Roberto Fernández Retamar: La identidad de nuestra América

(@clio1968)

Por Lali Destéfanis

Una valoración en clave latinoamericanista de los incontables aportes del poeta y ensayista cubano, a pocos días de su fallecimiento. Un diálogo con José Martí, con la revolución cubana, con Frantz Fanon, con José María Arguedas y con Rita Segato.

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Un periodista europeo, de izquierda, por más señas, me ha preguntado hace unos días: “¿Existe una cultura latinoamericana?” Conversábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra manera: “¿Existen ustedes?” Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa actitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje.

Así comienza Calibán, ese ensayo de toda una vida en el que Roberto Fernández Retamar, que murió a sus 89 años el sábado en La Habana, publicaba en la revista de Casa de las Américas en septiembre del 71. La Revolución llevaba casi trece años de camino y el foco seguía puesto ahí, sobre la Isla y sobre toda América Latina; hacía poco menos de un año Allende había ganado las elecciones en Chile y el continente definía sus contornos hacia el exterior como nunca antes. 

Lxs latinoamericanistas sabemos bien hasta qué punto nos excede ese guante que siempre recogió Fernández Retamar. El lugar que elegimos para pensar esa pregunta es una clave identitaria: hay un legado que nos conforma en un comienzo pero la construcción de la propia identidad nos permite entender que también podemos elegir qué heredamos y qué no, qué queremos legar nosotrxs al futuro. Nos lo enseñó sobre todo Cuba, cuyo caso es elocuente: baste remitirnos a ese texto enorme que es Nuestra América (1891), en el que Martí plantea -nada menos que en la isla donde el exterminio de los pueblos originarios fue absoluto y el esclavismo, política de coloniaje- que no hay razas en “nuestra América mestiza”: 

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir.

Tiempo antes, claro, otro proyecto de Estado se definía en términos de civilización o barbarie: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”, respondía Martí a Sarmiento. Fue Fernández Retamar quien señaló cómo Martí prefiguró a Fanon y a la Revolución Cubana: ese legado sí que se hereda y a su vez se lega. Desde allí se responde esa pregunta.

¿Acaso existe una cultura latinoamericana?

Cuba siempre tuvo que salir a responder, mucho antes ya del 59. Será porque pasó de ser colonia de España a pertenecer a los Estados Unidos de América, y de allí a lo que era un futuro insoportable para las metrópolis. Siempre fue filoso, tan difícil. Siempre hubo que defender las conquistas de los tanques mediáticos que más tarde conoceríamos también -aunque seguramente con menor impacto- en el resto de naciones del continente. Hubo que superar contradicciones, dar pasos de siete leguas allí, en la Isla. E quando você for dar uma volta no Caribe, e apresentar sua participação inteligente no bloqueio a Cuba, pense no Haiti, reze pelo Haiti, nos recuerda Caetano.

Cuando pensamos América Latina, en mi caso cuando planifico el programa de asignaturas como “Introducción a la Literatura Latinoamericana”, meto siempre en el bolsillo la brújula de Cuba: Martí, Ortiz, Fernández Retamar. Ahí se arma esa hermosa banda de amautas que pensó siempre en grande, con Ángel Rama proyectando la Biblioteca Ayacucho desde su exilio en Caracas para el 150° aniversario de aquella batalla. Filiarse en la búsqueda por la emancipación es el hilo rojo que nos convoca. La complejidad -la riqueza- cultural del continente es un mapa de isobaras en el que juegan lenguas, etnias y el mestizaje más profundo del planeta, siempre cruzado por las balas trazadoras de la clase, porque también es el continente más desigual. Mucho más que África y que Asia: nuestra América padeció siglos de coloniaje. Cuba lo pensó claro porque tuvo que pensarse con el vigor que le exigían las circunstancias: apenas 18 años contaba Martí cuando sufrió presidio político. De ese exilio, ¿cuánto se habla?

Recuerdo a Roberto Fernández Retamar y me vienen a la memoria escenas, particularmente, de mis clases en la universidad allá, del otro lado del océano. La perplejidad, por ejemplo, con que leíamos “El sueño del pongo” de José María Arguedas. Un alumno norteamericano que estaba de intercambio en Europa me preguntaba a mí, latinoamericana, “cómo veíamos nosotros hoy” al hombre blanco. Quien me conoce personalmente se reiría, porque soy bien huera. Para más, urbanita. Esa complejidad de acercar desde la distancia, con un cuidado que jamás será suficiente, es la que seguimos replicando hasta tanto no consigamos salir de esta concepción tan Europea para pensarnos.

Yo entonces siempre volvía a Calibán, ese punto en el que todas las isobaras nos reúnen a lxs latinoamericanxs. Porque como dice Rita Segato, acompañando la pregunta de mi estudiante norteamericano: “todxs nosotrxs somos negrxs en París”. Esa mirada nos biopolitiza. Fernández Retamar nos lo recordaba así: La población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población aborigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo coherente que sus discípulos, los nazis, pretendieron aplicar incluso a otros conglomerados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán.

¿Existimos nosotrxs? América, esa inexistencia en la mirada del afuera, nos coloca en el lugar de la utopía ajena. La del Dorado que sigue manando oro y sirenas-amazonas para el buen consumo metropolitano, indianos mediante. Atravesamos una sofisticada versión de la mita y el yanaconazgo, y tenemos nuestrxs mártires de la era, como tuvimos Tupac Amaru. Si no nos corremos de esa mirada nos quedaremos ahí, anclados en ese siglo XVI: son los guantes que nos toca recoger. Martí nos supo mestizxs. Roberto nos supo Calibán. Al respecto, la mirada más lúcida de nuestras vanguardias históricas entendió que sí existimos, y que esto es así porque somos antropófagxs. Porque tupí or not tupí: that is the question.