castillo y Aldea, como en Kafka, todo lo que parece existir fuera del Edificio es otra estructura. Ésta, su contraparte maligna, el Anti-Edificio, permanece invisible y al acecho. En este universo reducido, los actos de escucha, desciframiento e interrogación han engullido al reino humano. En algún punto, todos los personajes deben ser escrutados, o autoescrutados, por si fueran agentes secretos del Antiedificio. Cada tanto irrumpe un canto de trabajo para explicar el fundamento de este universo:

¿Qué hace que el edificio funcione?

El Anti-Edificio lo hace funcionar.

La arquitectura simbólica del libro lo convierte en un perfecto replanteo del tema básico de Lem sobre el problema del encuentro con el Otro. El sueño y la pesadilla de nuestra conexión con alguna variación insondable de nosotros mismos nos condena al solipsismo. En Memorias, los espías de Lem se atrincheran en un equivalente paranoico del antropomorfismo que circunscribe la búsqueda de inteligencia extraterrestre: el único índice disponible para las posibles actividades del Anti-Edificio lo constituyen ellos mismos. Sin embargo, al buscar allí, sólo localizan la locura de su propia búsqueda de autodefinición. Aquí puede haber un eco de la tesis de Giorgio Agamben en Lo abierto, los estados políticos humanos dependen de la identificación de un otro deshumanizado contra el que definirse. Agamben sitúa el origen de este proceso en la definición fundamental de “lo humano” como “no animal”. Sin embargo, lo humano es el animal y, como nos dijo Pogo en la tira cómica de Walt Kelly: “Hemos encontrado al enemigo y él es nosotros”.

Este año, lamentablemente, sentí que Memorias encontradas en una bañera era mejor para recordar y recapitular que para releer. Me impacienté con las frenéticas piezas satíricas que componen el viaje del narrador. Lem, como humorista, puede ser vertiginosamente surrealista, pero con la misma frecuencia trabaja con instrumentos contundentes (“Phools”). Sus objetivos en Memorias -el cristianismo organizado, la erudición académica autorreferencial, el aparato de seguridad del Estado- son peces en un barril, a los que, en lugar de dispararles mata a martillazos. Al mismo tiempo, rehúye otros tipos de interrogatorio: hombres y mujeres, padres e hijos, la familia nuclear, esas excavaciones psicosexuales que galvanizan el poder de Kafka para inquietarnos en los niveles más profundos. Lem no va más allá del lugar que ha definido erróneamente a Kafka en el imaginario popular: una disección del estado burocrático paranoico del siglo XX. Es natural que Graeber, el jubiloso enemigo de la burocracia, fuera un fan.

Sin embargo, si Lem Dos -el alegorista y satírico- fue un poco decepcionante, Lem Uno, el escritor de ciencia ficción dura, se encumbró.

 

Las tres obras maestras de mediados de la época, Solaris, El Invencible y La voz del amo, así como su última novela, Fiasco, exhiben una extraña densidad de propósito. Suenan un poco como H.P. Lovecraft en una historia como “El color que cayó del cielo”, donde las mentes de los hombres (y siempre son hombres) se muestran incapaces de lidiar con el Algo de ahí fuera, sus certezas destrozadas, sus herramientas mentales, morales y emocionales dobladas sobre sí mismas por las implicaciones del conocimiento incognoscible que estalla en sus cabezas. A diferencia de Lovecraft, Lem no ofrecía una bestia sexy como la amenaza octopoide Cthulhu. Su tratamiento desapasionado del tema puede haber limitado el alcance popular de su obra (como bromeó Jarett Kobek, “no se ven muchas pegatinas de Solaris por ahí”), pero el logro solitario de estos libros es exactamente lo que Lem reclamaba: una ciencia ficción tanto filosófica como literaria, y digna, por fin, de su nombre.

El Invencible es el más sencillo de estos libros. Sus exploradores se encuentran con un mundo de robots microscópicos que pululan. Éstos, presumiblemente un intento equivocado de una tecnología de defensa militar que ha sobrevivido a sus creadores, han adquirido una especie de “vida”, si no conciencia, por la persistencia abarcadora con la que ocupan su mundo natal y repelen la indagación de los visitantes. Presentan tanto un reproche existencial a las pretensiones humanas como un sombrío desafío logístico al falible instrumento del cuerpo humano. El genio de Lem es hacer de la aventura exterior, detallada a una escala deslumbrante, un emblema perfecto del tema filosófico. El spoiler es el título.

En Reverse Colonisation: Science Fiction, Imperial Fantasy and Alt-Victimhood, David Higgins muestra cómo la CF estadounidense y británica se dedica sistemáticamente a la ingeniería inversa de los temas coloniales, gambeteando la culpa imperial para incursionar en las posibilidades de exoneración[6]. Según esta tesis condenatoria, la CF debería asumir parte de la culpa por la forma en que todos los actores de la arena política se definen con confianza como rebeldes contra algún imperio malvado, cada uno de ellos un Halcón Milenario chillando contra la Estrella de la Muerte. El uso que hace Lem de la iconografía de los exploradores y colonos es más sombrío: su CF nació al margen del tecnotriunfalismo estadounidense. Tampoco tiene el aire de imperio desdichado que se encuentra en la CF británica, la nobleza aplastada de John Wyndham, Michael Moorcock y J.G. Ballard. Los astronautas y los técnicos de Lem no son inocentes de toda culpa imperial, pero ésta arde dentro de un núcleo húmedo de compromiso y de pesar, la amargura, quizás, de los polacos. Se trata de trabajadores en sus tareas, agradecidos por las soluciones incrementales y aliviados por la distancia que las estrellas les proporcionan de las perplejidades y penas insolubles en la Tierra (o, presumiblemente, de los trabajos en una fábrica o institución burocrática de la era soviética). Los astronautas de Lem están deprimidos.

¿Y dónde están las mujeres? Esencialmente, sólo en Solaris irrumpen en el relato que nos ocupa. Lem dijo que el libro se le presentaba inconscientemente, sugiriendo un retorno de lo reprimido (a veces, murmuraba torpemente que las mujeres simplemente no pertenecían al espacio). Solaris, su más puro estudio de la limitación humana, es por tanto también el más autoimplicado.

El planeta oceánico que da título a Solaris es, al igual que el planeta mecanizado de El Invencible, un símbolo del otro incomprensible. Cuando el protagonista, Kelvin, llega a una estación espacial sobre él, el cerebro extraterrestre del planeta le da un regalo o un rompecabezas o una prueba: un simulacro casi perfecto de su amante, que se suicidó después de que discutieran. El simulacro le ama implacablemente, sin saber nada de su origen ni de su pasado. Esta convergencia de símbolos en Océano-Planeta-Otro-Mujer parecería casi desastrosamente sobrecargada, pero (incluso en la problemática traducción) se puede ver a Lem despojándose de su estilo, hasta una contención existencialista.

 

En la historia de la ciencia ficción norteamericana, el cuento de Tom Godwin “Las frías ecuaciones” (1954) ha sido consagrado como la quintaesencia del género. En él, un piloto espacial descubre a una joven polizonte en una nave que transporta medicamentos a un planeta necesitado. El problema es que su peso desequilibra la nave. Nunca llegarán vivos a su destino. Las frías ecuaciones dictan la expulsión de la chica por la esclusa; después de algunos lamentos y una llamada de despedida a su hermano, la tarea está hecha. Este ejercicio brutal y tonto fue visto como un ejemplo de las duras verdades que la ciencia ficción debería codificar.

Tanto si Lem conocía la historia de Godwin como si no, se traga el cuento, con su amarga píldora de hostilidad, en Solaris. El simulacro de esposa que le proporciona el mundo alienígena a Kelvin, le gusta y lo horroriza, hasta empujarla impulsivamente fuera de la estación, al espacio. Esto no resuelve nada: el planeta simplemente imprime otra copia para que viva con él, si puede. Su amante es ahora un suicida y una víctima de asesinato, y puede estar viva o no, como una muestra íntima del material alienígena al que ha dedicado años de estudio. Kelvin, a su pesar, se permite empezar a corresponder a su amor; ella llega a él, aunque esté hecha de partes de su propia mente.

Lo que Updike llamó “el puro amor por la compilación” de Lem se expresa en una arrebatadora catalogación de los afloramientos, afloramientos y metástasis de la superficie cerebral de Solaris. Y en un capítulo llamado “Solarística”, Lem indexa el contenido de la biblioteca de la estación espacial, llena de tomos descuidados de especulación científica sobre el origen y los propósitos del planeta. Cada solarista refuta al anterior y todos serán humillados por el enigma final de su tema de estudio. El catálogo de teorías desacreditadas anticipa las reseñas e introducciones ficticias que Lem comenzó a escribir diez años después.

Según Kim Stanley Robinson, Solaris “hace innecesaria cualquier otra historia de extraterrestres. No se puede decir nada más sobre este tema… Posiblemente se pueda decir que cuando uno sienta la necesidad de algo así, simplemente debería releer Solaris y aprender sus lecciones de nuevo”. ¿Qué le quedaba entonces a Lem por añadir en La voz del amo y en su última novela, Fiasco, ambas historias de búsquedas científicas para conocer e interpretar al Otro alienígena? Como anuncia el solarista Snow: “No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos… Un solo mundo, el nuestro, es suficiente, pero no podemos aceptarlo como lo que es”. La voz del amo y Fiasco son esos espejos. Las búsquedas de lo ajeno se convierten en ocasiones para el estudio de Lem de los límites de la investigación humana y del problema de la maldad humana, que había llegado a obsesionarle cada vez más. Estos últimos libros hacen un estudio decidido de la corrupción de la razón por la avaricia, de la ciencia por el militarismo paranoico. El fervor colectivo de la especie humana por el encuentro con lo desconocido se revela como una tapadera del nihilismo, de nuestro afán de destrucción.

Fiasco es el libro más furioso de los dos, y el más revoltoso. Una declaración final sobre su gran tema, repleta de meta-historias digresivas, argumentos recursivos y set-pieces impresionantes, como si Lem quisiera sentir y mostrar, por última vez, todo aquello de lo que era capaz. El piloto Pirx muere, ya sea al final del primer capítulo o en las últimas líneas del libro: el enigma es una provocación deliberada para cualquiera que se interese por el sentido de identificación de Lem con su personaje más longevo. ¿Cómo podrían importar esas cosas frente a las noticias sobre la sensibilidad que Lem ha sido puesto en la Tierra para entregar?

Sin embargo, La voz del amo puede ser la enunciación más perfecta. Es un largo epitafio para el fallido proyecto de analizar un único y enigmático mensaje de radio procedente de otra galaxia. Los desmoralizados investigadores del libro están inmersos en una versión de la solarística sin Solaris; en una especie de Moby Dick escrito por una tripulación que nunca sabrá cómo es una ballena, pero que, de alguna manera, sigue destinada a ser destruida por una. En el trasfondo de la ciencia se encuentra la política: militaristas ansiosos por entender si el mensaje alienígena puede traducirse en un dispositivo del día del juicio final. El libro es ensayístico y rumiante, pero ofrece un autorretrato más profundo que el de las breves memorias gnómicas de Lem o el de sus discursivos ensayos autobiográficos. De la traducción de Kandel:

Nunca fui capaz de conquistar la distancia entre las personas. Un animal está fijado a su aquí y ahora por los sentidos, pero un hombre consigue desprenderse, recordar, simpatizar con los demás, visualizar sus estados de ánimo y sentimientos: esto, afortunadamente, no es cierto. En esos intentos de pseudofusión y transferencia sólo somos capaces, imperfectamente, oscuramente, de visualizarnos a nosotros mismos. ¿Qué pasaría con nosotros si pudiéramos simpatizar de verdad con los demás, sentir con ellos, sufrir por ellos? El hecho de que la angustia, el miedo y el sufrimiento humanos se fundan con la muerte del individuo, que no quede nada de los ascensos, de los descensos, de los orgasmos y de las agonías, es un loable regalo que nos hizo la evolución en tanto animales. Si de cada desgraciado, de cada víctima, quedara un solo átomo de sus sentimientos, si así creciera la herencia de las generaciones, si una sola chispa pudiera pasar de hombre a hombre, el mundo se llenaría de aullidos crudos y desgarrados.

Feliz cumpleaños.

 

(Esta nota fue publicada originalmente en London Review of Books Vol. 44 Nro. 3 el pasado 10 de febrero de 2022)

 


 

[1] Mi bibliografía se basa en los trabajos del prolífico crítico literario canadiense Peter Swirski, autor de por lo menos cuatro libros sobre Lem, además de lector y traductor de polaco.

[2] Updike, quien reseñó el libro junto con Excelentes mujeres de Barbara Pym, aprovechó la oportunidad para quejarse de que ninguno de los autores proporcionaba mucho en cuanto a atractivo sexual, en verso:

Pym y Lem

Lem y Pym –

hay poco amor

En ella o él.

Llegando a las extremidades

Con Pym y Lem

uno prefiere abrazarse a sí mismo

antes que a ellos.

 

Un vistazo a un New Yorker diferente y a un mundo diferente.

[3] No debería permitir que mi afecto especial, o el de Lem, por Kandel sugiera que no sé que debo mi acceso a los textos de Lem a los esfuerzos de un verdadero ejército de traductores: Joel Stern, Maria Swiecicka-Ziemianek, Christine Rose, Adele. Milch, William Brand, Marc Heine, Louis Iribarne, Magdalena Majcherczyk, Elinor Ford, Catherine Leach, Joanna Zylinska, Bill Johnston, Antonia Lloyd-Jones y otros que tal vez me haya perdido. La autoridad que me falta para alabar sus esfuerzos, al no conocer los originales polacos, puede compensarse hasta cierto punto por el alcance de mi inmersión: reconozco a Lem cuando escucho su voz. En cuanto a Wendayne Ackerman y el equipo de Joanna Kilmartin y Steve Cox, que hicieron las primeras versiones de El Invencible y Solaris respectivamente, en alemán y francés en lugar de polaco, también deberían ser honrados como valientes astronautas que navegan en la galaxia de la improbabilidad lingüística.

[4] Digámoslo todo: yo también fui miembro de SFWA, entre 1991 y 1996. No me echaron. Dejé que mi membresía caducara.

[5] Leópolis: también conocida como, según el idioma y la jurisdicción, Lviv, Lvov, Lwów, Lemberik y Lemburg.

[6][6] Iowa, 250 pp., septiembre de 2021.