Por Esteban Galarza
Primera parte de un importante trabajo de investigación biográfica de Esteban Galarza sobre la pianista y cantante estadounidense Nina Simone, quien desde sus inicios desconcertó a una crítica que nunca supo como etiquetarla. Pero ella no se limitó a romper moldes en el escenario, ya que además de ser una mujer afroamericana bisexual en un mundillo musical hostil, se convirtió en una importante referente del movimiento por los derechos civiles. Hoy, el inicio de la leyenda.
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“Para iniciar el encantamiento del público, empezaba con una canción con la que creaba cierto estado de ánimo, que trasladaba a la canción siguiente y luego a la tercera, hasta alcanzar un cierto clímax, y para entonces ya los tenía hipnotizados. Para comprobarlo, me detenía y no hacía nada durante un instante; lo único que oía era un silencio absoluto; ya eran míos.”
Nina Simone
Intro: la pianista y su hechizo (My baby just cares for me)
Mil noches acompañaron mil shows distintos pero con un gen idéntico y un hipnotismo total. Parece magia, negra, la que impide a nadie hacer nada más que guardar silencio y escuchar con todo el cuerpo. En la noche mil y una el ritual vuelve a comenzar: La sacerdotisa, negra como el ébano y vestida de forma impoluta (el color de la ropa puede variar), llega al escenario, hace una reverencia que se congela en el tiempo y espera a que cesen hasta los murmullos mínimos. Esta última condición de vacío de sonidos no condice con un show de jazz, en el que los murmullos e inclusive el trinar de vasos que se apoyan en las mesas, se alzan o chocan con platos, suelen ser parte de las bandas sonoras de este tipo de música.
Pero la sacerdotisa impone silencio con su mutismo y su mirada, tan negra y profunda como su piel. Pero sabe ella que aún esa no es su gente, no los tiene prisioneros de su fe ni víctimas de su hechizo. Aún no ha capturado ni a quienes ya posee cautivados.
Su reverencia condice con gestos acartonados que se pierden en la historia de la música clásica, lo cual enrarece aún más la escena. Lentamente, ese momento cristalizado de postura, gesto y silencio nuevo se desvanece con los primeros movimientos de la sacerdotisa. Se sienta al piano y, antes de siquiera teclear nada, repasa el silencio que generó su presencia. Pareciera que el silencio es aún más importante que la música. Y en cierto modo lo es. Es ese erotismo imposible entre el sonido y el mutismo el que la cautivó a ella, a Keith Jarrett y a Chet Baker.
Cautivados todos por el silencio, la sacerdotisa comienza a cantar una canción. La elección no es arbitraria, sino que toma en cuenta el tipo de espíritu que presiente en la sala, sin dejar que se esfume en una inútil catálisis. Al primer tema engarza un segundo y un tercero y ya para entonces los tiene a todos cautivados.
Son suyos, sus almas y voluntades, así como lo es el nombre de la mujer que guarda en su corazón y que la protege de quedar desbordada por el personaje que sube al escenario. La tragedia de su vida tal vez tenga ese origen: que la sacerdotisa guardó por demasiado tiempo a Eunice Kathleen Waymon y poseyó ese cuerpo de ébano bajo la identidad de Nina Simone.
1º parte: La niña y el piano (I loves you Porgy)
Hay barro en los pies descalzos que pisan esa tierra. Allí donde niños embarrados juegan, hubo antaño, sobre las últimas décadas del siglo XIX, una masacre que puso punto final a la genealogía aborigen. La batalla de Round Mountain, cuyo punto cúlmine fue el linchamiento del cacique Skyuka, fue el punto de partida para que se funde Tryon City, en Carolina del Norte.
La sangre derramada en la tierra forma barro, el barro se seca en costras que se hacen polvo y el polvo se pegotea en los juegos infantiles. La sangre en la tierra se ennegrece. El agua en la tierra se ennegrece. La piel de los antiguos esclavos es negra. Y a ellos no les importa mezclar su sangre con la aborigen. En los inicios de la genealogía de Eunice K. Waymon (por su tatarabuela), hay una aborigen que tuvo descendencia con un esclavo. Hay entre ambos pueblos un denominador común: la música como sangre etérea, como elemento mágico para hechizar, para ligar con la propia historia y para dar testimonio.
Eunice apenas tiene cuatro años cuando entra en la pequeña casa familiar con los pies embarrados de tanto jugar y ve cómo sus hermanos se disputan su participación en un viejo piano. Son 88 teclas las que la separan de la música y que, sabe, serán su justificación de su vida. Del otro extremo de esa vida, ya adulta, Eunice escribirá: “Entonces tenía dos años y medio. Nadie se dio cuenta hasta un par de meses más tarde, cuando mamá entró en la sala y me oyó tocar uno de sus himnos favoritos, ‘God Be with You `Til We Meet Again’, en clave de fa. Se sorprendió tanto que casi se murió allí mismo de un síncope.”
Tal vez sería más justo decir que hay otros impedimentos para que el contacto con la música de Eunice sea pleno, además de las 88 teclas del piano: es la hija menor de una familia humilde con un padre postrado, transcurre la década del 30 del siglo XX y crece en un pueblo del sur racista de Estados Unidos. Y Eunice es negra. Sin embargo, hay un ángel que por el momento la protege de la violencia y de tomar contacto con la historia.
Para ser más exactos, no es un ángel, sino un daimon, un espíritu benefactor, dentro de ella. Eunice no lo sabe, pero lo intuye cuando su madre la lleva a la iglesia a tocar el piano góspel. Ve en la música góspel una magia que posee y deja en trance a la audiencia. La primera lección de música es que puede conducir a diversos estados de ánimo a medida que se moldean en el espacio y el tiempo.
Es ese mismo daimon el que le permite conocer a dos mujeres blancas que financiarán sus primeros pasos en la música: la señora Miller, patrona y amiga de su madre, y la señorita Mazzy, una profesora de piano europea que la puso en contacto con Bach y con la tradición clásica. Pero además, la señora Mazzy le moldeó un primer sueño en el corazón: convertirse en algún momento en la primera pianista clásica negra de Estados Unidos. Ya desde entonces Eunice soñaba con tocar Bach en el Carnegie Hall. Pero los sueños, cuando se cumplen, nunca cuadran del todo con lo que se tenía en mente.
El daimon, con el paso del tiempo, se hará cada vez más permeable. Eunice empezará a darse cuenta de que ser mujer y negra implica vivir en el peligro, conocer el miedo. Pero también descubre que esas cosas no la paralizan, la motivan mucho más. La rueda gira, la señorita Mazzy le da lecciones y crea un fondo que financia esas lecciones. A cambio, Eunice toca el piano y se presenta en público. Es en una de esas presentaciones en público, cuando tiene 11 años, que Eunice tiene su primer arrebato. Ella sube al estrado y hace una reverencia y ve cómo los asistentes echan a sus padres de la primera fila y los ubican al fondo del lugar. Fuera de sí, reclama que sus padres vuelvan a la primera fila o ella no tocará el piano. El abrir los ojos, como un golpe de rayo, implica casi siempre una desilusión del mundo que nos rodea y una apertura a una nueva realidad. Eunice toma conciencia del negro, tanto del de su piel como del barro de la historia.
2º parte: La niña y el piano (To be Young, Gifted and Black)
De este lado de la historia, cuando la musicología y la historiografía ubican a Nina Simone la coloca con cierta incomodidad dentro de los artistas de jazz. Pero es una pieza extraña que no cuadra del todo. Piénsese cuanto más cerca del jazz suenan los nombres de Aretha Franklin, Billie Holiday o Ella Fitzgerald. Si pelásemos la cebolla y quitaremos las capas y volviésemos a Eunice Kathleen Waymon veríamos que ella nunca quiso asociarse al jazz sino a la música clásica.
Era 1944 y Eunice había devuelto a sus padres a la primera fila de donde nunca debieron sacarlos. Por esos años sus dedos tecleaban música de cámara europea y góspel, pero nada de jazz. Su mamá era una predicadora metodista y consideraba toda música popular como una bajeza, una vía más para empobrecer el alma. Y la estructura caótica del jazz solo traía confusión.
En 1951, Eunice deja el terruño de Carolina del Norte y se traslada a la Julliard en Nueva York, becada. La sangre toca la tierra y forma barro que al secarse se desgrana y se vuelve polvo que se lleva el viento. Pronto esa diáspora daría sus primeros frutos en otros lugares. Tal vez imbuidos por ese dinamismo, su familia se mudó a Filadelfia.
Nadie recuerda cómo era el espacio que ocupa Nueva York sin ruido ni smog. La ciudad misma creció con la historia y supo aplastar bien sus sonidos naturales y el polvo que la ventisca genera. Eunice percibe en esa ciudad desarraigada de sí misma una posibilidad de construirse de nuevo. Su corazón le dice que sin pasado inmediato podrá convertirse en la primera concertista clásica negra del país. Pero hay algo más que Nueva York genera a causa del auto desarraigo: los sueños que las personas que se diluyen y licuan en las ventiscas otoñales.
Así, de la solvencia de estudiar en la Julliard y luego aplicar para una beca en el prestigioso Instituto de Música Curtis, se replegó a una vida de asistente de una profesora de canto para estudiantes mediocres y ricos. Después de que fuera rechazada su aplicación para la Curtis, el sueño musical parecía perdido en la ventisca y ella desarraigada, desorientada. Si no sucumbió fue por un hecho fortuito: el conocer por un tío la lucha de Marian Anderson, cantante contralto negra precursora de la lucha antirracista en Estados Unidos. Eunice retrocedió unos pasos hacia donde comenzó su desorientación y vio en el rechazo de la beca Curtis una reacción al negro de su piel y no a su talento para la música. Si para la gente de la Curtis el negro era un impedimento, ella lo haría un desafío. Recuperó algo del sueño que los vientos neoyorquinos habían dispersado, pero ya no lo tuvo intacto como cuando estaba bajo el sol de Tryon y pisando firme en su tierra barrosa.
Los años corren y Eunice se enfrasca en el trabajo de profesora de piano para vivir. Son los primeros días de 1954 y el peor alumno que tiene le dice que en temporada veraniega toca en Atlantic City. Eunice no se lo piensa mucho y consigue un tugurio llamado Milton`s que le paga 90 dólares por semana por tocar todas las noches de 21 a 4 de la madrugada.
Eunice llega en los primeros días de la temporada a las puertas del Milton`s, hace un calor de justicia y busca al dueño unas horas antes de la primera noche. Allí dentro no hay tierra, ni luz, ni aire puro. No es lugar para la hija de una predicadora metodista, por lo que la joven decide guardar en un relicario dentro de su corazón el nombre Eunice K. Waymon y adoptar una máscara nueva e irreconocible. Había tenido un romance con un chico latino que le decía “niña” todo el tiempo y había atesorado esa palabra para usarla precisamente en ese momento. También sacó de su colección de querencias el recuerdo de la actriz franco-alemana Simone Signoret. No lo supo entonces, pero su identidad nueva la acompañaría durante casi toda su vida. Allí dentro comenzó a llamarse con el nuevo nombre, aunque aún no había entrado totalmente en la piel negra y peligrosa de Nina Simone.
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En una entrevista durante su estadía en Roma, se le pidió al saxofonista de jazz Steve Lacy que diferencie composición de improvisación en 15 segundos. Lacy respondió: “En quince segundos, la diferencia entre la composición y la improvisación es que en la composición se tiene todo el tiempo que se necesita para decir lo que se quiere decir en quince segundos, mientras que en la improvisación solo se tienen quince segundos.” La respuesta le demandó quince segundos. La flamante Nina Simone aspiraba a componer, pero su necesidad la catapultó a improvisar con los elementos que tenía a mano. Y Nina tomó de Eunice sus conocimientos de música de cámara y comenzó a improvisar para llegar al final todas las noches. Más adelante, Nina escribiría sobre su estilo tan extraño y difícil de ubicar: “Yo tocaba canciones populares con un estilo clásico y con una técnica pianística clásica influida por el cocktail jazz. A eso incluía espirituales y canciones infantiles en mis actuaciones, y esa clase de piezas se identificaban automáticamente con el movimiento folk.”
Cabe recordar que hasta entonces ella estaba negada al jazz y a la música popular, por lo que esa primera noche, perdida en el tiempo, tocó piezas de Bach, de Listz y de Shostakovich, entre otros. Un jazz extraño basado en las reglas del contrapunto y demases, sacadas de la música de cámara. Y si la música era una amalgama atractiva, pero un tanto alienada, ella no sería menos. Nina también tomó de Eunice su educación, porque había sido educada para las grandes salas de concierto, y esa figura de concertista clásica se impuso. Pero entre sus dedos, sus comisuras y sus pies, se entretejía la trama de una sacerdotisa africana encerrada en ese cuerpo negro.
El primer pinchazo vino la noche siguiente a su debut. El dueño le exigió que cante o perdería su trabajo. Eunice nunca había cantado, pero quien lo hizo fue Nina Simone, quien abrió con su boca roja y negra una perspectiva nueva para ese cuerpo: una voz que acompañe a un piano que de a poco se alejaba cada vez más de algún lugar reconocible para ella.
Había magia ahí, un hipnotismo que hizo que el club empiece a mutar de acuerdo a las disposiciones de su voz. Los parroquianos que buscaban alcohol barato dejaron de frecuentar ese parador que, en cambio, comenzó a llenarse de beatniks, universitarios y amantes de música nueva después de la medianoche. Nina sabía que luego de la medianoche los hechizos son inevitablemente efectivos. Su voz continuaba poniéndole letra a bases de Bach, pero también incursionó en standards de jazz que sus alumnos en Filadelfia le daban para practicar.
Terminada la temporada, Eunice se quitó la piel de Nina y volvió a su último otoño calmo. Había arreglado para tocar en el siguiente verano en el mismo lugar. Fue en ese segundo verano que un amigo que hizo en esas madrugadas le pidió que toque I loves you, Porgy, de la ópera de Gershwin Porgy and Bess y popularizada en esos días por Billie Holiday. Nina abrazó ese tema y lo hizo propio, aunque aún había una cada vez más débil voluntad de usar el jazz como trampolín para llegar a la música de cámara. Ese verano además conoció al guitarrista Al Schackman, amigo y testigo fiel para el resto de sus vidas. Quiso el azar que el primer tema que tocasen fuese Little Girl Blue, tema que dio nombre al primer disco de ella editado en 1958. Desde el primer momento Nina Simone fue guía de Schackman y el guitarrista completó los espacios vacíos. No necesitaban siquiera cruzar miradas, la música lo hacía por ellos. Había nacido finalmente la primera Nina Simone, aunque no la definitiva. Quien volvió a Filadelfia tras la temporada veraniega fue Nina; Eunice había quedado cautiva de un hechizo y no volvería a aparecer en mucho tiempo.
(…)