Nina Simone: Seis mujeres (parte 3)

Por Esteban Galarza*

Tercera y última parte de un importante trabajo de investigación biográfica de Esteban Galarza sobre la pianista y cantante estadounidense Nina Simone, quien desde sus inicios desconcertó a una crítica que nunca supo como etiquetarla. Pero ella no se limitó a romper moldes en el escenario, ya que además de ser una mujer afroamericana bisexual en un mundillo musical hostil, se convirtió en una importante referente del movimiento por los derechos civiles. Hoy, la leyenda y el piano.

(Viene de la Parte 1 y Parte 2)

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5° parte: La leyenda y el piano (Don`t let me be misunderstood)

La televisión hizo click. Pero ese click replicó otros apagados y encendidos de televisión. El mismo sonido, distintos momentos y el tiempo parecía plano, no lineal. Entre el momento en el que despega para no volver a residir más en Liberia y aquél en el que ve a sus amigos masacrados en una pantalla de pocas pulgadas, pasaron los años de la leyenda deslucida.

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A mediados de los 70 Nina no sabía en qué depósito de Barbados había quedado su piano, desconocía en qué situación estaba ella con el fisco de Estados Unidos o cómo salir de la madeja burocrática; tampoco reconocía el daño tanto físico como psicológico que le causaba a su hija ni sabía si aún tenía una carrera por delante. Nina no sabía si aún pisaba tierra o si la arena de Liberia había borrado sus huellas para siempre. Lo único que le quedaba era un nombre artístico en el cuerpo de una mujer negra que supo llamarse Eunice K. Waymon.

El tiempo se pliega como un disco, no es lineal, y entre los dos extremos del plegado se encuentran los discos It is finished, de 1974, y Baltimore, de 1978. En el vértice de esos años, 1976, está su despegue de Liberia y su vuelta tímida a los escenarios. Es en aquel tiempo plegado que Nina mira al cielo y lo ve gris y metálico. De aquel lado del pliegue hay un océano caliente, el sol siempre presente, el vaho que humecta la piel negra y la vuelve perlada, la joya de ébano de la costa atlántica de África. Sin embargo de este lado del pliegue hay lagos de postal, montañas y un frío que la desluce. Nieva, todo el día, todos los días bajan de las montañas la neblina y la nieve en copos. Nina Simone dejó de buscar el momento en que comenzó a nevar cuando sintió por primera vez un copo blanco y simétrico en un día soleado, en pleno verano suizo. Supo entonces que la nieve la taparía, junto con todos los recuerdos que se apelotonaban en la puerta de su casa.

Nevó el día en que buscó un piano y una fecha de algún festival de jazz europeo. Le salió al paso el de Montreaux, en Suiza. Aún podía invocar a su daemon, vestirse elegantemente y captar a algún público ocasional, pero había algo que no funcionaba del todo bien. Ese espíritu que la había acompañado y generado los hechizos a lo largo de los años se le empezó a volver en contra, la acogotaba, le dispersaba copos de nieve hasta en su cama, lo cual la enloquecía.

Nevó en el cuarto de hotel de Londres que la acorraló en una estafa y una golpiza de un supuesto empresario de la música de Liberia. Su cuerpo quedó mancillado, su billetera vacía y todo a su alrededor cubierto de nieve fría. Quiso morir, o, mejor dicho, Nina quiso matar a Eunice. No pudo. Logró salir de ese hotel en Londres para ser arrojada a lo que quedaba: una estrella de luz tenue que podía latir y recoger algo de su viejo ser glorioso para poder vivir el día a día. Es duro que el viejo talento pague las sobras de lo que se es en el presente. Por esos días Elvis Presley moría reventado tras haberse atragantado de su leyenda. Muerto en vida, muerta en vida.

Nevó también en París, a donde se mudó tras huir de Suiza, y nevó en su regreso fallido a Estados Unidos, en el que quedó enmarañada por el fisco y presa por unas horas. Pudo volver a Europa y en la sucia y aburrida París de fines de los 70 buscó volver a comenzar en clubes chicos. Pensaba que se repetiría el hechizo de fines de los 50 en Atlantic City, pero no fue así. Su presencia en esas madrugadas tristes y frías era incómoda, todos olisqueaban que no había mucho más futuro para Nina Simone. Y era comprensible, porque una vez que se llenan espacios inmensos con multitudes no se puede retroceder a la intimidad de los lugares chicos, a menos que una se disponga a morir.

Si, nevó mucho y durante años, hasta que en enero de 1979 sumergió su cabeza en Israel con un pequeño retiro espiritual por Tierra Santa, antes de emerger y ver el mundo con ojos lavados de nieve y de pasado sucio.

 

6° parte: La leyenda y el piano (Four Women)

El escritor James Baldwin moldeó una frase para Nina que cubrió su espíritu como una túnica, un mantra para una mujer atormentada: “Este es el mundo que tú misma has creado; ahora tienes que vivir en él”. Cuando se fue de Israel, repetía esa frase ya añeja en sus labios mientras veía qué mundo había creado durante todos esos años. Y por primera vez en años lo vio despejado de nieve. Cuando la nieve se derrite deja desnuda la tierra embarrada y fértil.

Había, sin embargo, mundos no creados por ella. Desde Liberia llegaban las noticias macabras sobre el fin de los amigos que la acogieron: cuerpos despedazados que recogía el océano para lavarlos y perderlos. Se cerraba África para Nina, había sido solo un sueño más que se desmenuzaba en violencia, tal como había ocurrido a fines de los 60 en un hotel pequeño de Memphis. Pero eran todas instantáneas del pasado que poco podían decir del presente de Nina Simone. Ella ya no habitaba allí.

De la costra seca del extraño año de 1978 surgió un disco que fue el origen de su nuevo mundo habitable. Baltimore, único disco para CTI Redords, que fue grabado en algún lugar de Bélgica y constituyó una experiencia difícil para todos los implicados. Nina accedió de mala gana y dentro del pequeño estudio de grabación desató su daimon contra todo lo que se le cruzaba. Odiaba las canciones y el estilo en clave de reggae de alguna de ellas. Sin embargo, hay una ternura que fluye en todas las canciones que logra ocultar lo tormentoso que ocurría del otro lado del micrófono. Los temas «Baltimore», «The Family», «My Father» y «Forget», entre otros, de algún modo buscan reconectar con Eunice, donde sea que Nina la hubiese dejado.

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“Este es el mundo que tú misma has creado…”. El mantra se repite en el avión que la deja en Los Ángeles algún momento de 1981. Continúa moldeándolo cuando baja y se dirige en un taxi a las oficinas de CTI. “… Ahora tienes que vivir en él”. Unos días antes de ver al presidente de CTI, Anthony Sannuci, había grabado un recital en vivo en Francia con canciones de ese disco. Había una nueva luz en el corazón negro de Nina Simone que pujaba por salir y que se llamaba Eunice K. Waymon. Pero aún el daimon de Nina era fuerte a pesar de los resquebrajamientos.

Sannuci fue el impulso que necesitó Nina para volver definitivamente. Encontró en él a un productor que concertaba shows para ella y se encargaba de toda la logística. Podía dedicarse a arreglar sus problemas con el fisco de Estados Unidos mientras que del otro lado alguien sostenía su carrera. Los problemas que surgían en esos días los dirimían con fiestas y viajes a Las Vegas. Sannuci era 100% estadounidense y amaba el dinero para consumirlo a raudales. Entonces el antiguo daimon de Nina regresó.

De a poco las peleas ocasionales con Sannuci se volvieron costumbre y Nina sentía que el barro que pisaban sus pies se volvía más blanco, como la nieve helvética, y que el sol era un poco más oscuro cada día que pasaba en ese Estados Unidos irremediablemente xenófobo, racista y embrutecido. El cuarto pilar era el cristianismo mesiánico de Ronald Reagan, que repelía a la mente y el corazón de Nina. Pero no había ningún lugar hacia donde huir. Del blanco pasaba al negro y a la inversa, los momentos de tranquilidad eran solo lapsus entre estallidos de ira y violencia. ¿Dónde estaba Nina Simone?

Negro.

Blanco.

Barro en los pies, pero no pies en el barro.

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Afuera llueve copiosamente y Eunice recuerda que siempre le gustó esa palabra, “copiosamente”. Le recuerda a copos de maíz, a cierto momento de sosiego de la infancia que supo atesorar por lo escaso y breve que fue en su vida: tanto la paz como su infancia. Las gotas de lluvia se estrellan y acumulan, desintegran y forman una masa acuosa del otro lado del cristal.

Eunice mira, sin observar mucho, la tierra reseca que recibe las primeras gotas de lluvia. Allí cae en tierra John Devan Waymon, su padre, muerto en 1972. Frente a ella hay algunas personas, no todas conocidas. Le hablan pero presta poca atención, sus ojos siguen de forma microscópica la escasa vida y anónima muerte de las gotas de lluvia. Se acumulan en charco su amante latino que le decía “niña”; su primer novio, Edney Whiteside, muerto anónimamente años atrás en su quimérica Tryon; su ex esposo y manager Andy Stroud. Todas esas gotas comienzan a formar barro de la tierra. Pero Andy aún no murió, sino que está frente a ella. Y también su hija está en ese cuarto de miradas serias y tapizado en madera de roble, un lujo del pasado. O tal vez no sea Andy quién esté allí, pero decididamente él aún está vivo y de todos modos él se casó y divorció de aquella otra mujer, pianista y luchadora por los derechos civiles en los 60, para divorciarse a principios de los 70. ¿Quién era ella? ¿Por qué insisten en llamarla Nina cuando ella es Eunice?

Copiosamente caen gotas y hombres y al chocar en tierra forman barro: Malcom X, Martin Luther King Jr., C. C. Dennis, masacrado en Liberia, Errol Barrow, reseco ex primer ministro muerto en algún lugar de Barbados. A todos amó y a todos los perdió en ese charco. Entonces el hechizo se rompe y sus ojos ennegrecidos vuelven a ese cuarto cuando alguien relaciona en un mismo aliento su nombre con un diagnóstico: trastorno maníaco-depresivo y bipolaridad. En el escritorio de caoba alguien apoya un frasco plástico con pastillas. Eunice recuerda que gustaba tocar el piano desde los tres años de edad y le parece que ese piano y ese escritorio están hechos con la misma madera del mismo tronco. Ahora alguien le dice Nina y ella recuerda, ve la última gota de esa lluvia breve: se llama Nina Simone.

Recuerda como Nina Simone la primera melodía que tocó Eunice Kathleen Waymon en el piano familiar y lo tararea sin que nadie capte qué melodía es. Asiente cuando le preguntan si seguirá el tratamiento. Sabe que es su última oportunidad para deshacerse del embrujo en el que vivió toda su vida. Su hija llora, tal vez alguien más se emociona, y ella sonríe: logró hechizarlos de nuevo.

Cuando salen, ella continúa bisbiseando esa melodía de su infancia y no se percata hasta que alguien le advierte que pisó el charco de barro que vio formarse desde aquel cuarto. Sonríe de nuevo y continúa con su melodía. Nadie sabe cuál es, pero ella sí, se llama God Be with You `Til We Meet Again.

 

Epílogo: La anciana y el piano (God Be with You `Til We Meet Again)

En algún lugar de Francia, donde vivió durante más de una década, el cuerpo resquebrajado de Nina -o Eunice o como guste llamarla quien le hable- reposa ya lejos de todo hechizo. Es el 21 de abril, tiempo de volver a repasar aquella vieja melodía. Las notas del piano teclean en su cabeza hasta que cesan del todo. Adentro todo se apaga, en un silencio que sólo rompe a veces el oleaje del mar cercano.

 

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*Es profesor en Letras egresado de la Universidad Católica Argentina, además de periodista por Tea y Deportea y UX Writer de Coderhouse. Fue colaborador de Billboard, Caras y Caretas y medios de cultura y rock como Yo Soy La Morsa y Revista The 13th. Fundó y dirigió Revista Kunst y Revista Ruda.