¿Qué puede hacer un negro en una librería, más que robar?
Por Tulpa Valis
Un relato sobre la visita a una librería de shopping que, gracias a la tan perversa como persistente lógica policial de exclusión y estigmatización, deriva en una tarde de maltratos y abusos de poder. Documentos, por favor.
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Descubrí una frase hermosa escrita por Carlos Alberto Solari gracias a un policía. “Lo mejor de nuestra piel es que no nos deja huir”, canta el Indio en “Espejismo”, segundos antes de que entre ese violín que te eriza todos los pelos de la piel para agregarle, si se quiere, más oscuridad a ese tema ya de por sí denso y oscuro de Los Redonditos de Ricota.
Nunca quise huir de mi piel, siempre la porté con orgullo, como un traje sin capa de antihéroe de barrio que algunas veces me salvaba y otras me traía problemas. El órgano más grande del ser humano, en mi caso, era también una forma de rebeldía hacia la clase alta, blanca y educada que con frecuencia me discriminaba. Mi primer tatuaje me lo hice en la galería Bond Street a los 15 años y consta sólo de una palabra: Negro.
Tampoco hubiese podido escapar de mi piel, ni aunque hubiera querido. Sufro de ese mal social conocido como “portación de rostro”, cuyos síntomas son: tez oscura, pelo negro, facciones aindiadas. Se complementa con el uso de gorras viseras, camperas deportivas o zapatillas de marca (altas llantas). La “portación de rostro” es una enfermedad que genera temor o rechazo en ciertos sectores de la ciudadanía y que cualquiera puede diagnosticar apenas con una rápida -y prejuiciosa- mirada.
Desde adolescente me acostumbré a ser aquel al que la policía detiene aunque no esté haciendo nada, al que revisan primero, del que suponen cosas de antemano, ese del que la gente escapa por las noches, cruzándose de vereda o apurando el paso, al que los empleados persiguen con disimulo en los locales y miran de reojo por las dudas, ese de quien desconfían sin motivos. O mejor dicho, con motivos, pero injustificados, porque en su gran mayoría parten de prejuicios estéticos, clasistas, racistas y xenófobos. Lo que podríamos llamar el “fenómeno Frankenstein”.
Como dice Horacio Rosatti en su libro de 2018 Ensayo sobre el prejuicio. Frankenstein o el rechazo a lo diferente: “Lo que perdura desde el origen en el fenómeno Frankenstein es el prejuicio estético, que surge por la apariencia y genera la asimilación entre lo feo(o un modelo de lo feo, si es que puede hablarse de modelo en tal caso) y lo malo, lo que debe ser rechazado, lo que debe ser segregado. (…) La historia de Frankenstein es, predominantemente, una historia de exclusión. (…) La exclusión basada en la apariencia, que hoy asume manifestaciones más sofisticadas pero igualmente crueles. Y cotidianas.”
Cuando se es adolescente, estas situaciones de desprecio, represión o miedo se toman de una manera distinta: aunque muchas veces generan bronca o angustia también pueden ser vividas como aventuras, pruebas a superar o anécdotas para contar a los amigos del barrio. Pero siempre dejan una marca que suele contribuir al florecimiento de sentimientos como el temor y el odio. En otras palabras: desde jóvenes nos enseñan a temer y odiar a la policía.
De grande aprendí que la diferencia entre temer y respetar es significativa pero también que la línea que separa ambos conceptos es fina. Si educás a tu perro a los golpes, lo más seguro es que no te respete sino que te tema. Cualquier día ese miedo se puede transformar en mordida. Si la mejor opción que encontrás para educar a tu hijo es con golpes o palizas, lo que le estás enseñando es miedo -y posiblemente odio-, no respeto.
¿Qué pretende, entonces, un agente policial que irrespeta, insulta, violenta y se caga en los derechos de las clases más vulnerables, de aquellos que suelen sufrir el mal social de “portación de cara”?
Esteban Rodríguez Alzueta recupera algunos conceptos de Foucault y escribe en su imprescindible ensayo de 2014 Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno: “Las zonas civilizadas son ‘zonas de vulnerabilidad’. En estas zonas, el Estado no quiere que suceda nada. Los controles tienden a ser rigurosos, se vuelven puntillosos, zonas controladas donde ‘se ha decidido que no se cederá en absoluto, y donde las penas son mucho más numerosos, más fuertes, más intensas, más despiadadas’”.
Pues bien, después de un día agotador de trabajo en un de estas “zonas civilizada”, decidí, antes volver a mi casa en el Conurbano bonaerense, hacer una parada en las coquetas Galerías Pacífico para utilizar su baños siempre limpios. Mientras salía me crucé con la librería Cúspide del subsuelo y decidí tomarme unos minutos para ver si encontraba algún título interesante. Antes de los diez minutos ya tenía un candidato en la mano: ¿Qué es real?, un breve ensayo del filósofo italiano Giorgio Agamben. Pero mientras lo hojeaba y leía la contratapa una persona se me paró enfrente e intempestivamente me pidió los documentos. Ante mi sorpresa -y mi mala reacción inicial, lo reconozco- dijo ser policía, me mostró una especie de carnet el tiempo suficiente para poder leer que decía “policía” pero no para ver su nombre y apellido, y me pidió -de mala manera, por supuesto- que lo acompañe afuera del local, siempre con mi documento de identidad en sus manos. Cabe aclarar que a esa altura ya me encontraba completamente indignado: recién terminaba de trabajar y pretendía comprar un libro, pagarlo y leerlo ¿por qué me tenía que comer ese garrón?.
Para encontrar una posible respuesta, citaremos in extenso a Rodríguez Alzueta:
“Una de las prácticas policiales a través de las cuales se componen identidades son las detenciones por averiguación de identidad (DAI). Se trata de una práctica discrecional, toda vez que su utilización se organiza de acuerdo con criterios arbitrarios; regular, porque sigue determinados criterios y patrones que norman su quehacer y selectiva, en la medida que tiende a recaer sobre el mismo grupo de personas: jóvenes varones, morochos y pobres, que visten y se mueven de determinada manera.
La frase de rigor que suele emplear la policía para interpelar a estos colectivos de personas es muy conocida: ‘¡Documentos por favor!’. No es una pregunta sino una orden, un imperativo dominante que responde a una estrategia urgente: la contención de la pobreza y regulación del delito. Si la persona no acata la interpelación, puede ser demorada por ‘resistencia a la autoridad’ y, en el peor de los casos, ser objeto de tortura, o quedar pegado a una ‘causa armada’.
El documento nacional de identidad es la excusa perfecta que tiene la policía para practicar una DAI. A pesar de que no existe una ley en la Argentina que obligue a las personas a llevar esa documentación consigo las 24 horas y mucho menos a exhibirla a cada rato a la autoridad policial, lo cierto es que la policía se la pasa pidiendo documentos (…) Las normas son claras, pero ambiguas. De hecho, si las contrastamos con la puesta en práctica, nos daremos cuenta de que la policía sigue haciendo lo que quiere. Quiero decir, sabemos según la ley que la policía solamente pueden detener a las personas en dos casos concretos: para esclarecer delitos que ya se cometieron o para prevenir delitos que pudieran llegar a cometerse. Fuera de esos casos la policía no está habilitada para detener a nadie.
La DAI es una práctica que activa otras prácticas. El paseo en patrullero, la demora en las comisarias, la tortura o el armado de causas, empiezan casi siempre con una DAI. (…) Una vez que una persona es detenida por averiguación de identidad se pone en marcha un mecanismo que no será azaroso y mucho menos inocente.
La policía no busca siempre lo mismo cuando practica las DAI. Por empezar, digamos que las detenciones en el centro son al ‘boleo’. No se detiene para conocer a una persona sino para asignarle un territorio. La detención no es un saber-poder, sino un poder a secas. Una practica selectiva que confirma que a la policía lo que ya sabe de memoria. Cuando un policía detiene en el centro de la ciudad, lo que está preguntando es ‘qué haces vos acá’, advirtiendo que ‘no quiere volverlos a ver en esos lugares’, y que ‘la próxima vez los lleva hasta la comisaría’. Lo que está haciendo la policía con las DAI es marcar el territorio , impedir para determinados actores procedentes de determinados estratos el acceso a la ciudad, limitando su libertad ambulatoria, restringiendo sus movimientos, manteniéndolos alejados de las ‘zonas civilizadas’.
En definitiva, los pobres, morochos y los jóvenes, pero también los inmigrantes bolivianos, peruanos o paraguayos, se vuelven objeto de atención policial. A través de las DAI esto sectores de la población se verán obligados a certificar constantemente su identidad, una identidad que, como dijimos recién, se irá modelando a medida que se repitan estas prácticas policiales.”
La discusión con el policía continuaban ahora ya fuera de la librería y se había desplazado hacia los pasillos de Galerías Pacífico. Este tipo -prepotente, altanero, de formas y palabras violentas- quería que lo acompañe a una oficina dentro del shopping para “hablar más tranquilos”. Digamos que me negué hasta que utilizó métodos persuasivos, no violentos físicamente pero a todas luces amedrentadores: me volvió a mostrar su carnet que lo acreditaba como agente de la ley y se levantó la remera para mostrarme algo que tenía en la cintura, algo que no llegué a ver con claridad pero que sin dudas no eran la marca del jean ni su cinturón.
Nervioso, asustado, indignado, dentro de esa pequeña oficina fui sometido a una especie de interrogatorio en el que policía malo (él) y policía bueno (también él, intercambiando papeles y cumpliendo ambos roles) buscaba la confesión de un delito que nunca cometí. Policía malo me hacía vaciar la mochila y revisaba todas mis pertenencias -una carpeta de trabajo, un anotador, pañuelitos descartables, una grabadora, un libro- y policía bueno me preguntaba por mi familia, mi trabajo, mi hijo, mi vida en general. Policía malo me decía que tenían un video donde se me veía en pleno acto de hurto, policía bueno me decía que confiese ahora mismo mi delito, así nos dejamos de joder. Policía malo me preguntaba si había estado detenido, si consumía drogas, si tenía antecedentes de algún tipo, mientras me retenía el documento para averiguar mis antecedentes, y policía bueno me hacía preguntas banales para tranquilizarme.
Estaba utilizando una táctica clásica, lo que en la jerga del barrio llamamos “psicologear”. Me estaba psicologeando y lo peor era que le estaba funcionando tan bien que empecé a dudar de mi mismo: ¿Habré robado y no me acuerdo? ¿Me habré metido algo en la mochila sin darme cuenta o habré hecho algún movimiento sospechoso? ¿Pero cómo no voy a estar consciente de haber robado, en el caso de haberlo hecho? ¿Cómo no recordarlo? Los nervios me jugaban en contra y a esta altura sólo quería irme a mi casa sin ser golpeado y robado en una comisaria.
Mientras tanto, el tipo no me creía nada. De nada servía contarle que soy padre, periodista, escritor, laburante. Mucho más que todo eso junto, pesaba mi “portación de rostro”, motivo suficiente para convencerlo de que yo había robado. No tenía filmaciones ni fotos mías, los empleados de la librería nunca me habían denunciado ni lo habían llamado, no me encontró en actitud sospechosa y no había pruebas de ningún tipo en mi contra, entonces ¿cuáles eran sus motivos para estar seguro que había robado? Mi cara, por supuesto. Mi cara que, según sus parámetros, desentonaba con la librería de un shopping concheto. Si en su lógica los negros no leemos libros, ¿qué puede hacer un negro en una librería, más que robar?
Alguna vez escuché a Mayra Arena decir: “Acá en Argentina todos somos el negro de mierda de alguien”. Y no puedo estar más de acuerdo. Lo que probablemente ese policía no sepa es que él también es el negro de alguien.
Finalmente, luego de idas y vueltas con mis documentos, preguntas, aprietes y un mal trago -demasiado largo para mi gusto-, cuando vio que no estaba dispuesto a confesar mi supuesto crimen ni ante la amenaza de que ya había llamado al patrullero para que me lleve a la comisaria, me devolvió los documentos y me dejo ir. Por supuesto, no me pidió disculpas, porque no me fui de ahí como un tipo inocente sino que me “largó” como a un malviviente que por esa vez zafa, no sin antes decirme que salga por la puerta trasera. Concluyó su actuación con el clásico: “Y no te quiero ver nunca más por acá” .
Un poco más de Rodríguez Alzueta: “Cuando la policía pide documentos a estos grupos, está ejerciendo un control sobre el espacio, segregando a determinados colectivos de personas. Concretamente, cuando un policía detiene por averiguación de identidad a una persona, le está marcando el territorio; lo que le está diciendo es que ‘circulen’, que ‘muevan’, que ‘no los quiere ver otra vez por allí’. ¿Qué hace el ‘negro’ en el mundo del blanco, el ‘pobre’ en el mundo del rico, el que no tiene capacidad de consumo en el mundo del consumo? Lo que está diciendo la policía es que regresen a su barrio y no se muevan de allí. La policía discrimina cuando segrega, establece una suerte de estado de sitio para todos aquellos grupos de pares señalados como productores de riesgo tanto por los políticos, como por los vecinos y los periodistas”.
Me fui indignado, con intenciones de volver al día siguiente, más tranquilo y asesorado. Mientras caminaba por Sarmiento hacia el bajo para tomar el colectivo, me encontré con un stencil que rezaba: “Mi cara mi ropa y mi barrio no son delito”. Parecía que las paredes me hablaban, de forma directa y sin metáforas.
Mientras tanto, un amigo al que le relaté lo sucedido por WhatsApp me dejó una frase que quedó retumbando en mi cabeza: “Lo mejor de nuestra piel es que no nos deja huir”. Pido disculpas a la fanaticada ricotera que en este preciso instante me debe odiar por no haber reconocido al autor de esas palabras tan certeras, pero después de contar la experiencia en un posteo en Facebook que generó una increíble muestra de solidaridad y afecto, no sólo aprendí que es imperioso prestarle más atención a las canciones de Los Redonditos de Ricota sino que también me di cuenta que la mejor catarsis para un periodista es escribir. De esa modesta epifanía nació esta nota.
Al día siguiente volví a las coquetas Galerías Pacífico, acompañado de un amigo. Pude hablar con el encargado del shopping y obtuve una incontable cantidad de pedidos de disculpas. Además de tratarme como a un ciudadano con derechos y de reconocer la actuación equivocada y por momentos ilegal del policía que me interrogó el día anterior, esta persona me confesó, posiblemente lavándose las manos, que el agente en cuestión en realidad no trabaja para ellos sino que opera como un efectivo de civil que responde a una comisaria de la zona y realiza tareas de inteligencia en las inmediaciones del establecimiento, por lo que muchas veces ingresa y acciona sin avisar, con la excusa de que no tiene la obligación de dar cuenta de sus actos. El problema es que, a la luz de los hechos, hace su trabajo muy mal y de forma ilegal, para preocupación de todos nosotros, los Frankensteins, los “portadores de rostro”.
También pude hablar con el subgerente de Cúspide, con quien el día anterior había tenido una conversación telefónica en estado de furia, y me juró que ellos no habían llamado a nadie, básicamente porque me conocían como cliente y porque nunca me habían visto en actitud sospechosa. Elegí creerle porque me pareció muy sincero, pero además porque es un laburante. Incluso me ofrecieron un compensación -en forma de libro gratis- pero la rechacé; primero, porque no sé si ese beneficio sale del bolsillo del empleado o lo pone la empresa y, segundo, porque no estaba buscando ningún tipo de resarcimiento más allá de una explicación y un pedido de disculpas.
Mi regalo personal es no volver nunca más a esas cadenas frías e impersonales y dejarle la plata que a veces gastaba allí a cualquier librería independientes de esas que le suelen dar espacio a editoriales nacionales y autogestivas.
¿Podría haber ido más lejos con la denuncia y el reclamo? Sin dudas, pero elegí conformarme con las disculpas de las partes y la catarsis que me ofrece esta nota.
Hoy siento un poco de alivio en el pecho después de lo sucedido, pero no me siento seguro. Ni en Galerías Pacífico, ni en ninguna parte de esta ciudad. Porque aún llevo la misma piel -de la que no pretendo huir- y todavía no me curé del mal de “portación de rostro”. Pero, sobre todo, porque quienes deberían velar por nuestra seguridad se sienten cada vez más libres de actuar de forma prepotente e ilegal, amparados por este gobierno de derecha y represor, el mismo que asfixia y pone en jaque a las editoriales independientes, que apuesta por achicar la cultura y que, dependiendo de tu color de piel, ya ni siquiera te deja elegir un libro tranquilo en la librería de un shopping coqueto.