Restos del presente: ficción, pandemia, lugares comunes

Por Mercedes Alonso

Mercedes Alonso propone un recorrido por películas y libros del año que acaba de terminar, buscando identificar algunas marcas de la pandemia que sigue castigando al planeta en los imaginarios de estas producciones artísticas. En algunos casos, la presencia de la amenaza parece premonitoria. Entre las películas comentadas están A nuvem rosa, Reloj, soledad, Sexo desafortunado o porno loco y El perro que no calla, mientras que para la sección literaria se analizan Mugre rosa, La sed y Seda metamorfa.

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Un cartel al principio de la película A nuvem rosa (2021), de Iuli Gerbase, que se vio hace algunas semanas en el Gaumont como parte de la Semana del Festival de Cine de Sitges, advierte que fue escrita en 2017 y filmada en 2019, por lo que cualquier semejanza con la pandemia del covid es una cuestión accidental. Y claro, la nube que aparece en el cielo de la película mata en menos de diez segundos y obliga a toda la población mundial a encerrarse en sus casas y vivir a través de sus pantallas. Algunas cosas las reconocemos: quiénes pueden o no trabajar –¿cómo trabaja un quiropráctico que no puede tocar a la gente?, pregunta Yago–, las cosas que empiezan a escasear, las diferentes actitudes frente al encierro, el recuento de las pérdidas. Reconocer no es la palabra, porque se trata de una ficción sobre un fenómeno que no existe que se presenta en un festival de cine fantástico, por lo que no tiene nada que ver con lo que pasó o pasa. Eso indica el cartel inicial. Digamos, entonces, que lo que vemos resuena con nuestras experiencias.

Me pregunto entonces cuáles son esas cosas de las que está hecho este tiempo y cómo van quedando registradas en la ficción. Las hay más evidentes y más sutiles.  En algún momento del último festival de Mar del Plata las películas que veía empezaron a formar un inventario de usos y costumbres de la pandemia en diferentes países. Es decir, la aparición de prácticas ahora cotidianas en algunas películas que se tratan sobre otra cosa –en todos los sentidos en que las películas pueden “tratarse” de algo, que es mucho más que el argumento. Por ejemplo, los barbijos en Reloj, soledad, de César González, y Sexo desafortunado o porno loco, de Radu Jude. En la última, destaco la variedad de los diseños que van desde bocas de labios rojos a los slogans de protesta que usan quienes, ahí como acá, lo llaman “bozal”; pero sobre todo el reconocimiento, acá sí, de ciertas prácticas en común entre Bucarest y Buenos Aires: quiénes y cuándo lo usan y quiénes y cuándo no, la confrontación entre unxs y otrxs –con discusiones a los gritos incluidas.

En la de González, quizás porque la veo sin el efecto sorpresa de que hagan allá tan lejos esto mismo que nosotrxs, destaco la construcción de un ritmo con los movimientos que lo acomodan a las circunstancias: colectivo, calle, trabajo, casa. Hay una secuencia en que la protagonista toma vino en la puerta de un kiosco, primero sola y después con quienes se le van sumando. El barbijo de ella se baja, se corre, se saca y termina puesto en el cuello de la botella. Mientras tanto, el vino y las palabras que circulan. La película se trata, también, del ritmo que generan unos y otros movimientos. Lo que empieza a aparecer, lo que González ve, es una nueva gestualidad.

No quiero preguntarme cómo la ficción cuenta la pandemia ni si lo está haciendo o si debería o en cuánto tiempo se van a poder leer esas marcas –preguntas posibles que se han hecho en otros lados, pero que resultan irrelevantes o pura especulación de circunstancia–; quiero imaginarme una semiología del presente. Cuando Mijail Bajtin se refiere al modo en que las prácticas sociales inciden en las lenguas que hablamos propone un extremo que siempre me resultó intrigante: hay hasta palabras propias de los días, dice. Me pregunto cuáles son las que corresponden a estos días: con qué signos se construye este tiempo que vivimos; qué formas va adquiriendo el registro, con qué grado de conciencia y de explicitación. Y me pregunto también, con un sentido más especulativo, cómo va a pasar el tiempo sobre estos productos, qué va a quedar que sea reconocible o resonante.

Voy a la literatura, donde esto me llamó la atención antes. Por ejemplo, Mugre rosa, una novela de la uruguaya Fernanda Trías en la que no puedo evitar pensar cuando voy a ver la película del Sitges. Primero por lo rosa, que en realidad no tiene nada que ver; después, porque la peste aparece como materia: la amenaza es visible, por lo que puede haber sirenas de alarma que señalen que se aproxima y se puede, también, enfrentarla “cara a cara”. El fenómeno es muy otro de lo que vivimos. Sin embargo, están las resonancias: el encierro, el cuidado de sí y de los otros como obligación permanente, la idea de una fuga posible, las decisiones y las responsabilidades frente a lo que no se puede controlar.

En La sed, de Marina Yuszczuk (sobre la que se puede leer otra nota acá), la parte que está situada en el presente registra ciertos elementos que lxs lectores contemporánexs sabemos o creemos entender como alusiones a la pandemia a través de la fiebre amarilla del pasado y del vampirismo como continuidad o recurrencia –el contacto, el contagio, la infección, el miedo serían los hilos que los entrelazan. El hecho concreto como una interpolación de realidad: “un nuevo tipo de virus, personas que salían a la calle con barbijos, que se miraban desconfiadas, trenes que no frenaban al llegar a la estación”. El resto del tiempo, los signos dispersos que nos resuenan son más parte de la construcción del gótico que un registro de la realidad, o son esos espacios intermedios por los que pasan los dos modos a la vez. “El orden habitual de las cosas…no estaba más. Se había suspendido” puede referirse a la pandemia o al desgarro temporal que supone la presencia de una vampira en San Telmo.

En cambio, en Seda metamorfa, de Ana Ojeda, la escritura de la experiencia cotidiana de la pandemia es explícita y minuciosa. La novela, sin embargo, “se trata” de otra cosa –porque no es sobre la pandemia, o no solamente, y porque su escritura excede o difiere el registro de lo real. Quizás en eso se parezca mucho a Reloj, soledad. Ojeda cuenta hechos –cambios laborales, ensayos culinarios– y muestra cosas –alcohol en gel, Microsoft Teams–, pero sobre todo una sensibilidad y una sensorialidad; “Las cuerpas / cansadas / angustiadas / se tocan la cara”; olor a lavandina, cuerpos que engordan, la elección de con quién encerrarse, las normas que se rompen para compartir espacio, mate o besos.

Me pregunto qué de todo eso que las novelas cuentan sin explicar va a ser legible después; suspendida la sospecha sobre qué de todo lo que se escribe hoy va a resistir el paso del tiempo, qué y cómo va a entenderse todo lo que tiene que ver con el registro, la alusión o la resonancia del Covid en la literatura argentina actual. Me imagino un efecto semejante al de algunas novelas de los 90 que ahora nos parecen documentos de época porque acumulan signos que, a la distancia, nos parecen estereotipos que solo podría haber cristalizado el paso del tiempo. ¿Cuáles son los lugares comunes que estamos generando ahora? En A nuvem rosa y en El perro que no calla, la película de Ana Katz que también tiene un segmento de anticipación de la peste, hay alguien que dice: “No aguanto más”. El oído se eriza. Más que los hechos y las cosas aislados, lo que resuena es esa forma de experimentarlos en la que coinciden los tiempos: el presente enrarecido, el pasado que proyectaba formas inaguantables de la vida cotidiana y la idea de futuro que todavía manejamos (esa que hace que sea preciso aguantar).