Compañía

Por Ever Román

Ever Román comparte el capítulo 1 de una novela en proceso de escritura llamada “Neuquén”. Después de las tradicionales peripecias de viaje hasta el arribo a la provincia, tendremos paseos a orillas del río Limay, borracheras y eventos literarios patagónicos. Pero algo en esta visita aparentemente sin previsión de complicaciones se irá torciendo hasta dejar secuelas graves en la protagonista, que por suerte ya está mejor. Atentxs a las próximas entregas.

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1

Los siguientes hechos ocurrieron en un viaje a la ciudad de Neuquén, pero ahora estoy mejor.

Era una soleada tarde de lunes cuando bajé del colectivo frente al Aeroparque Metropolitano Jorge Newbery. Tras un momento de vacilación, me dejé llevar por un grupo de gente que iba a alguna parte. Me llevaron a “vuelos regionales”. Yo debía ir a los nacionales. Pregunté y me indicaron cómo ir, trescientos metros más allá, donde estaría ya esperándome, supuse, mientras le llenaban la panza de queroseno o sufría una pormenorizada inspección, la aeronave que me llevaría a Neuquén.

Ante las puertas de entrada pensé: ¿tendré inconvenientes para embarcar? Repasé mentalmente mis documentos y enseres de viaje. Nada parecía indicar que fuese imposible un percance menor o un impedimento grave. Es sabido que viajar es entregarse, y en estas épocas en que los traslados son tan seguros irrumpe el azar en los momentos burocráticos, los trámites, el papelerío. Y ahora se agregan las inspecciones sanitarias. ¿Y si toso? Fumo una barbaridad. ¿Y si mi cara exhibe una morbidez de la que no soy consciente? Mi aspecto podía estar corrompido por el tormento o cualquiera de los sentimientos tan comunes -y que padezco- de la gente confinada y atormentada en su propio remolino. Pero lo que cavilé no pasó por ahí, sino por los bultos.

Solo declaré la mochila -muy bonita, por cierto: de color verde, con cintas rosa- algunas horas antes, al hacer el check-in vía internet. Por otra parte, tenía una bolsa riñonera. La aferraba con mano lívida y uñas pintadas con esmalte rojo, sin saber dónde meterla, temerosa de que las autoridades aeroportuarias la tomasen por una maleta más.

Aunque hacía calor, me había puesto una campera. En sus bolsillos guardaba libros que no cupieron en la mochila, libros que pertenecían al amigo que iba a recibirme en Neuquén -de ahora en más, para que no entorpezca el relato, lo llamaré ‘el Caballero’.

Y además estaba el gorro azul que en esos días no me saqué de la cabeza -tal vez lo nombre seguido en las siguientes páginas-, bajo el cual había puesto un barbijo de reserva: no puedo recordar por qué lo puse ahí, hubiera estado mejor en mis bolsillos.

Y, finalmente, tenía mi propia lamentable humanidad, que pesaba más que mi exiguo equipaje y que probablemente encendería todas las alarmas que existieran en el mundo, alarmas sensibles a los estados del alma y el espíritu e incluso a alteraciones del aura; por suerte no había aparatos así en el aeropuerto.

Entonces, con susto, sentí en la mano una pera. ¡Era mi almuerzo! ¡Cómo no la comí antes! La traje de casa sin darme cuenta. ¿Se habría contaminado? Tenía tanta hambre que la devoré de pie, sin pensar en los sombríos asuntos administrativos que quizá me impidieran viajar. Arrojé el cabito en un tacho de basura y me colgué la bolsa riñonera bajo el sobaco como una agente del FBI. El barbijo secundario lo metí en un bolsillo; me acomodé la gorra para que no vuele con el viento artificial del gran salón vacío y epidemiológicamente contenido de la entrada y me dirigí a la sala de embarque, un piso arriba.

Me paré al final de una cola larguísima. Frente a mí, una pareja heterosexual en bermudas. Yo sudaba por causa de la campera. Atrás mío, un adolescente hablaba por teléfono: se quejaba de sus problemas con los estudios, se quejaba de su madre, se quejaba de la pandemia mundial, se quejaba de ser alguien incomprendido; lo odié.

Ante la cinta de rayos X, las autoridades aeroportuarias exigieron que me sacara el cinturón, pues la hebilla hacía sonar el detector de metales: lo hice y en el acto se me cayeron los pantalones. Pero, gracias a ciertas habilidades adquiridas durante la infancia y adolescencia, lo sostuve centímetros antes de que se vea demasiado mi bombacha vieja. Miré en derredor y nadie pareció darse cuenta de mi susto. Vi empero a una mujer joven sacándose las botas, atiborradas de tachas y cierres y botones de metal. Bufaba. Cuando levantó la vista hacia mí, le hice con la mano libre el gesto heavy metal de los cuernitos. Me contestó con cara de culo.

Mis bártulos estaban bien, así que me senté a esperar el avión.

Por primera vez, luego de iniciado el largo encierro un año antes, estaba rodeada de personas. Había una cantidad desproporcionada para mi cerebro; aunque lo intenté reiteradas veces no pude contar cuántas, pues llegaba a diez y olvidaba los números e incluso lo que estaba haciendo. Había una cantidad desproporcionada de personas para mi corazón. Las cabezas se amontonaban como naranjas en una verdulería. Una, sin embargo, llevaba sombrero. De alas anchas, era un sombrero de paja.

Pero no dejaba de ser una naranja del montón. Viví el paroxismo.

Para calmar la ansiedad y la angustia, y los pensamientos tenebrosos que empezaron a aparecer, me largué a caminar de aquí para allá. Definitivamente, no fue una buena idea subir a la sala de embarque dos horas antes de la partida. Habría debido esperar en la calle. Aquí no podía fumar. No podía acostarme bocarriba en el suelo para serenarme, pues para las autoridades aeroportuarias sería motivo de alarma. No podía pararme en la pista y extender el brazo para que el avión me recoja. No podía hacer nada para mejorar mi situación, por lo que decidí, como hago siempre en casos de desesperación, ir al baño.

Bastaron unos pocos metros para llegar a la puerta de los sanitarios. Debo confesar que los conocía; en otras ocasiones había abordado vuelos de la misma empresa hacia otros destinos. Nunca olvido los baños que visité. Me viene ahora uno, el de la mujer que amaba y luego de una relación de meses rompió conmigo por teléfono.

Olía muchísimo a pis. Alguna vez lo limpié a escondidas con detergente.
Pero no conocía el sanitario de los varones. Desde la puerta, vi que tenía paredes divisorias en las que podía parapetarme. Entré.

Un cura meaba en los mingitorios. Me llamó la atención lo siguiente: bajo el uniforme sacerdotal -esa especie de camisón holgado cuyo nombre no sé-, el cura usaba pantalones. Eran pantalones de tela convencionales, negros, con la impecable raya de planchado, para dar cuenta de pulcritud. Toda la vida creí -noten ustedes mi enorme ignorancia sobre cuestiones mundanas- que los curas no usaban pantalones, ni siquiera calzón, por ahorrarse el complejo trámite de remover telas para hacer pis e ir de cuerpo en los monásticos agujeros para tal fin.

El cura me daba la espalda. Esperé que acabe su faena. Lo vi sacudirse y acomodarse las ropas. Lo seguí y me guarecí tras la pared divisoria entre los mingitorios y los lavabos. Desde allí lo observé mientras se lavaba las manos. Le saqué una foto con el teléfono celular.

Me lavé las manos con muchísima espuma, durante 5 minutos. Afuera, en un dispensador pegado a la pared, me unté de alcohol en gel las manos. Acto seguido, aproveché para rascarme la cara y frotarme los ojos.

Traté de encontrar al cura entre el gentío, pero solo vi al tipo del sombrero naranja. Caminé en cámara lenta al pasar a su lado y parpadeé varias veces para hacerle fotografías mentales.

El tipo del sombrero no pasaba de treinta años y su rostro parecía tallado a cuchillo. Tan basto era, que me produjo fascinación. Con pena noté lo apartado del asiento que me había asignado para esperar el avión, lejos de toda la gente, en lo que sería el barrio periférico de la sala de espera, con solo dos personas, igual que yo compungidas y preocupadas por resguardar su humanidad de la contaminación latente; desde esa distancia apenas podía verle la espalda.

El cura había desaparecido. A esa altura -después de ver una cara tallada a cuchillo- era ya irrelevante. Así que lo abandoné a sus propios cielos místicos, levitando tal vez con las manos todavía mojadas y espumosas, libres de virus, con la bragueta abierta, puesto que era innecesario cerrársela, velada bajo las faldas religiosas.

Me senté en mi territorio marginal. Aunque lejos de la multitud y con menor riesgo de adquirir la enfermedad, la ansiedad se obstinaba en mí. Cada tanto, me largaba a caminar. Y cada vez que pasaba al lado del tipo del sombrero, ralentizaba mis pasos. No mucho después abordó su avión y la sala de espera se vació bastante. Por lo mismo, mi corazón se atemperó y yo aproveché para dormitar.

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2
Semidormida, escuché el llamado de los altavoces. Me apresté ante el administrativo de vuelos; le exhibí mis documentos y el ticket de viaje. Me indicó que pase. Me sumergí en un túnel transparente. Luego bajé unas escaleras. Ya en la pista, subí al colectivo aeroportuario. Pocos minutos después, abordamos el avión. Mi asiento, el 16B, daba a la ventana. Me senté y bostecé: abrí tanto la boca y aspiré tan fuerte, que casi trago el barbijo.

Todos los recaudos anteriores se revelaron absurdos en la promiscuidad del avión. Sin embargo, me tocó la suerte de tener asientos vacíos a mi lado. Era un consuelo; pobre, pero era uno.

Caía de sueño. Entre lentos parpadeos, me ajusté el cinturón y sentí el avión elevarse. Con apenas fuerzas, fotografié la ciudad desde la ventana.

Intenté leer uno de los libros del Caballero, pero se me caía de las manos. Sentí mucha rabia por no poder disfrutar del vuelo, por no poder sentirme pájaro. No intuía aún el tenor de la despedida. Dejaba la ciudad, sumergiéndome en el sueño, al tiempo que el sueño me decía adiós, recibiéndome. Ignoraba que el deseo de dormir sería tan poderoso los siguientes días, que rogaría dormir, boca arriba en la oscuridad, sin conseguirlo más que por dos o tres horas; no sabía del tormento que me esperaba.

Cerré los ojos.

Me despertó una azafata zarandeándome.

Llegamos, dijo.

Otra azafata roció un perfume con olor a canela por todo el avión. Habré puesto cara de espanto:

Es un desinfectante, dijo la azafata que me despertó.

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3
Tras el desembarque, a nadie pareció importarle nuestra presencia en la ciudad. Me había perdido verla desde arriba, así que todo era sorpresa, incluso el hecho de que el aeropuerto era igual a cualquier otro, solo un poco más pequeño del anterior. El nombre era distinto, aunque de varón también: Aeropuerto Internacional Presidente Perón. ¿No había comido yo una pera antes de abordar? Pocas cosas me resultan más detestables y ridículas que las coincidencias. Ocurren todo el tiempo, sin qué ni para qué. Y nos hacen picar la curiosidad por el presagio o el significado. Aparté de un manotazo las peras de mis pensamientos y busqué la salida.

Era altamente probable que hubiera viajado en el avión con gente local, pero quería ver cómo eran. Les figuré una característica distintiva: el modo de usar la ropa, gestos o forma de caminar típicos, una cara patagona tal vez repetida con pequeñas variaciones de color y textura, una mirada, algo. Salí corriendo a la calle y me puse a mirar; pero lo primero que vi fue el coche rojo del Caballero y tras verlo a él ya no pude mirar nada más. Su amplia sonrisa me ablandó el corazón, me cautivó; y me dio un poco de rabia.

Nos dimos un abrazo apenas entré al coche. El calor de su cuerpo confortó el desamparo que venía portando hacía tanto y que recién ahí percibí con un poco de claridad. Y a partir de darme cuenta, fue que todo lo mío guardado se desencadenó. Sin embargo, ese fue un momento feliz.

El Caballero me explicó las calles y celebró el poco trayecto entre el aeropuerto y su casa.

Si talamos estos árboles no habría más de mil metros, dijo, pero las calles son así y por eso aparenta mayor distancia.

Íbamos muy rápido, no veía caminantes o ciclistas, tan solo ráfagas de otros coches y luego altos árboles y un camino de tierra.

Antes era zona de chacareros, dijo el Caballero, por eso los álamos están puestos así, para cortar el viento. Pero ya nadie cuida las chacras, porque los hijos son profesionales. Ahora venden los terrenos para hacer barrios privados. La ciudad no para de crecer, cada año vemos los cambios como si hubieran pasado décadas.

Está bien que las hijas hagan algo, aunque sea tener una profesión, dije.

Hijos, dijo el Caballero, socarrón.

Así hablo yo, tampoco es para tanto, contesté.

Minutos después, el Caballero dijo:

Esta es la calle San Julián, en un minuto llegamos.

Y fue así, en un minuto llegamos a la entrada de su barrio. Un guardia pelilargo nos saludó desde la garita de seguridad. Se abrió un portón negro, impulsado por motores eléctricos, e hicimos unos metros hasta la cochera de la casa.

La casa era hermosa y yo estaba tan cansada. Al fondo se veían álamos y en el jardín había césped recién cortado y numerosas plantas. Vi una silla reposera en la entrada y me senté allí mientras el Caballero abrió la puerta.

Vení, dejá tus cosas.

Apenas entrar, me fijé en la ventana de la cocina; era una vista preciosa, de postal.

Acaricié las sábanas de la cama del cuarto que hospedaría mi cuerpo y sentí placer. Y también incomodidad. Era una cama estrecha, para infantes. Detesto la infancia, en especial la mía. Había un osito de peluche sobre la almohada y, ante mi escándalo, escuché la risita del Caballero.

Hago un mate, así hablamos un rato mirando el atardecer, dijo.

Asentí mirándolo a los ojos, pues desde nuestro encuentro no había parado de hablar, ni un solo segundo dejó de darle a la matraca. Podía entender su nerviosismo al tener ante sí una mujer de movimientos lentos, rictus de disgusto, ojos apesadumbrados y que, sin embargo, al contestarle lo hacía con enorme afecto. Su discurso interminable acerca de todos los pormenores de la vida rutinaria era un gesto de amor y generosidad. Sentí algo asimilable al agotamiento, así que me lavé la cara, me puse las chancletas y unas bermudas y salimos al patio.

El crepúsculo escondía sus colores tras los álamos. No obstante, algunos rayos se filtraban a través de las hojas y, con cada sorbo de mate, iba yo nombrando para mis adentros el tinte más próximo a cada franja de luz; pero era una tarea imposible, tanto por mi analfabetismo cromático como por la murmuración imparable del Caballero. Lo miré con atención.

Basta, dije.

Aunque lo cierto era que no bastaba nada. No alcanzaba nada. Solo había falta y más falta.

Ya está oscureciendo, dije. Podemos abrir un vino patagón.

¿Vamos antes a ver el río?, dijo el Caballero.

Recordé entonces sus relatos telefónicos sobre paseos por el río y mis ganas de acompañarlo. Creo que sonreí, o al menos una mueca extraña se produjo en mi cara, porque él reaccionó con una sonrisa abierta y luminosa.

Ponete las zapatillas, que el camino está lleno de piedras, dijo.

Mientras me ataba los cordones de las zapatillas, me puse el oso de peluche en el regazo. Tenía imanes en las manos y metal en el pecho, lo que hacía que esté siempre con las manos agarrándose el corazón. ¿Por qué, entre tantos osos de peluche, tuvo que tocarme este? La gran historia de las pequeñas decepciones amorosas enseña que alivia ceñirse a cuestiones prácticas. Le desprendí las manos del pecho y puse en ellas monedas, para que tengan algo que agarrar. Y, con los brazos en cruz, lo acosté bocarriba sobre la almohada.

El Caballero, un hombre alto y elegante, tenía en los pies unas zapatillas desastrosas. Se lo señalé.

Son las piedras, dijo. Y me da igual.

A mí también me dan igual las piedras, dije.

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4

Cruzamos el barrio y el portón de entrada con los barbijos puestos y nos los quitamos apenas salimos a la calle San Julián. Ya era noche cerrada. Había árboles muy altos y parecíamos avanzar por un túnel. A mitad de camino ya no había alumbrado público y apenas se distinguía el camino con los faros de los ocasionales coches.

Arriba, el cielo negro estaba lleno de estrellas, tantas que parecían manchones de pintura; no valía la pena mirar, si no era para perderse. Por tanto, nos concentramos en el camino.

El caballero habló de sus paseos nocturnos.

Voy de noche cuando tengo cosas que pensar, dijo.

Era, entonces, una buena noche para ir al río. Es decir, cualquier noche era buena para ir.

En la oscuridad solo podés ver tus pensamientos, dijo.

Nuestros pasos resonaban en la grava. Mañana vería, hoy solo iba a sentir. Traté de colegir algo, pero la confusión era muy grande. Sentía sin embargo cómo mi cuerpo se soltaba y erguía a medida que avanzábamos. Busqué alguna frase ingeniosa, tonta.

En mi cabeza la noche es todavía más oscura, dije.

No te preocupes, dijo el Caballero, voy a hablar yo.

Y habló.

Caminamos en total mil metros hasta que la calle acabó en otra. Subimos una pendiente y al bajarla, llegamos a orillas del río Limay. No podía verse más que el reflejo del cielo en el agua. Y poco más allá, a unos ochenta metros, más árboles.

Es mucho más pequeño de lo que creía, dije.

Y mucho más hermoso, dijo el Caballero.

Era verdad. Tal vez estaba volviéndome transparente en la penumbra, o tan solo era evidente que estábamos en un paisaje de sueño. Nos sentamos en el suelo. Se oía el zumbido de mosquitos, pero no picaban. Me forcé a hablar. Me costaba, pero quería. Hice un relato pormenorizado de mis últimos días y el Caballero me escuchó con atención. Su cariño me envolvía y desarmaba. Las palabras se hinchaban al pasar por mi garganta, me ahogaban; se volvían tan enormes al llegar a mi boca que costaba sacarlas. Cargaban algo más que relato: miasma, humores y fragmentos de mi aparato digestivo.

Y así es que llegué aquí, dije.

Encendí un cigarrillo.

Aquí llegaste porque yo te traje, dijo el Caballero.

Su tono enigmático e irónico fue un bálsamo. Y a partir de allí, empezamos a reír. Si ustedes fueran gente de confianza, les contaría los detalles de su vida divertida, las que me narró a lo largo de los días que estuve con él. En todo caso, puedo decirles que el Caballero disponía de la naturaleza, una ciudad convulsa y el río a pocos metros para desplegarse. Era un hombre feliz y yo lo quería y encendí otro cigarrillo.

Como yo fumaba sin parar, nos sentamos en la cochera. El patio se enfriaba con cada copa. Cuando el vino trepó mi columna vertebral, le pregunté:

¿Qué particularidades físicas o morales tienen las patagonas?

Me miró extrañado.

¿Pies grandes? ¿Mirada aviesa? ¿Exceso de generosidad?, dije.

No puedo decirte, dijo el Caballero. Estoy inmerso, debería tomar distancia y no puedo, porque vivo acá. Vamos a conocer gente estos días para que saques tus propias conclusiones.

Y entonces, me reveló su gran proyecto. Antes debo a mi vez develar una cosa: el Caballero es escritor; uno genial, dicho sea de paso. Y también lo soy yo. Él es una personalidad literaria reconocida y había organizado, o lo estaba haciendo, un encuentro de presentación de mi última novela. Vendrían, el sábado, unas pocas personas para asistir al evento que tendría lugar en su misma casa.

Me asusté bastante. ¿No había ya suficiente muerte y contaminación por el virus, como para hacer causante de su propagación a la literatura? El Caballero me pidió que no sea melodramática, algo que también me pido bastante, pero resulta imposible. Crecí con telenovelas, fueron mi educación sentimental. Le pedí un minuto para pensarlo y, tras el minuto, le dije que me parecía una idea fantástica.

¿La invitación se haría pensando en abarcar una variedad de tipos patagones? Pero al parecer, era algo más simple. Invitaría a gente que quería y que participaba con él de un evento literario de años llamado Lecto-chupi, o sea, alcohol y literatura.

De repente, empezó a hacer demasiado frío.

Este clima es indignante, dije.

El Caballero me explicó que la amplitud térmica de la Patagonia era brutal. Podías estar sudando en un momento y al otro congelarte.

La temperatura varía muchísimo durante el día, igual que la población de Neuquén, dijo.

Esquivé su intento de volver al tema de la demografía neuquina, que por alguna razón le parecía sumamente relevante.

Rato después, el Caballero estaba dormitando. Se paró.

No seas tan borracha, dijo.

Cuando al fin fue a la cama, quedé con la tercera o cuarta botella de vino aún por la mitad. Sentía en el pecho un dolor bestial. Bebí grandes sorbos y fumé un cigarrillo tras otro. Así estuve -abrí otra botella- hasta que apenas podía moverme. Era hora de ir a la cama.

Arrastré mi cuerpo sosteniéndome de las paredes. Me descalcé y aparté las frazadas. Me tendí en la cama y apreté al osito de peluche contra las mejillas. Cerré los ojos y quedé dormida.

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5

Dije en la primera línea que ahora estoy mejor. No bien. Durante la escritura de este capítulo estoy mejor que entonces, porque me acompañan tintura madre de melisa, cannabis, amitriptilina 25 mg y alprazolam 1mg.