¡No abra esa puerta! Una lectura de «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne
Por Mariel Martínez
En un mundo que tiende a aplastar con su monotonía todo rasgo de individualidad, ¿cómo hacer, al decir de Susy Shock, para ser diferente entre tanto parecido? Mariel Martínez propone una lectura de «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne, con especial atención a estas tensiones que nos atraviesan desde el siglo XIX para acá.
Quizás la ficción más dulce que alimentamos cotidianamente sea aquella que nos hace sentir especiales. Únicos. Diferentes. Si somos habitantes de un mundo que se ha organizado con paciencia y violencia para ubicar nuestras vidas en algún engranaje que quepa, más no sea el engranaje de repuesto, o el engranaje que trabaja más de lo que puede o incluso el engranaje que piensa a otros engranajes o a la maquinaria en general, ¿cómo hacer, al decir de Susy Shock, para ser diferente entre tanto parecido?
No estamos ni cerca acá de las respuestas al estilo Saint Exupéry: se llega a individualizar lo que se domestica. Respuesta pensada, hay que decirlo, al calor de la lucha contra la exacerbación de lo homogéneo y lo totalitario: el fascismo. Es hasta esperable que una de las respuestas literarias inmediatas al crimen masivo, pensando en la primera mitad del siglo XX, sea la particularización amorosa. El texto –estamos hablando de El principito-, además, está más individualizado aún en la dedicatoria a un camarada, Leon Werth, también novelista y también piloto, comprometido en la lucha de la resistencia francesa ante el avance del nazismo. Se conoce, se domestica, se ama. Una forma de individualización que puede tranquilizar los vínculos más inmediatos.
En el fondo, o desde el siglo XIX para acá, parece siempre lo mismo. La necesidad de preservar lo individual entre lo masivo. De conservar de alguna forma los contornos que nos hacen únicos, pero no sólo para un puñado de personas a las que nos unen lazos de sangre. La tensión de ser especiales de manera profunda, irremplazable. La tentación de romper trágicamente la monotonía. ¿Quién no imaginó su propio funeral? ¿Quién no soñó con esa escena? ¿Quién no pensó en cómo se lloraría su ausencia, en el vacío irreemplazable ocasionaría su muerte? Recuerdo una tira de Mafalda que leía de chica. En ella uno de los niños protagonistas había sido cruelmente –según él- reprendido por su padre y su madre, y entonces imaginaba la propia muerte como forma de venganza. Cómo sufriría su familia al verlo muerto. Cómo lloraría. Pobrecito, ahí solo, todo muerto. Qué tristeza. Tanta tristeza que el personaje mismo rompe en llanto, desconsolado ante la visión de su cadáver imaginario.
Wakefield puede estar habitando ese territorio. Recuperemos: un hombre del siglo XIX se despide de su esposa avisándole que va a realizar una diligencia que lo demorará unos días, pero, en realidad, al despedirse ya había pergeñado su plan: desaparecer. Desaparecer bien cerca de su casa. Alquila una habitación en la calle contigua y se dedica los siguientes 20 años – si bien originalmente había planeado una ausencia más corta- a observar su propia ausencia. Pasado este tiempo vuelve, como si nada hubiese ocurrido, a sentarse en su propio sillón y a calentarse con el fuego de su casa. La historia, nos dice Hawthorne, es real. O al menos ha sido publicada como real por la prensa del siglo XIX, que establecía, seguramente, los mismos vínculos con la realidad que la prensa de todos los tiempos. La noticia es leída por Hawthorne que pone a trabajar la ficción en el lugar de la conjetura. Esta conjetura acerca de aquellos 20 años, constituye el cuento entero. La historia conjetural de un desterrado, dirá Borges, un siglo después.
La forma de particularizarse es aquí desaparecer. En medio de la multitud, desaparecer. A una cuadra de su casa, desaparecer. Y si bien la decisión le causa a veces escozores, dudas, ninguna resultó tan movilizadora para el espíritu del protagonista como aquella que, en medio de su exilio voluntario, le llega a través de un cruce de miradas con su esposa. Transcurridos 10 años de su desaparición Wakefield se cruza con ella en el mercado y corre el riesgo de volver a una rutina gris, monótona. De volver a ser reconocido como lo que siempre fue: un simple hombre, un varón tibio, un marido constante. Pero no cede. Cinco años después de la escritura de este texto, otro norteamericano, Edgar Allan Poe, escribe un cuento bordeando las mismas tensiones. “El hombre de la multitud” narra a un narrador sin nombre que persigue durante dos días a otro hombre sin nombre, por simple curiosidad imaginativa, a través de un Londres atiborrado de gente. Este narrador particulariza a un sujeto dentro de una masa de sujetos adjudicándole historias terribles, incomprobables. Poco más de diez años después, Melville imagina también la vida de un hombre simple, gris. Bartleby, el escribiente, es empleado en una oficina en la que termina viviendo sustrayéndose de la única función que lo justifica: ser copista. Su famosa frase “preferiría no hacerlo” hace que reconozcamos su existencia entre miles de existencias. El trabajador que, de manera amable y sistemática, se niega a cumplir con la función que le toca en la incipiente división capitalista del trabajo.
El problema es la pregunta que ronda. ¿Cómo hacer, en ciudades ya plenamente atravesadas por los procesos de industrialización que nos hacen obreros, que nos hacen empleados, que nos hacen iguales, para ser diferentes? ¿Qué forma particular de disfraz hay que tomar? ¿La de la imaginación criminal, la del del retiro pacifico de los mandatos productivistas, la de la desaparición total del sistema económico y familiar? ¿De qué forma ser únicos? ¿Y para qué?
Borges, encuentra en este mundo de absurdos e indescifrables un antecedente de Kafka. Pero dice que Kafka no hubiera permitido ese final, no hubiera hecho a Wakefield, tras veinte años de ausencia, volver a su casa. Resuena aquí el proceso, la metamorfosis, la eterna, absurda e incomprensible espera, el castigo a vaya a saber qué delito. Pero Hawthorne es un calvinista. El puritanismo obra en él. Dice Borges: “Un error estético lo dañó: el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades”. Para explicar esta cita, Borges transcribe algunas de sus notas en donde bosqueja argumentos para sus cuentos, siempre acompañados de una reflexión moral ligada a la felicidad, la culpa, el poder, la libertad, la envidia. La noticia leída en un periódico es también material para este mismo oficio que camina entre la ficción y lo que puede dar la realidad, para acabar perceptualmente. No hay qué. O hay qué. O miren lo que puede pasarles. Porque el error de Wakefield, error que todo el tiempo trata de enmendar el narrador mediante imperativos desesperados (“Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora”) es su necesidad de salirse del engranaje. Reza el párrafo final: “En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo”.
Parece que el error de Wakefield, que lo ha transformado en un paria universal, ha sido el ceder a la tentación de dar un paso afuera del sistema para sentir de una buena vez su ser yo entre tanto parecido. Su mala suerte es tener un narrador que le arroja sin clemencia la valuación de sus esfuerzos: “¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas”. Un narrador que lo llama, consciente también de lo vano de sus acciones, de nuevo a la rueda del sistema productivo.
Yo no sé si hubiera sido una narradora más bondadosa con el pobre Wakefield. Al fin y al cabo me interesan más los 20 años de la señora Wakefield, que sin sucumbir a sus deseos de estrella ausente se queda garantizando el trabajo reproductivo y el orden social, cumpliendo con esmero su papel de viuda. ¿Qué hace, señora Wakefield? ¡No abra esa puerta! Su marido está muerto y usted ya lo ha llorado lo correspondiente. Dedique su tiempo a la ardua militancia que implica ser feliz.