Poesía negra y criminal

Por Juan Mattio

Los poemas de crónica policial de Joaquín Giannuzzi sirven como antecedente al nuevo libro de Juan Rapacioli. Una poética capaz de narrar las pesadillas sociales sin descomponerse en el realismo.

 

Hay un verso de Joaquin Giannuzzi que me interesa y dice así: “Los hechos fueron considerados a través del vidrio de la ventana”. En esa distancia, creo, se condesa el efecto de extrañamiento de la literatura sobre la vida. Entre la escritura y los hechos, podríamos decir, están las representaciones, el lenguaje, los signos. Las poéticas, desde esta perspectiva, se convierten en estrategias frente a la mediación. Al vidrio de completa transparencia del realismo, que prefiere esconder las complicaciones del lenguaje para concentrar sus fuerzas en la representación de los hechos, se le opondría -para seguir con la imagen de Giannuzzi- el vidrio esmerilado de Saer y todos aquellos escritores que se plantean indicar la presencia del lenguaje como mediación.

Queda pendiente una pregunta: ¿quién es el que considera los hechos? En el poema de Giannuzzi -que se llama «Historia personal» y se publicó en 1977 en su libro Señales de una causa personal– es el joven poeta el que mira “las razones sociales” que “estallaban allá afuera”. A una época que empujaba al poeta a la calle, a saltar por la ventana, a producir hechos, él opone: “Los hechos fueron considerados a través del vidrio de la ventana”. Lo que equivale a decir: estuve afuera de la Historia y la miré desde la mediación de mi lenguaje personal.

Pero lo cierto es que la poética de Giannuzzi no implica el total encierro sino la total mediación. En el mismo poema, unos versos después: “Ahora he abierto la ventana pero uso anteojos”. Es decir, el lenguaje personal se lleva puesto, ya no hay experiencia directa -ni ficción de la experiencia directa- sobre el mundo. Como pensaba Wittgenstein, los límites de su lenguaje son los límites de su mundo.

Mucha de la actual poesía argentina -y no sólo poesía, también narrativa y periodismo, porque, me arriesgo, hablamos de una retórica de época- intenta ya no concentrarse en los hechos, ni siquiera en el vidrio, prefiere contemplar a quien contempla. El yo -en forma de pronombre y en forma de anécdota personal que se universaliza casi sin distancia entre yo poética y yo vital- cierra las cortinas, baja las persianas, sólo se ve a sí mismo.

Por eso, lo primero que me impactó de Giannuzzi fueron sus poemas policiales. Porque traen en ellos esta pregunta: ¿puede un asesinato, un suicidio o un accidente de tránsito impregnarse de una subjetividad? Veamos algunos fragmentos de «Informes policiales»:

La policía procedió
yacían en la cama, desnudos y abrazados
pero el gas había destruido
la retórica del amor.

O en «Crimen en el barrio»:

el razonamiento conjeturaba que detrás de la puerta
algo había concluido. ¿Qué podía agregarse
a la mujer con un balazo en la cabeza
y al hombre estupefacto
rechazando la realidad de su propia obra?
(…)
Donde ahora había sangre
se amontonaron las dulces frases
con que todo empezó, un poco torpemente,
cuando ya mismo era tarde para quitarles el significado.

O, por último, en «Nuestro suicida»:

El hombre que se arrojó del sexto piso
desde lo más alto para que no quedara duda
cayó en la calle. Un fogonazo y tuvo
completa muerte pública.
Un desconocido entre millones
que de pronto conocimos terminado.

Giannuzzi considera los hechos a través de la ventana sucia de su propio lenguaje. Lo que se cuenta es, entonces, la ventana -que es, también, perspectiva y distancia-  y la ventana no muestra solo a la pareja suicida que murió abrazada, también refleja la sombra fantasmal de Giannuzzi al contemplarlos.

Esta es la tradición en la que propongo leer Vidrio de Juan Rapacioli (Buenos Aires Poetry, 2017). Porque los dieciséis poemas están hechos de un material violento que hace pensar en los poemas policiales de Giannuzzi. Por ejemplo, en «El traidor»:

salí de las vísperas
esperé agachado
el silencio de la pólvora
en el aire de la tarde.

O en «La montaña»:

tomé las armas que me dio
sin preguntar
el viejo en la frontera

en la madrugada
éramos cuatro
ahora voy solo

Pero acá la crónica de la violencia social se desplaza o se condensa según la lógica del sueño. No hay narración sino sucesión. El material utilizado -que aparece como en las galerías oníricas- importa porque es en la elección de este resto diurno donde se muestra el autor.  O, dicho de otro modo, el autor no es un conjunto de emociones dispersas en la memoria personal, es apenas el nudo que enlaza entre esta alucinación y aquella.

El uso de la tercera persona también es parte de la construcción onírica y espectral de los poemas. Objetivar el mundo interno, hacer de la visión un hecho indubitable, habitar la pesadilla. Como en Kafka, los sueños de Vidrio son narrados desde la certeza del narrador omnisciente.

En «La lista»:

los encontraron tirados
en la casa congelados
atados en la casa

los encontraron atados
eran tren en la sombra
las caras contra el suelo
el hielo en los ojos

Y los personajes desfigurados de estos poemas son pequeños, breves resplandores de los vagabundos beckettianos. Acá también el secreto del crimen está en el lenguaje que gira sobre sí mismo y se arrastra. Rapacioli parece percibir la palabra como un testimonio del estado de indigencia del sentido. Veamos este fragmento de «La escalera»:

pensándolo bien
no hay nombre
solo una repetición
entusiasta
que nos apropiamos

¿Hay unidad en Vidrio? Si la hay, está dada por algunos significantes que pasan de un poema a otro -la palabra perro, por ejemplo- y se presentan como enlaces pero sin continuidad, apenas indicadores de una pregunta sobre las nociones de trama y argumento. ¿Son estas dieciséis historias una historia o variaciones sobre la misma trama o líneas paralelas que apenas se reconocen una a otra?

Y de todos los poemas, el único que sale a la búsqueda de un referente más nítido es «El simulacro». De hecho, desde el título, se conecta al dispositivo llamado Borges. Pero son sus primeros cinco versos los que nos permiten ver su dirección:

hay un fusilado que vive
hay un muerto que habla
hay un ciego que escribe

un general toma cocaína
sobre una mujer desnuda

Las irrupciones de Walsh y de Eva -de la odisea de su cuerpo ya muerto- reflexionan sobre la condición fantasmal de la realidad y la Historia. Lo real es incontable, parece decir Rapacioli. Hay muertos que están vivos, hay cuerpos que no descansan y circulan en los subsuelos políticos. Frente a esto, la única forma de acceder a los resplandores de la experiencia sería a través de los simulacros de la representación, las escenas mal iluminadas que reconstruyen a escala lo que, tal vez, pasó en el mundo.

Giannuzzi consideraba los hechos a través de una ventana y, más tarde, a través de sus anteojos. Admitía y escribía esa distancia. Los poemas de Rapacioli son esa ventana, esos anteojos -no se presentan como hechos, no se pone el foco en el observador- y por eso su título es preciso y revelador: nada queda en el mundo que no sea vidrio.