Qué hacer con los vivos: ficciones de la violencia política

Por Mercedes Alonso

Mercedes Alonso analiza algunas obras recientes, dos novelas y una película, donde con la violencia política como protagonista, con hechos de justicia/venganza que buscan saldar cuentas con algunos protagonistas de la última dictadura cívico-militar: Hasta que mueras, de Raquel Robles; Quemar el cielo, de Mariana Dimópulos, y El público, de Mariano Pensotti. En las tres obras «hay algo que sucede al nivel de las tramas y que se vuelve relevante por la reiteración; un giro en los interrogantes sobre el pasado: de cómo tramitar la memoria a qué hacer con los sujetos físicos».

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Uno de los segmentos de la película El público (2020), del habitualmente director teatral Mariano Pensotti, capta el momento en que una directora de cine (Lorena Vega) encuentra al responsable de la desaparición de su madre entre los extras de la película que filma sobre ese episodio de su vida. La ficción transforma al jefe de un grupo de tareas en portero, pero propone el cierre de la historia real. “Matarlo”, responde la directora cuando su hermano y asistente le pregunta qué piensa hacer frente al encuentro; cuando tenga que recibir un disparo en la ficción, el arma va a estar cargada con balas de verdad. Una escena anterior muestra los preparativos de un plan que consiste en superponer los dos planos: la muerte frente a las cámaras es la muerte real que la directora entiende que le corresponde a ese hombre por su accionar en el pasado real y no en el presente de la ficción.

El asesinato de un responsable del terrorismo de Estado se presenta como venganza individual. Es ese hombre con un tatuaje de tiburón al que hay que liquidar porque forma parte de la escena (autobiográfica) en que la directora pierde a su madre. En un diálogo anterior, la actriz que la interpreta le pregunta cómo encarnar su papel en el momento del secuestro y plantea la oposición entre dos actitudes: asustada o heroica. “¿Heroica? No, no”, apunta la directora con un gesto y un énfasis que señalan que algo no corresponde. El rechazo destaca, por contraste, el afecto individual: el miedo frente a la muerte que siente la madre, la venganza reparatoria que ejerce la hija.

Los posibles efectos políticos quedan en suspenso porque el segmento, que termina con el sonido del disparo, se integra a una película que se trata de otra cosa. El público está compuesta por una serie de cortos, independientes entre sí, salvo por un detalle. En todos, en algún momento, alguien cuenta la obra de teatro que vio la noche anterior, siempre la misma: el Estado contrata a un imitador de Fernando de la Rúa para encarnar al presidente en actos oficiales. El hilo que sostiene la unidad de la película interroga la representación (artística, política) y las formas de contar el pasado (el 2001, la obra).

En el segmento en cuestión, es lo que vuelve en la figura del hombre que puede ser un extra en el cine porque fue un extra del terrorismo de Estado. Lo que no le quita responsabilidad, lo deja en libertad. La película que se está filmando en la ficción expone el rol determinante de las funciones menores, periféricas, “extras” del aparato represivo y, como consecuencia, pero en el otro plano, le asigna un castigo por fuera de los mecanismos de la justicia. Lo político, en todo caso, pasa por la pregunta: qué hacer con la permanencia en el presente de esas figuras.

Hace unos cuantos años, la película Matar a Videla (2010), de Nicolás Capelli, proponía una respuesta a la segunda pregunta que anulaba la dimensión política bajo una tarea didáctica dirigida a ilustrar a las nuevas generaciones sobre la represión estatal y los deberes de la memoria. En la historia, un joven recién despertado a algo parecido a una conciencia política decidía matar a Videla (todavía vivo en ese momento) como forma de concretar un deseo de justicia que el Estado no había sido capaz de satisfacer. Hay tres diferencias importantes, más allá de la calidad y los circuitos de producción y exhibición de las películas. La primera es que en esta el asesinato no se concreta porque el objetivo es demostrar que es tarea del Estado resolver los conflictos del pasado. La segunda, el blanco de la venganza. La tercera, fundamental, que El público plantea preguntas y Matar a Videla ofrece una respuesta que no solo despolitiza por su contenido, sino por el gesto de ofrecer la resolución de lo que no está resuelto.

La escena de justicia y/o venganza reaparece como pregunta política en dos novelas recientes: Quemar el cielo (2019), de Mariana Dimópulos, y Hasta que mueras (2019), de Raquel Robles. En las dos novelas y en la película de Pensotti hay algo que sucede al nivel de las tramas y que se vuelve relevante por la reiteración; un giro en los interrogantes sobre el pasado: de cómo tramitar la memoria a qué hacer con los sujetos físicos. Escribo desde el extrañamiento frente a la ausencia de un debate que no tuvo lugar. ¿Hay en estas novelas una pregunta ética como la que respondía aquella película aleccionadora? ¿Un rescate de la intensidad heroica como actitud o posición frente al pasado? ¿O se trata de formas de enfrentar una pregunta narrativa: qué más se puede contar sobre el material del pasado que ubica en una tradición literaria y en una discusión que repercute en la sociedad?

Narrar con los muertos

La novela de Dimópulos ubica las certezas en el pasado de la militancia de Lila, la tía desaparecida de la protagonista y narradora. En el presente, ella repite los gestos del accionar de las organizaciones armadas: la cita con quien le aporta los datos que necesita, las instrucciones propias de la clandestinidad, la identificación del responsable y su sentencia. No hay, sin embargo, un motivo o una identidad política: si el proceso aparece como vaciado de contenido, la resolución es una pregunta lanzada al texto y a quien lee. La novela coincide con el segmento de El público en la escena que prepara o anuncia un acto de venganza y/o justicia que sustrae la narración de la muerte. La interrogación aparece frente a ese instante: qué significa ese acto fuera de la acción política colectiva, cómo se cuenta -o no se cuenta- en la literatura.

Me interesa detenerme en Hasta que mueras porque hace explícitas las preguntas que las otras ficciones dejan flotando en el cierre. La novela forma parte de un proyecto más largo que empieza con Papá ha muerto (2018) y continua con La última lectora (2020). Seguro es muchas otras cosas, pero entre ellas, se trata de un conjunto que se pregunta qué hacer con el pasado (histórico, literario) y explora formas de interacción entre la literatura y el mundo.

En Hasta que mueras, eso tiene la forma de la intervención. Nadia, ahora presa, cometió una serie de asesinatos que son los actos de venganza y/o justicia contra figuras menores del aparato represivo. La novela expone esos casos como fragmentos del expediente intercalados en el relato. La muerte, que falta de Quemar el cielo y El público, se narra con el lenguaje del sistema judicial, en el que los extras del terrorismo de estado figuran como víctimas.

En principio, la historia parece tener menos de la literatura sobre la dictadura y más de La novia vestía de negro (1940), la novela de Cornell Woolrich o la película de François Truffaut, que quizás resuene un poco más. Si no lo hace la historia es más o menos así: un hombre recibe un disparo cuando sale de la iglesia en la que se acaba de casar; durante los años siguientes, la viuda -la novia vestida de negro- se ocupa de rastrear y asesinar a cada uno de los integrantes del grupo de hombres que estuvo detrás del arma homicida. Por supuesto, no es ese el orden que sigue la historia, que además la película y la novela cuentan desde diferentes perspectivas y con resoluciones distintas. Para la comparación no importa eso (que de otro modo es importantísimo), sino la lista de sujetos que hay que eliminar, el plan de ejecución, el desarrollo meticuloso. Solo son diferentes “las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”, como escribe Borges en “Emma Zunz” (El Aleph, 1949), otro cuento sobre una mujer que ejerce la venganza.

Ahora, las diferencias. La venganza de la novia es inmediata y replica el orden que la motiva: no hay emoción ni reflexión, sino actos encadenados por un efecto de acción-reacción. En la película, el primer crimen no responde a nada, es la justificación narrativa de una máquina que se trata solo de su propio funcionamiento. La de Emma Zunz está desviada. Loewenthal, el ajusticiado, es un responsable indirecto del suicidio de su padre y ella recurre a un artilugio, una puesta en escena para producir su coartada, que es una forma desviada de la justificación. Solo después de desviarse de su ámbito y su comportamiento habitual en los bares del puerto, Emma puede sostener que mató a Loewenthal en respuesta a un abuso.

El plan de Nadia en la novela de Robles tiene la estructura de la primera y las mediaciones de la segunda. Los responsables de los crímenes de la dictadura son indirectos y ha pasado el tiempo. No es personal, no se trata de los responsables de la violencia ejercida contra su familia -aunque haya existido-; tampoco de los responsables más prominentes de la represión estatal. El plan existe para llegar a donde no llega la justicia institucional: los personajes menores que sostuvieron el sistema. No importa la persona de los ajusticiados, los “desaparecedores vocacionales” son “funciones” -las dos expresiones son de Nadia-; lo mismo que los vengados y que ella misma. Nada es personal, menos que en la máquina de Truffaut. Pero lo que resta emocionalidad y permite la ejecución precisa, minuciosa, del plan no es la lógica del género, sino el posicionamiento frente a la presencia del pasado en el presente.

Hasta que mueras rechaza la venganza con un epígrafe de otro texto de Borges: “Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón”. El diálogo completo de “Episodio del enemigo” (El oro de los tigres, 1972) dice así:

“En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

-Precisamente porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia”.

Como en las peores resoluciones, en el cuento, todo resulta ser un sueño. Sin embargo, Robles comparte con Borges la distancia temporal que cambia el sentido del acto: la adultez, como posición frente a la historia, transforma la venganza (vanidosa, ridícula), en un acto de justicia, sin adjetivos.

El desvío no es un artilugio narrativo, sino la forma en que la literatura formula una pregunta política. El paso del tiempo es un problema para la justicia -la prescripción de los crímenes, en su momento; la finitud de los culpables, después- y para la narración, que se enfrenta a las capas de elaboraciones que hacen de la literatura de/sobre la dictadura un género con una historia propia. También es el problema de la forma en que las sucesivas generaciones se enfrentan al pasado: quién y cómo se hace cargo de qué. O sea, con énfasis en el pasado (como en Dimópulos) o en el presente (como en Robles); de los muertos o de los vivos; como compromiso filial, sentimental, político, humano (que se pueden distribuir de varias maneras entre los textos).

Hasta que mueras resalta el problema narrativo porque los crímenes ya ocurrieron y alguien tiene que contarlos. Otra función: Nadia delega el relato en un profesional que escribe por encargo. Lo que él tiene que decidir no es el sentido de los hechos, de lo que se encarga Nadia en los diálogos que anteceden a la redacción del texto, sino cómo contarlos. La novela no es la que él escribe, pero comparte su interrogación de la forma narrativa del pasado:

“Sacó las treinta y cuatro autopsias. Con sus fotos y su morbo. Busco en un cajón de debajo de la mesada una cinta adhesiva. Los pegó en orden contra una pared. Los voy leyendo parado, como en una exposición. Los cuadros de la muerte son obras de arte muy punzantes. Cada uno tiene una muerte distinta. No hay método, no hay preferencia por las armas de fuego, por las armas blancas, por lo venenos, por los empujones en la vía, por las embestidas con un auto. Están todas. Hay hasta provocación de enfermedades. Treinta y cuatro formas diferentes de morir”.

En esa escena, está la novela, que yuxtapone los “cuadros de la muerte”, los 34 fragmentos del expediente judicial, y la “colección del mal”, la lista de las 34 funciones, escrita por Nadia, entregada al escritor y reproducida en el texto. Entre los crímenes intercalados, los pasajes en que ellos, solos o en diálogo, se preocupan de la motivación de los hechos, la ética, la justicia y la venganza. Frente a la presencia del pasado en el presente, la novela, ni heroica ni asustada, responde con una política narrativa que hace aparecer las otras preguntas.