Philip Roth: Una voz disponible
Por Débora Mundani
Hay libros capaces de modificar al lector para siempre. Uno no sabe cuándo ni cómo se va a encontrar con esos autores que fundan en nosotros una nueva forma de leer. Y cuando sucede sólo queda dejarse llevar por la furia lectora. Débora Mundani recuerda su encuentro con Philip Roth y repasa el diálogo incesante que desde entonces tiene con él.
Hay lecturas fundantes.
Hay un antes y un después de.
A veces, el proceso de lectura se transforma en el descubrimiento de esa escritora o aquel escritor que, como nadie nunca antes, nos interpela. Sin darnos cuenta, iniciamos un diálogo silencioso cuya condición es perdurar. Nos hallamos ante una voz disponible.
En Philip Roth encontré esa voz. Fue, junto a otros pocos, uno de los autores que trazó un nuevo tiempo de lectura. Y, visto a la distancia, seguramente también, un nuevo modo de pensar la escritura. Quien quiera conocer a un escritor no debe detenerse en aquello que dicen sus personajes, respondía en una entrevista donde una periodista lo acusaba de misógino por haber dado vida a personajes masculinos que demostraban desprecio por varios de sus personajes femeninos. Quien quiera saber qué piensa un escritor, afirmaba Roth, debe estar atento a los dilemas en que ese autor ubica a los personajes. En esa respuesta había una clave de escritura: dónde se para el autor frente al texto. Punto fundamental en su obra donde abundan los personajes incómodos, provocadores, incorrectos, no por el hecho superficial de serlos, por un capricho de escritor, sino porque en esa incomodidad y provocación hay un gesto de disputa con las normas establecidas.
Pastoral americana fue la novela que inauguró la era Roth, un período de dos años en que, con obsesiva dedicación, leí todos los libros que se cruzaron en mi camino. Un camino de lectura que iba plagándose de amigos, familiares e incluso personas poco conocidas. Con motivo de cumpleaños, días de tal o cual cosa, los regalos que recibía eran libros escritos por él. Desconozco qué deseos se juegan en la idea de colección pero mi colección Roth le debe mucho al frenesí de quienes me rodeaban. La pasión provoca contagio y curiosidad. La respuesta a ambos sentimientos era una sola: más libros. De ahí que varios estén dedicados.
También yo me ocupé de acercar la obra de Roth a quienes pensaba que su lectura les implicaría, como a mí, un antes y un después. Gesto un tanto omnipotente pero entre lectores nos entendemos, cada uno predica con su entusiasmo y lo único que tenemos para ofrendar es una buena recomendación. Después de Pastoral americana me zambullí en el mundo de Nathan Zuckerman. Muchos dicen que se trataría de su alter ego, un escritor torturado que sufre tanto su carrera profesional, éxito incluido, como su muy mal vínculo familiar, especialmente con su hermano quien lo acusa de haber matado al padre de un disgusto al escribir sobre los secretos familiares. Pero también podríamos pensar que David Kepesh, protagonista de El profesor del deseo, es otro alter ego del autor. Sinceramente, poco importa eso. Sí las preocupaciones que se repiten, con variaciones, a lo largo de su obra: los dilemas a los que nos enfrenta la búsqueda del placer, los vínculos (padre-hijo; hermanos; marido-mujer; amantes), el miedo a perder la salud, convivir con una enfermedad, la pérdida de la virilidad, la vejez, el judaísmo. Preocupaciones que, en principio, aparecen en el ámbito cotidiano pero que se amplifican cuando son atravesadas por la dimensión política de la sociedad. Cuando se es ciudadano de un país imperial, cuando la identidad se construye sobre la idea de guerra, el afuera pide potencia, y en el ámbito privado potencia es virilidad, competencia, éxito. Y sobre todo, asimilación. Ser uno de ellos y no uno de los otros. Esta pugna por la integración se hace presente en toda la obra de Roth pero es La conjura contra América la novela donde más se exacerba este riesgo, al menos en términos concretos: ser judío en Estados Unidos cuando se pone en evidencia que un judío norteamericano es más judío que norteamericano y poco va a importarle a Charles Lindbergh, héroe de aviación y rabioso aislacionista que obtiene un triunfo aplastante en las elecciones contra Roosevelt y pacta un acuerdo cordial con Hitler.
De su obra se pueden decir muchas cosas: que escribía magistralmente, que logró personajes inolvidables como el Sueco Levov, Nathan Zuckerman, el Philip Roth (¿ficticio?) de Operación Shylock, el Philip Roth de carne y hueso que dedica un homenaje entrañable a su padre en Patrimonio. Una historia verdadera o Bucky Cantor, el profesor judío de Némesis, su última novela, que enfrenta la muerte de sus alumnos víctimas de una epidemia de polio. Me pregunto qué dice de uno, del lector, la obra de un autor al que se le dedica un lugar destacado en la biblioteca. Recorro algunos fragmentos subrayados intentando hallar alguna pista. De todas las marcas, que son muchas, elijo esta:
“Me quedé mirándolo atentamente, como si hubiera sido la primera vez, esperando que se me presenten los pensamientos. Pero no hubo ninguno más, excepto la recomendación que me hice de fijarlo en la memoria cuando él estuviera muerto. Quizás pudiera evitarse, así, que con el paso de los años mi padre se trocase en algo atenuado y etéreo. ´Tengo que recordar con precisión´, me dije. ´Tengo que recordarlo todo con precisión, para poder recrear en mi mente el padre que me creó, cuando él ya no esté´. No hay que olvidar nada”.
Roth frente al cuerpo sin vida de su padre. La cercanía y la distancia. La contemplación ante a aquello que sucede por primera y única vez. La imposición de recordar, el miedo a perder. Escritura y lectura: trazo de la palabra escrita en el papel, huella de que algo, alguien, alguna vez, fue y continúa siendo en la medida que esa voz, destinada a perdurar, sigue disponible.