Rodolfo Walsh: vanguardia, lenguaje y dispositivos
Primero de una serie de tres artículos en los que Juan Mattio piensa la vanguardista operación político-literaria que llevó adelante Rodolfo Walsh para intentar desarmar el artefacto libro como principal soporte de su producción, reconfigurándolo para emitir una señal clandestina, invisible y revolucionaria.
Por Juan Mattio
La vanguardia se asume, por supuesto, como máquina de guerra en el campo cultural y produce acciones de hostilidad. Pero, ¿a qué se enfrenta la vanguardia? En mi hipótesis creo que es posible identificar tres posiciones en el interior de estas literaturas. Por un lado aquella que intenta interferir el lenguaje -la circulación regular de sentido-, otra que genera conflictos hacia adentro del dispositivo ficción -operaciones sobre lo representado y, más aún, sobre el carácter mismo de representación- y, por último, una vanguardia que intenta desarmar el artefacto libro como objeto y como forma cultural que, como todas, es susceptible de ser transformada (e incluso liquidada) por el desarrollo histórico.
Desde esta hipótesis, aquellos movimientos a los que solemos asociar la idea de vanguardia -dadaísta, surrealista, etc.- deberían pensarse en relación a la primera estrategia. Si la producción de sentido está en manos de los sistemas oficiales (cultural y político) -el discurso de los funcionarios en colaboración con el de los medios masivos de comunicación- lo que se debe generar es una forma enrarecida de producción de sentido. No se trata de discutir el contenido de esos discursos, sino el uso mismo de las palabras.
En la lectura que hace Walter Benjamin sobre el surrealismo esto está en primer plano: “En la Introduction au discours sur le peu de réalité, Breton señala que la base de la experiencia poética se encuentra en el realismo filosófico de la Edad Media. Pero este realismo, es decir, la convicción propia, real, ya sea fuera o dentro de las cosas, siempre ha transitado rápidamente de la esfera lógica del concepto a la mágica de las palabras. Y en este sentido, los apasionados juegos de transformación fonética y gráfica que desde hace quince años campean por toda la literatura de vanguardia, llámese futurismo, dadaísmo o surrealismo, son precisamente eso: experimentos mágicos con las palabras, y no pasatiempos artísticos”.
Para Benjamin el lenguaje está embrujado. Conviven en él los usos actuales de las palabras con antiguos y remotos significados que todavía son capaces de manifestarse, como espectros, en la medida que las palabras puedan alcanzar cierto grado de extrañamiento. Michäel Löwy, en un comentario a este ensayo de Benjamin, dice: “El marxismo gótico, común a ambos -Breton y Benjamin- sería, pues, un materialismo histórico sensible a la dimensión mágica de las culturas del pasado, el momento ‘negro’ de la revuelta, a la iluminación que desgarra, como un relámpago, el cielo de la acción revolucionaria”.
Conviene, entonces, prestar atención a la posición programática que Benjamin confiere al surrealismo dentro de la política revolucionaria: “Sumar a la revolución las fuerzas de la embriaguez: en torno a esto gira el surrealismo en todos sus libros e iniciativas”. El programa de un lenguaje embriagado que a través de consignas, fórmulas de encantamiento, carteles o juegos de palabras, pudiera revelar esa carga mágica y su carácter herético -un lenguaje extraño dentro del lenguaje habitual- es lo que identifica a la vanguardia en la lectura benjaminiana.
La lectura de Fredric Jameson sobre Brecht podría articular este programa que Benjamin adjudica a los surrealistas con algunas técnicas particulares del Teatro Épico. En el centro de esa articulación debería ponerse la preocupación de Brecht por las formaciones pre-capitalistas y sus técnicas de extrañamiento sobre el lenguaje y la representación. En ese ensayo, Jameson compara la idea de Brecht de que el actor cite el texto -y no lo represente- con la lectura que Sartre hace del estilo de John Dos Passos: “Sartre se las ingenia para develar el mecanismo del autor: escribe el relato de la primera persona en tercera persona, es decir, hace de su narrativa lo mismo que Brecht recomendaba hacer a sus actores. Sentimos la tentación (siguiendo a Bajtin y Deleuze) de pensar una especie de lenguaje foráneo inmerso dentro del lenguaje que nos resulta familiar (no obstante un lenguaje foráneo tendría, en algún sentido borgiano, exactamente las mismas palabras que el nuestro, la misma sintaxis y la misma gramática, etc. etc. etc.) Pero eso –que vale para todo el modernismo (siguiendo a Bajtín) o para todos los discursos minoritarios (siguiendo a Deleuze) es aquí bastante diferente y específico”. Lo que Sartre descubre en Dos Passos es que está narrando una vida según el estilo norteamericano de cobertura de noticias para que esa vida cristalice en lo social (la tercera persona indicaría el lenguaje alienado): En cualquier caso, estas interconexiones: surrealismo, Brecht, Dos Passos, hablan de una expansión en la idea de extrañamiento y de diferentes técnicas para develar la existencia de “un lenguaje foráneo dentro del lenguaje que nos resulta familiar”.
La vigencia de este proyecto de intervención -de esta actitud de hostilidad sobre lenguaje normalizado- no está limitada ni a Europa ni al siglo XX. En nuestra tradición literaria hay muchos autores que despliegan sus poéticas en relación a esta idea. De Saer a Sara Gallardo, de Germán García a Néstor Perlongher. Voy a tomar una declaración que Leónidas Lamborghini hizo en entrevista con Sergio Raimundi en el 2004, sólo como prueba de la vitalidad de este programa en nuestra literatura: “El sistema dominante es la sintaxis dominante. Entonces vos operás sobre la sintaxis del sistema dominante y ahí empieza la ruptura necesaria. Porque eso es lo que no te aguantan. Y además el problema de ilegibilidad. Yo en Carroña Última Forma jugué con eso también: un poema que no se pudiera leer. O que se fuera armando, que el lector lo fuera armando a medida que lo lee. Porque ya no es la palabra hecha paso. El personaje es un vagabundo, siempre. Es un deambulante, de esos que piensan mientras caminan y tienen ese monólogo. Digamos que la misma palabra hecha paso, y cuidado con trastabillar porque te vas a la mierda. Pero en Carroña ya es la sílaba hecha paso, o la letra hecha paso… Ves la “a” ahí. Pisála bien. Pisála bien porque si no no pasás; tenés que volver a leer todo de nuevo”.
De modo que tiene razón Piglia cuando afirma que la vanguardia no está situada en un momento histórico sino que es “un lugar o un sitio en el campo minado de la literatura”, un territorio capaz de reunir a Copi con Borges, a Walsh con Luis Gusmán.
Ahora bien, ¿qué posición toma Walsh en relación al lenguaje? Creo que es posible establecer que su estrategia principal en este ámbito es negar la noción de estilo como una marca personal sobre el lenguaje. Lo que autores como Onetti o Saer entienden por estilo es una sintaxis, un uso de la gramática, que sea distinguible y, por lo tanto, único. La forma de su escritura es la firma principal del texto.
Sin embargo, un autor como Walsh piensa este problema de otra manera. Considera que el estilo es un mecanismo para producir un efecto. Y que entonces debe ser controlado y modificado según el objetivo del texto. Lo establece así en una entrevista de 1970 que le hace Piglia donde dice: “Evidentemente si queremos calificar el modo de escritura o la tentativa que hay en el modo de escritura hacia un uso ampliado de la palabra, es decir, una amplificación de los recursos hacia un lenguaje; si quisiéramos calificarlo de algún modo épico que es lícito usar en el sentido de que las anécdotas y el medio son muy pequeños y entonces vos podés usar un lenguaje grandioso y grandilocuente para historias de chicos que no me lo permitiría quizá si tuviera que escribir una historia épica, entonces tal vez usaría un lenguaje muy reducido”
El relato es cuestión es Un oscuro día de justicia y pertenece a la serie de los irlandeses. Relatos ubicados en un internado católico donde los niños enfrentan ciertos conflictos. A ese material, dice Walsh, es lícito aplicarle un lenguaje grandilocuente para generar un efecto épico. Sin embargo, cualquiera que haya leído textos como Esa mujer sabe que el autor es capaz también de textos minimalistas. La diferencia está en lo que Walsh busca generar en el lector.
Y aún más, el autor de Operación Masacre es capaz de un uso del lenguaje elíptico, fragmentado, como los dos relatos gemelos, Cartas y Fotos, pero también de usar una prosa rápida, informativa, que es la que domina sus novelas de no-ficción. No hay, por lo tanto, un uso privado de la sintaxis sino un dominio que permite hacer uso de diferentes estilos.
El punto más extremo de esta estrategia está en sus últimas cartas. Cuenta Lilia Ferreyra que Walsh “concebía su nueva forma de acción política como una producción totalizadora que abarcaba la denuncia, el testimonio, el análisis político o ideológico, el relato literario. Sus ‘cartas polémicas’ -como las llamaba- tenían un objetivo: denunciar no sólo la represión del poder o la política económica sino todas las otras manifestaciones ideológicas del régimen militar. Había elegido un estilo para esas cartas, el de la invectiva de los latinos”. Y lo recuerda citando a Cicerón: “la palabra escrita con la contundencia de la palabra oral”.
Frente al control policial que puede perseguir las huellas de los disidentes hasta en el lenguaje -y hablaremos de esto en otro artículo donde la figura de Unabomber es central-, la poética de Walsh es la construcción de voces -como se construiría una máquina- que no puedan ser detectadas o asociadas a un autor particular. Algo que podríamos denominar máscaras lingüísticas y que están pensadas como intervenciones discursivas en el campo político. Esa es la tradición de Jonathan Swift que, cambiando de personaje y, por lo tanto, de estilo, logró artefactos retóricos de inmensa efectividad. Tal vez su experiencia más ambiciosa sean las conocidas Cartas del tedero de 1722, donde, haciéndose pasar por un honesto y simple comerciante de Dublín, atacó la idea de Inglaterra de otorgar una licencia a un particular para la acuñación de la moneda nacional irlandesa y logró generar una movilización popular que detuvo el proyecto.
Pensar a Walsh como heredero de Swift -y de Joyce, otro irlandés que rompe la noción de estilo tradicional- supone desligarlo de los usos habituales de la palabra y la retórica de su época. Por un lado del uso artístico, que tiene su fundamento en la noción de estilo que ya vimos, lo que Piglia define como un uso privado del lenguaje. Pero, por otro, también del uso del lenguaje panfletario que hacen las organizaciones políticas.
No resignar nunca el estilo para Walsh no significó un acto vanidad, sino no resignar uno de los elementos centrales de la construcción textual y, por lo tanto, de sus efectos. Las tres cartas que conocemos -A Vicki, a los amigos, a la Junta Militar- están diseñadas para generar efectos distintos, en lectores diversos y, como veremos más adelante, no disociadas de un tipo particular de circulación.
Entonces, si pudiéramos pensar el lenguaje como un dispositivo, el modelo de intervención para Walsh sería abrir el objeto técnico que hasta entonces aparecía cerrado y desarmar así su misterio. Reconfigurar el artefacto para la emisión de una señal clandestina, invisible y revolucionaria.