(No) voy a hablarles de una chica
Por Marcelo Simonetti
Marcelo Simonetti estuvo en el estadio Malvinas Argentinas y relata para Sonámbula el torbellino emocional casi imposible de narrar que fue el show de australiano. Belleza, tristeza, soledad, multitud, desborde sensorial, éxtasis extremo para los fans que lo siguen y también para los que se acercaron asomándose por primera vez a un desborde de experiencia llamado Nick Cave.
A fines de 2013 había yo planeado ir a ver a Nick Cave en Roma y Bologna. Fui con una hermosa persona, que tuve la suerte de que fuera mi compañera varios años y hoy tengo la suerte de que sea mi amiga. Estábamos preocupados porque ella estaba pasando un mal momento y quizás no se bancaba el show. Más aún, no sabía ella si iba a aguantar y no se había metido del todo en el mundo del australiano.
Elegimos sentarnos, para no pegarnos a la muchedumbre adelante por si acaso.
Al tercer tema, enfrascado, me acuerdo de ella. No estaba. La busqué un par de temas, una eternidad. Hablé con la seguridad del lugar, buscamos en los baños, afuera. Hasta que la ví contra la valla, levantaba las manos, y Nick Cave estaba apuntándole como un pastor demoníaco. Mientras escupía sus palabras amenazadoramente, ella se retorcía como en una experiencia de exorcismo. Luego bailó, luego lloró.Esa noche cambió. Se transformó.
Una semana después de ver a Nick Cave durante tres noches seguidas de 1996 todavía estaba aturdido. No podía comprender algunas cosas que me decían, estaba lejos.
A veces veo a Nick Cave como una viejita que teje. Teje pacientemente un mundo, un mundo donde el último punto está conectado con el primero. Y si no sabes el conjunto de la historia del mundo, desde el Big Bang en 1977, y la gran revolución de 1983 que lo condujo hasta hoy, siempre te estás perdiendo algo. Si estás leyendo una de sus novelas, deberías conocer alguna canción escrita en 1990 para entender el todo. Si estás leyendo equis canción, deberías saber que en la vida real chocó contra una estatua borracho con su hijo como acompañante camino a Ginebra para entender algo. Si ves una película que tiene su guión, deberías saber que detrás del mismo hay obsesiones que quiere dejar atrás. Si hay imágenes recurrentes que no lográs descular en un puñado de poesías deberías saber de unas canciones escritas 30 años atrás, y del lugar donde hoy está viviendo.
“Es un mundo el que estoy creando”, dice. Y a veces siento que estoy viviendo ahí. No funciona como el resto de los artistas o los entertainers. En general, en nuestra juventud nos acercamos a ellos y con los años verlos o escucharlos nos referencia al tiempo histórico de nuestra adolescencia o juventud, nos conecta con lo que fuimos y supimos sentir. Nick Cave no funciona así para mí. El tiempo pasa para ambos. Como yo no haría lo que hace 20 años, el tampoco. Como él se mueve, me muevo. Envejecemos juntos. “Cuando más el clima amenaza con desatar toda su furia sobre nosotros, mejor se pone”.
Para el show de anoche sabíamos el setlist, que apenas había variado entre México, Chile y Uruguay. Habíamos espiado los videítos mal grabados de YouTube. Habíamos escuchado los discos. Todo, para estar preparados. Pero fracasamos. Porque nunca estamos preparados para él. Había tenido la suerte de ver a Nick dos veces antes durante éste año, en Londres y en Budapest, y sentía que las experiencias multisensoriales no podían llegar más alto. Pero siempre se puede.
El Malvinas estaba colmado, con entradas agotadas en medio de un ajuste económico que golpea al conjunto de los sectores populares, y con una avalancha de shows “del palo” en sólo una semana. Todo un logro que marca la talla y el presente de un artista que en nuestro país tuvo en 2003 la última edición nacional de uno de sus discos. Ni bien arrancaron los primeros sonidos lúgubres de “JesusAlone” todas las quejas y los lamentos por la mala elección del lugar y la desacertada elección de la banda invitada, habiendo varias opciones afines quedaron atrás.
La angustia y la melancolía impregnaron la sala.
Nick Cave, en una cátedra brindada en Viena en la década del 90, disertaba sobre las formas posibles de la Canción de Amor, y del contenido necesario que debe tener. Allí cita “Saudade”, esa palabra sin traducción del portugués, y cita el “Duende” de Federico García Lorca. “Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”, dice Lorca. “Tristeza y duende necesitan espacio para respirar. La melancolía detesta el apuro y flota en silencio. Hay que tratarlas con cuidado. Las canciones de amor deben tener duende”, dice Nick. El conjunto del último disco de Nick está atravesado por la trágica muerte de su hijo, y es por ello un disco de amor, enteramente. Un disco de pérdida. Un disco con duende. Y con “JesusAlone” y “Magneto” del último disco arranca el show y logra un silencio hipnótico desde el primer segundo, lo cual es casi un milagro para el público argentino tan afecto a los coros futboleros. Apenas se interrumpe por el susto que tuvimos, cuando un corte de luz de un par de minutos durante el segundo tema nos recuerda que vivimos en Argentina y no en el mundo de Nick. Por ello puteamos saludablemente al “administrador de la junta de negocios” que tenemos como presidente en ese pequeño lapso y luego seguimos enfrascados.
Desde el tercer tema en adelante, “HiggsBoson Blues”, viene un vendaval de cinco temas que incluyen tres de “LetLove In” de 1994, que demuestran que el arte de Cave tiene una paleta de colores que no existe en el mundo. Y todas las sensaciones que transmite, están llevadas al extremo. No hay violencia en el Metal al límite, comparada a la que Nick transmite. No hay pasión mayor. No hay desazón mayor. No existe belleza superior, ni ternura comparable. La banda, que cambia de miembros con los años tanto como intercambian instrumentos en el escenario, pasa de la calma más absoluta, casi lo-fi minimalista, al garaje o al post punk más furioso y desmedido en el mismo tema varias veces con una facilidad que siempre es sorpresiva. Se hace imposible destacar a uno, ya que son como una máquina de relojería suiza. Sólo Warren Ellis quizás, que se erigió casi naturalmente para algunos, por “golpe de Estado” para otros, en el ingeniero constructor del sonido reinventado del artista australiano luego de la partida de Mick Harvey a las filas de PJ Harvey. Su estampa de mago negro con convulsiones y su versatilidad y obsesión hacen del multi instrumentista un show aparte en momentos como este tramo del show. Un contorsionismo que emparda con la brutalidad de poseso que Nick escupe como salmos endemoniados en gemas de obsesión enferma como «From Here To Eternity» (deformada y alargada hasta el espasmo), «Do youLove Me?» o «Loverman». Acá Nick es un predicador endemoniado, que maneja a las primeras filas del estadio como títeres, infundiéndoles un terror eufórico por momentos irracional, eligiendo al azar a las víctimas a las cuales va a castigar con su sermón diabólico. El resto de la multitud, espectadores de un ritual. El carácter obsesivo de «From Her To Eternity» se reafirma hasta la locura con repeticiones machaconas en medio del caos sonoro que refuerzan el sentimiento de claustrofobia emocional y encerrona que de por sí plantea el tema original.
Como la tristeza y la belleza son hermanas, el siguiente tramo del show inunda el estadio de una melancolía y una carga de emociones mezcladas que nunca vi antes. Se suceden la balada “TheShipSong”, el clásico atemporal “Into my Arms”, el hermosísimo lado B de 2003 “Shoot Me Down” y la desgarradora “Girl in Amber” del último disco. La delicadeza sonora es pavorosa. El silencio sepulcral se interrumpe sólo cuando Nick requiere el acompañamiento del público, y sólo en el momento justo. A mi alrededor, lloran al mismo tiempo desconsoladamente un hombre de 50 años que mira hacia abajo y una chica de algo más 20 que mira hacia el techo del Estadio, que acá es el cielo. Una pareja se besa, dos amigos se abrazan fuerte, una piba tiembla y canta con los ojos cerrados y voz bien alta. Uno flaco de barba abre tanto los ojos que parece que se le van a caer, siguiendo a Nick como si fuera su presa mientras se golpea el pecho con fuerza. Yo también lloro, más modestamente, y tiemblo…No hay posibilidad de control.
Llega el turno de la última parte del show, antes del bis, que es donde nuestro (anti) héroe y también quizás su banda logran plasmar la mayor transformación que han llevado a cabo en éste último tiempo. Siempre Nick había sido un predicador maldito que vociferaba y se manejaba mejor en auditorios chicos, o intermedios, durante 40 años de carrera. Lo más extraordinario de éste hombre es que en éstos últimos años ha llegado a un pico de popularidad (que sigue siendo de culto) inédito para un hombre que siempre fue casi un outsider hasta sus 60 años de edad, que le planteó la posibilidad y la necesidad de tocar ante auditorios más grandes paradójicamente con sus discos más desnudos, reflexivos y minimalistas. Pero hoy se ha convertido en un performer inigualable, sin abandonar la veta de místico border de siempre.
“Tupelo” es un vendaval. Escupe compulsivamente, parece que su silueta enjuta y espectral va a quebrarse pero no, maldice e insulta desde el púlpito, agarra las manos de sus fieles como en un rito de unción. En “Jubilee Street” que resulta ser una perversión monstruosa respecto la versión original de estudios donde quien se transforma cual crisálida parece ser el australiano, pasa de la tensión narrativa de los primeros acordes a la brutalidad extrema donde nos exige a los gritos contemplarlo mientras se transforma. En “The Weeping Song” convierte el puro llanto en una celebración. Salta al público, se trepa en el medio del recinto a una columna y desde ahí dirige las palmas de las masas que resultan ser a ésta altura cual marionetas o reidores de TV, mientras suelta sus cavilaciones filosóficas sobre las relaciones humanas. El contacto físico entre Nick y el público no puede ser más intenso, se revuelca sobre la gente y la inunda de energía y se retroalimenta. Vuelve al escenario y en “Stagger Lee” incita al público a invadir su espacio, interactuando un rato con los felices feligreses que subieron, y los atónitos que estamos abajo, haciendo chistes en el medio de la narración de la hipotética y bizarra masacre de la leyenda narrada en la canción.
Warren, detrás de quienes tomaron la escena y se mueven como posesos, dirige una orquesta del horror en un folk americano enfermo de diez minutos que deja a todos extenuados haciendo sonar al violín como un intrumento de otro mundo y como una extensión de sí mismo. La fiesta termina con el hermosísimo himno de “Push The Sky Away” que se cuela en los costados de todos como una puñalada certera. Luego los bises, que incluyen al enorme “testamento” del condenado a muerte que es “The Mercy Seat”. Se despiden por último con “Rings of Saturn”, del último disco, que hablando de su esposa Suzie repite “porque esto es lo que haces, esto es lo que eres”. Ahí introduce el tema pidiéndonos que entonemos el “Uuuhh, uhhh” del estribillo ya que “ustedes, los argentinos, al fin y al cabo, es lo que hacen, y es lo que son, cantan. Así que canten. Eso es lo que hacen”, haciendo referencia al constante acompañamiento vocal masivo de la multitud durante todo el show.
Vuelvo al comienzo de este texto para pensar que el “Duende” del que hablan Nick Cave y García Lorca en sendas conferencias estuvo presente de forma abrumador. Pero luego, releyendo, necesito remitirme a otro pasaje de aquella cátedra, donde Nick señalaba: “Un enorme abismo que se abrió pasó bajo mis pies con la inesperada muerte de mi padre, cuando tenía diecinueve años. La manera que encontré de llenar ese agujero, ese vacío, fue escribir”. Y luego: “El lenguaje se convirtió en la sábana que arrojaba sobre el hombre invisible para darle forma. Y yo descubrí que el lenguaje era como un bálsamo para las heridas que dejó la muerte de mi padre. El lenguaje se convirtió en un bálsamo para la nostalgia”. No hay dudas de la utilidad y la belleza del lenguaje, en particular de la palabra escrita, pero anoche fue uno de esos momentos donde el lenguaje, oral o escrito, apareció como verdaderamente pobre y exiguo al lado del torrente de amor, pasión, ternura, violencia, tristeza, alegría y tantos otros ataques externos que recibimos quienes somos parte del mundo del australiano desde hace décadas. Y también quienes recién comienzan a husmearlo y quienes fueron para ver qué pasaba, todos aturdidos, avasallados, convencidos de haber vivido una experiencia que no volverá a repetirse, respecto de la cual sólo nos quedará ir en busca de su emulación cual fantasma en pena durante todas nuestras vidas.
Una gran parte de mí es parte del mundo que Nick Cave talla como un artesano. De sus libros, sus textos, sus guiones, sus discos, sus películas. Vive ahí con otras criaturas hermanas. Espera ansiosa siempre un nuevo capítulo.
Y en este mundo está feliz.