Rodolfo Walsh: la trampa cultural y las nuevas formas de escritura
Por Juan Mattio y Kike Ferrari
Una reflexión sobre las tan omnipresentes como problemáticas relaciones entre literatura y práctica política. Rodolfo Walsh, de cuyo secuestro y desaparición se cumplieron 41 años este domingo, encarnó uno de los polos más radicales en esa tensión, una posición modélica que puede y debe ser discutida a la luz de los nuevos tiempos.
Un escritor de ficción que se para en el campo del marxismo -la definición es del propio Walsh en una entrevista de 1972- debe encarar, tarde o temprano, una pregunta fundamental en relación a esas dos pertenencias: ¿cómo se conectan la escritura y la práctica política? Entre nuestros escritores, Walsh encarna una posición que sirvió más tarde como modelo y que resulta de discusión obligada para nuestra tradición.
Fue, sin duda, quien llevó más lejos la posición que tomó. Y sin embargo no fue el único en proponer una línea frente a este problema. Otros autores -otras poéticas, otras teorías- se enfrentaron, se nutrieron y se tensaron en el campo intelectual de los años 60. De Ricardo Piglia a Abelardo Castillo, de David Viñas a Beatriz Sarlo, de Andrés Rivera a Haroldo Conti. La pregunta sobre literatura y política nunca fue discutida tan a fondo como en aquellos años.
La trampa cultural
En 1972, durante una entrevista para La opinión cultural, Walsh definió lo que él llamó la trampa cultural: “Ese fenómeno llamado el boom del libro argentino lo caracterizaría como una trampa cultural. Como la época de la sacralización de la escritura. Una trampa que esteriliza. El sistema te tiene muy bien a vos ahí. No sos peligroso realmente, o en un mínimo grado. O peor: estás haciendo el ganso del Capitolio”.
Esta crítica despiadada al lugar del escritor en el sistema cultural parece indicar que el único camino posible es salir de la literatura hacia el campo de la política, del terreno de la inteligencia pura (cristalizado en el club de ajedrez en La Plata dónde escuchó que había un fusilado vivo) hacia el “amenazante mundo exterior” donde impera la lógica de la acción.
Walsh no estaba solo en esta posición. Una época define, entre otras cosas, lo que puede ser pensado y lo que no. En una entrevista con Madeleine Chapsal, periodista literaria de Le Monde, Jean-Paul Sartre declaró: “La náusea, frente a un niño que se muere de hambre, no tiene poder. No tiene peso alguno, no sirve para nada”.
Con una posición más mecanicista -pero no lejana en su razonamiento- desde la Unión Soviética se proponía la estética del realismo socialista y se rechazaban las literaturas fantásticas, la ciencia ficción, el género policial y un largo etcétera por considerarlas literaturas perniciosas que promovían la evasión y no, como era de esperar, la conciencia política. Se demandaban literaturas pedagógicas.
El propio Walsh parece ir en esa dirección cuando dice: “Tomemos toda la masa de la literatura argentina, esa masa inmensa, y tratemos de establecer en dónde aparece lo que es un hecho central en la vida del pueblo -una huelga, por ejemplo-. Yo solo conozco un cuento de Andrés Rivera sobre una cosa así. O Los dueños de la tierra de David Viñas. Es increíble. Ahí aparece una gran desvinculación”.
De modo que podemos pensar que el vínculo entre literatura y política para Walsh -al menos en ese tramo de su pensamiento- está en los temas. Hay que hablar de obreros, de fábricas, de sus resistencias. Sigue, más o menos, el programa del realismo socialista donde el proletario debía convertirse en héroe.
Sin embargo Walsh no discutía sólo con los intelectuales que cuidaban su torre de marfil y asumían la autonomía literaria como una estrategia para no involucrarse en la realidad política de su país. También había, entre los escritores con quien él se enfrentaba, posiciones de izquierda. Otras izquierdas, otras poéticas.
En 1965 Ricardo Piglia escribió en su diario: “Hay que oponerse a la noción de ‘literatura comprometida’ porque arrastra una postura individualista; se trata, en cambio, de pensar a la literatura como una práctica social (…) La pregunta de Sartre, ¿qué puede La náusea ante un chico que se muere de hambre?, es moralizante y es un sofisma. Nada que un individuo aislado haga por sí mismo, en soledad, puede hacer nada por un chico que se muere de hambre. Es la misma lógica que usa la derecha cuando exige más represión y la justifica con la pregunta: ¿qué haría usted ante un delincuente que quiere matar a su hijo? Si la respuesta fuera individual, no habría otra cosa que estupefacción y actitudes personales”.
La posición de Piglia propone que lo que debe enfrentarse no es un niño que se muere de hambre contra un libro de ficción -cualquiera sea, incluso el mejor- porque ese enfrentamiento es inútil. La muerte vence. Lo que debe oponerse es la literatura como práctica social al sistema de dominación. Es en la lectura donde aprendemos a imaginar otros mundos y es ahí donde radica el potencial revolucionario de la literatura. No un libro contra las injusticias que produce el capitalismo sino la práctica de leer contra la enajenación del trabajo.
Lo cierto es que el pensamiento de Walsh también estaba en proceso y oscilaba. Ese mismo día de 1972 dijo a su entrevistador: “Yo todavía creo, o por lo menos es una cosa que tengo como pregunta, que la ficción puede ser rescatada. Pero no desde esta óptica que nosotros teníamos en aquel momento [los años 50]. Que hay otra [óptica] posterior a la que no hemos podido llegar todavía, desde la cual tal vez pueda ser rescatada”. ¿Cuál sería esa óptica?, ¿de qué forma rescatarla?
Nuevos tiempos, nuevas formas
En una entrevista anterior, de marzo de 1970, vemos que en el pensamiento de Walsh las formas literarias son formas históricas. Que él creía -como había afirmado Walter Benjamin- que si bien no siempre habrá novela, podemos asegurar que siempre habrá narraciones.
“Habría que ver -dice Walsh ahí- hasta qué punto el cuento, la ficción y la novela no son de por sí el arte literario correspondiente a una determinada clase social en un determinado período de desarrollo, y en ese sentido y solamente en ese sentido, es probable que el arte de ficción esté alcanzado su esplendoroso final (…) y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atendido a lo que es mostrable”.
Lo que busca, entonces, es cómo trabajar con nuevos géneros que le permitan reconectar -dentro del espacio textual- la literatura y la política. No se trata ahora de abandonar la escritura para habitar solamente el mundo de la acción. Es posible que dentro de la escritura haya elementos para reconectar eso que, a ojos de Walsh, aparece desvinculado.
Sus últimos días parecen mostrar esta voluntad de insistir. Ya en la casa clandestina de San Vicente sus esfuerzos se centran en dos tareas: por un lado, la escritura de la Carta Abierta a la Junta Militar -de la cual, se dice, le preocupaba no encontrar el tono- y por otro la escritura de un cuento de ficción titulado Juancito se iba por el río.
Y dentro de ese proyecto no se modifican sólo las técnicas de escritura, sino también las de circulación. El artefacto libro fue una de las preocupaciones más insistentes para Walsh, que en 1969 lo definía así: “Un libro no es solamente un producto acabado que se vende a determinado precio, por lo general demasiado caro para que un obrero pueda comprarlo. Un libro es, además, el efecto que produce, los comentarios que produce”.
En ese marco deben leerse la circulación en folletín de Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?, las estrategias de difusión de la Agencia de Noticias Clandestinas y Cadena informativa. Walsh estaba dispuesto a pensar no solo la transformación de la escritura -con rasgos que a veces parecen un eco de la vanguardia soviética de los años 20- sino también las nuevas formas de conexión entre texto y público.
A veces en posiciones más cercanas a las vanguardias literarias, a veces en posiciones más lindantes con las estéticas del campo socialista, lo que Rodolfo Walsh pensó, discutió y encarnó fue una respuesta posible a una pregunta fundamental. ¿Cómo se unen la palabra y la acción?