Morir para contarla

Por Mercedes Alonso

Mercedes Alonso reseña Sólo se muere una vez, primera novela de Leticia Bianca, un texto donde el diagnóstico de una enfermedad fatal para la narradora se constituye en el disparador de una historia que se despliega con velocidad y cinismo, riéndose de la mayoría de los lugares comunes que suelen presentarse en estas circunstancias. «Vivir para escribir, pero al revés que Proust: el presente en lugar del pasado, la velocidad de la acción en lugar de la demora en la escena, la producción de los materiales que llenan el tiempo vacío de la vida antes de la muerte y de la novela en lugar de la forma sacrificial».

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El título de la novela de Leticia Bianca la planta de entrada en contra de la frase motivacional bailable de Azúcar Moreno (“solo se vive una vez”, recordarán). O en una variante de lo mismo. Veamos.

“A la protagonista de esta historia le diagnostican una enfermedad extrañísima y le dan 20% de posibilidades de sobrevivir”, dice la sinopsis de la primera página (los ebooks no tienen contratapa). La muerte es el punto de partida, la primera línea de la novela y una decisión; como en Prohibido suicidarse en primavera -exclásico escolar de Alejandro Casona- o -¿lo digo o no lo digo?- Verónika decide morir -clásico de autoayuda del también pasado Paulo Coelho-, pero sin suicidio. Una provocación, en realidad se trata de otra cosa. La elección consiste en negarse al tratamiento no por la voluntad de morir (impulso suicida, al fin), ni siquiera por resignación, sino por “paja”. Este, no la muerte, es el golpe de efecto y el volantazo narrativo.

Algunos matices. Llegar a la muerte no es lo que da paja, sino la serie de trámites y procedimientos que implica hacerlo en el presente (las prácticas médicas, la lucha de los otros por y sobre el cuerpo) y en este país (las autorizaciones de la obra social como imagen clave del funcionamiento normal de casi todas las cosas): la rutina como remplazo del ritual.

Ni siquiera transitar los últimos meses hasta la muerte da paja. Al contrario, la narradora los encara con un esfuerzo extremo que no recae en darle sentido a la vida, sino en las etapas de producción de una novela. Trampa: ¿la literatura justifica la vida? Tampoco. Más bien la muerte es una oportunidad para la novela. Una estrategia de marketing, proyecta la narradora, o al menos una salida fácil si la cosa sale mal. Lo que no dice es que la muerte da tiempo. Si el proyecto literario es económico -fama, fortuna-, depende de condicionamientos del mismo orden: dejar de trabajar para dedicarse por entero a este proyecto.

Vivir para escribir, pero al revés que Proust: el presente en lugar del pasado, la velocidad de la acción en lugar de la demora en la escena, la producción de los materiales que llenan el tiempo vacío de la vida antes de la muerte y de la novela en lugar de la forma sacrificial. La máquina narrativa no es la coincidencia interna de las imágenes temporales, sino la muerte, que está adelante y afuera. Si los recuerdos que se atribuyen al instante previo a la muerte, dice la narradora, se parecen a los videos de casamiento, la novela, que sucede antes de ese momento terminal, no encadena imágenes sino acciones. Fuga hacia adelante más que para arriba -por donde se sale del laberinto, según una imagen sobre la que vuelve varias veces: la narradora no se trastorna con la muerte, lugar común que le atribuye a los otros, pero tampoco se deja seducir. La muerte es un polo de atracción que impulsa la aventura como acción y relato. La máxima de autoayuda o new age berreta como consigna de escritura: vivir cada día como si fuera de los últimos, llenar y acelerar el tiempo narrativo.

La actitud frente a la muerte marca el tono, el ritmo y la forma breve que replica la cualidad fundamental del soporte. La editorial Neural, en la que aparece la novela, propone “literaturas digitales, veloces y sensibles”. Aventuras para scrollear que se compran como se leen -aunque no como se escriben, según el relato de su autora. No solo por ese dato, Bianca defrauda el artefacto de la novela que cuenta su propia escritura, un recurso de la alta literatura que viene bajando para amparar la ausencia del relato, o para reivindicarla como sensibilidad posmoderna. Por un lado, narra porque el método de la novela es la vida entendida como acción. Por otro lado, se queda en el momento anterior del qué y el cómo de un texto que nunca aparece, pero sirve para tomar distancia del desborde del yo confesional con cinismo, velocidad y confección de listas, que son el régimen narrativo burocratizado que la literatura -la escritura, la edición- le roba al mundo.

Si la muerte se banaliza, primero como conjunto de procedimientos médico-administrativos, después como desenlace de la sucesión de cosas que dan paja, la literatura reproduce ese esquema como producto de mercado: escribir es solo la primera parte de una estrategia muy bien diseñada. Bianca se ríe de los dos, pero los transita. O no da tanta paja o es que no hay escapatoria de la administración cotidiana.

Entonces, ni banalización de la entrega a la escritura ni variación trash del postulado existencialista según el cual la muerte justifica la vida. La muerte es una máquina productora de relato y dinero. Ahí sí, en alguno de esos dos, hay algo que justifica la vida.

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Sólo se muere una vez, Editorial Neural, 2021 (Acceso al libro digital aquí)