Sábato y el bonapartismo
En 1970 David Viñas firma un lapidario artículo en el que sostiene que Sobre héroes y tumbas es un producto coherente con la imposible conciliación de clases propuesta por el frondizismo y demuele política, filosófica, literaria y éticamente a Ernesto Sabato, de quien afirma que busca su estatua en Parque Lezama.
“En Francia -como en cualquier país verdaderamente adulto- los héroes tienen sus monumentos y sus avenidas, cualesquiera y por encontradas que sean sus opiniones. Napoleón, aún hoy es excecrado por millones de franceses: pero desde la calle Bonaparte hasta el panteón, por todas partes, Francia honra a sus grandes muertos”.
“A Herbert Read no sólo no lo hostiliza o ignora el gobierno de Su Majestad, sino que el embajador de la monarquía lo espera en el aeropuerto y lo agasaja, como lo merece un individuo de su nivel”.
“El día que seamos capaces de tener gobiernos equiparables en calidad a nuestra élite intelectual, ese día será verdaderamente el comienzo de la nueva era para nuestra Nación”.
“¿Cómo un habitante de Buenos Aires como Borges o yo?…”
Ernesto Sábato, en Atlántida, agosto de 1970
Público, peronismo y cronología
Podría empezar: a Sábato, en relación con un público posible, lo perjudican, a la vez, el agotamiento del progresismo (como límite “equilibrado” y seductor entre dos campos en pugna) y la radicalización del existencialismo (entendido como el sartrismo de los años 40 antiestalinista y liberal).
También podría decir: Si comienza su producción literaria en Sur, cierra su obra mayor aludiendo a una salida de purificación imaginaria en la Patagonia. Esto me llevaría, desde el eje del reemplazo literario de Lugones, hacia la alternativa Horacio Quiroga a través de la metáfora “frontera” y de su individualismo artesanal y antiurbano.
Se me ocurre un tercer comienzo: muerto Marechal, el peronismo se queda, provisionalmente, sin “autor emérito”; en esa zona habría una inserción crítica posible y un público disconforme y cálido para ciertos aspectos del integracionismo populista de Sábato. Pero el peronismo son muchos peronismos -el del doctor Luco y el de Vallese entre otros- y el que escuchaba a Marechal se va redefiniendo a partir de la experiencia cubana y del cristianismo de izquierda que cada vez más se siente atraído por el marxismo aunque no lo proclame. En esa zona, Sábato -hoy- no entra: demasiado riesgo hacia adelante y excesivo el peso de las cosas desde atrás. Y el único peronismo posible que le queda es el de la burocracia cuya neutralidad y destreza para la negociación ha llegado a sus límites.
Sin embargo, prefiero empezar en lo cronológico para ir viendo sus vaivenes en relación a situaciones concretas: Sábato se incorpora activamente a Sur hacia el año 45; viene de tres lados: del cientificismo racionalista que no lo conforma por su falta de imaginación, de una experiencia crítica con el Pecé (incurso en dogmatismo) y de una universidad liberal desmontada por el protoperonismo impregnado de falangismo en esa zona. De hecho, rechaza la rigidez y la prepotencia. La fecha que condensa esas coordenadas le propone -diría “naturalmente” al Sartre y al Camus antinazis y todavía superpuestos que aparentemente proclaman un compromiso análogo: dejándose impregnar por algunos componentes de esa tendencia (sobre todo lo antiestalinista), Sábato pasa a convertirse dentro de Sur en el hombre que puede hablar de ciencia con certeza y cuestionarla con desgano, en el más comprometido en la política (o, por lo menos, en el más preocupado por esa dimensión) y en el que asume el rol juvenilista. Del 1911 de su nacimiento al 900 de Borges, Ocampo o Francisco Romero hay un espacio que lo favorece: por lo menos diez años de agilidad y agresión en un medio donde lo generacional de variable se convierte en principal dialéctica.
Son los años en que Sur se repliega frente a la “Barbarie” peronista: como su polémica en tanto grupo se da especialmente en la zona superestructural de la literatura, lo cultural y lo universitario (la más endeble del régimen gobernante por sus rezagos falanjoides o folclórizantes) sus planteos a la sordina parecen eficaces. Claro está, el problema de fondo, el de las clases, o no se ve, no se conoce o se elude. Y Sur se siente corroborado cada vez más en su defensa del “espíritu” liberal.
Es el momento en que Sábato, cuestionando la ciencia y el racionalismo más tradicional, publica Uno y el universo (1946), Hombres y engranajes (1950), Heterodoxia (1953): lo que allí aparece -además de la presencia “corregida” en los títulos de modelos divulgados- son los tópicos más comunes contra una ciencia de academia. ¿El “estilo”? Sea: a lo que Mircea Eliade, Roger Caillois o von Martin dicen con pesadez, Sábato le da un ritmo elíptico. De ahí, tres resultados: corrobora su juvenilismo gimnástico, condensa el prestigio de las “autoridades” en un escandido casi aforístico y elude (con ese ademán antiracionalista) el trabajo minucioso y “sin brillo” del pensamiento sistemático. Por detrás de él el modelo Lugones vibra. En realidad, el eje polémico de Sábato sigue mercado por su conflicto con el Pecé. O, para poner la cosa a foco, frente al estalinismo escolástico. Mejor aún: hace pie reaccionando contra el zdanovismo más rígido e insulso discutía con eso en 1950 y sigue discutiendo con lo mismo en el 70; no advierte que sus viejos adversarios han muerto o han cambiado y que sus oponentes favoritos son figuras retóricas a las que siempre vence. El modelo rígido de Lugones de nuevo vibra. Pero como Sábato tomaba por sustantivo lo circunstancial, su crítica aparecía tan espectacular hacia afuera como anecdótica era en el fondo y así fue logrando adhesiones entre quienes lo tomaban por un “antiexégeta del marxismo”.
Significativa, correlativamente, su modelo existencialista pasa a la novela de esos años. El túnel (1948), no es Sartre (que va refinando y corrigiendo sus críticas al estalinismo circunstancial hasta terminar inscribiendo explícitamente su antropología en el marco general del marxismo), sino el Camus cada vez más exaltante del “absurdo”, el “individualismo agónico”, distanciado y enfrentado con Temps Modernes, que recibe el Nobel y los aplausos agradecidos del occidentalismo.
Borges y Murena
Dos condiciones para el Sábato de esos años. El primero, el sutil repliegue donde Borges se instala definitivamente en la zona “espiritual” de la escenografía dibujada por Lugones: no hacia el cuerpo, la historia, la política y las masas ni en los grandes ademanes apopléticos, sino hacia el susurro, el blindaje, los seudónimos, los dobles, las texturas sagaces, paradójicas en la más pura y reservada actitud de la plegaria. El cuerpo, como lugar donde se verifica la muerte, se sustrae. Es decir, Macedonio en lugar de Lugones; la desencantación y no el riesgo de suicidio. Pero como ambos -Borges y Sábato- se han situado en la desconfianza, el desdén o la denuncia del racionalismo “tan poco artístico” (en lo que se superponen en Lugones), a Sábato sólo le queda la otra dimensión (que se empalma con sus antecedentes y tendencias y le permite, a la vez, eludir el monopolio de Borges y diferenciarse de él. Porque si Borges lo seduce, no lo ama tanto que quiera disolverse en él. No repetir Bioy Casares, quiero decir, cuya individualidad se evapora por cercanía, colaboración y parentesco con la de Borges). Hacia el mundo, entonces, hacia la historia, hacia el cuerpo y las masas -precisamente- como prolongación del propio cuerpo. Existencialismo de por medio y populismo no negado, los pasos siguientes lo irán definiendo a Sábato al recortarse sobre los ademanes proféticos de Lugones (y la concepción central del escritor que sigue operando) en el proyecto de ser un “profeta democrático”.
El segundo condicionante: el que lo va cercando por el lado juvenil (y heterodoxo) es la decisiva presencia del Murena de entonces en la revista Sur a partir de 1948: los dulces e inquietantes privilegios de “renovación generacional”, de axiomática validación por el sólo hecho de ser joven, de poder prescindir del peso muerto inherente a las viejas querellas con el Pecé y el zdanovismo, las lecturas de un Sartre prolongado, la cotidianeidad irónica frente al peronismo burocrático en su etapa más canónica y endeble e, incluso, la interna posibilidad del escándalo en medio de una revista de “mayores” sustentado en una amplia base “parricida” en contacto contradictorio, creador y cuestionante con la presencia seductora (estéticamente seductora, irritante si se quiere) de las masas como concreta e ineludible opacidad dramática de la historia. Toda esa novedad, Sábato no la tenía de su parte. Y el papel juvenilista, de “escandaloso Benjamín”, se abdica en el pasaje interno de Sur que va del “Calendario” de Sábato a los “Penúltimos días” de Murena.
A partir de ese doble condicionamiento Sábato será el escritor adulto de Sur que se ocupa de política. Claro: antiintelectualmente de política.
Sur, viajes y profecía
No tengo lugar mejor para decirlo: la presencia de Murena en Sur, con su apogeo juvenilista entre el 48 y el 52, también condiciona otros repliegues desde la consabida heterodoxia generacional. Fijarse: entre esos años, si se tiene en cuenta el predominio incríble de Murena en el ensayo, en el teatro, en el cuento, en la poesía, en la novela -en fin, en todo- en calidad indiscutible de “príncipe heredero”, se alejan de Sur (homólogos de Sábato en su descarte juvenil, pero sin la “posibilidad adulta” donde Sábato, por su edad distante, puede relegarse aquí y no viajar) Julio Cortázar, Daniel Devoto y J. Rodolfo Wilcock quienes emprenden su viaje densificando una “mancha temática” parcial sobre la gran constante longitudinal del Viaje desde los países periféricos a los centros imperiales que funcionan como plataforma sumergida. Más aún, existe en ese encuadre un precursor olvidado: Mario Albano que inaugura el viaje a los Estados Unidos como renovada meta de escapatoria y “salvación espiritual”. Por cierto, en esa mutilización y en esos desplazamientos no se descarta otra coordenada: la de la “intolerable culminación” del peronismo como movimiento hacia el 51.
Pero producido el final del peronismo se abre el mejor momento para Sábato: profeta (por selección del modelo inicial en la zona “fuerte”, hacia afuera), populista (por la parte no cuestionada de su izquierda en la polémica antiestalinista), pero sin masa (por lo que implicaba su inserción en Sur entre 1945 y el 55), su Otro rostro del peronismo lo señala en esa búsqueda. Es el único, o por lo menos el más notable o publicitado en esos años dentro de la inteligencia liberal, que advierte el revés de esa trama de restauración que debía completar su significado con sólo abrir la cocina: allí estaban en silencio los que no aplaudían el 55 y a quienes era posible conocer desde una perspectiva doméstica. En último análisis era el enternecido paternalismo que define una relación entre “niños” y “criados favoritos”.
Previsiblemente en una cristalización paulatina: esa pauta reaparece como pivote -amplificada hasta una metáfora de clases- en la novela que es correlato del 56: Sobre héroes y tumbas (1961). En su esencia, la perspectiva del intelectual “profético” “sobre” la dimensión “heroica” y las masas. Tratando de explicarme mejor: Sábato pondrá su cuerpo, querrá ponerlo, pero convertido en estatua. Horizontalmente: el paternalismo implica en su núcleo una política de conciliación de clases; la aristocracia y el obrero se comprenden en situaciones límites: allí se reconocen y se abrazan al pie de os grandes símbolos dado que una especie de mística inmanente los fusiona. El modelo estatuario lugoniano vibra como nunca.
Preguntaría si es el amor como puede proponerlo Marechal. No me parece: se trata del reconocimiento de sus recíprocas sustancias; no hay otra alternativa (al menos dentro de este registro): una es señora, el otro es obrero y que cada uno cumpla su destino. Cada cual en su lugar y Dios dará para todos. Al irracionalismo histórico, como no cree en el cambio, sólo le quedan las sustancias. Es la pareja San Martín-Cabral la que ahí subyace como gran modelo mitológico: dar la vida, inmolarse por el héroe que tiene tanta perspicacia en sus ojos como el que lo escribe. En última instancia, que la masa ponga su cuerpo así mi espíritu y mi pensamiento “excepcionales” se rescatan.
Eso horizontalmente. Porque verticalmente, el lote de Lugones que le fue quedando a Sábato para manejarse en su seducción-diferenciación respecto de Borges lo condiciona: no el cuchicheo de Borges, el apasionamiento es lo que le toca, ese “divino dejarse llevar” que Mallea -entre otros de Sur– reactualizó en José Antonio. Y un escritor profético lógicamente es tentado por dos dimensiones: arriba-abajo; el Cielo y el Infierno para decirlo, como se debe, con palabras espléndidas; “tiene vuelo” o “ser profundo” para operar más próximo a Sábato. Pero, nuevamente, no Marechal, no su escatología de “tercera posición” o su yuxtaposición de Homero y Santos Vega. Explícitamente el amor cristiano, no, no todavía al menos: porque con ese empaste, la cosa se resuelve bastante bien. Hay numerosos precedentes y los caminos de la mística están abiertos; son prestigiosos y sin demasiados barquinazos: ya se trate de la sangre del Costado o de lo “fetoso”. Arriba-abajo, Cielo-Infierno, San Juan o Giacopone. No hay baches. Pero el componente antiintelectualista de Sábato es ateo; para no llegar al arca, proviene de Nietzsche, se encarna en Lugones y todavía es ateo. Así que para ir hacia lo “alto” o descender a “lo profundo” sólo queda el propio cuerpo. Y el humor no es el fuerte de Sábato: porque un barón de Munschausen probaría el brinco. Y la fantasía a lo Verne no es demasiado sería ni dramática. Yo soy Dostoievsky pero sin alma eslava ni mazmorras rusas. No hay nada que hacerle: sólo mi cuerpo. Entonces lo que me queda es recuperar el ademán de Lugones (ya que no su textura, recóndito privilegio de Borges), crisparme hacia arriba en un salto que no salta pero que increpa los “sombríos nubarrones” o sumergirme en las cloacas porteñas a falta de “cuévanos del alma”. En estas dos dimensiones prevalecen lo que podrían llamarse derrames cristalizados: lo que connota parece desbordar lo connotado por el ímpetu de su tensión, pero después de ese barullo se advierte que no hay dinamismo real sino ademán coagulado, retórico y muy viejo. Diría, los movimientos del mundo de Sábato no son más que gestos. Véase. Hacia abajo: “abismo tenebroso”, “una profundidad que no se encuentra en esa clase de mujeres”, “el abismo negro de su existencia”, “insondables abismos”, “cimas horrendas”, “precipicios tenebrosos”. Hacia arriba: “cielos inalcanzables”, “firmamento insondable”, “atmósfera recóndita”. Asistimos a lo infinito que es lo máximo que se quiere dar como temple correspondiente al “grado heroico”: “catástrofes espirituales”, “absoluta soledad”, “inenarrable tristeza”. Claro, Sábato entiende que lo superlativo se superpone con “lo genial” y las palabras geniales son la dimensión sobrehumana. La exasperada estatua lugoniana se contrae. “Tipo muy raro”, “existencia más profunda y enigmática”, “esfuerzo sobrehumano”, “fuerza irresistible”, “poderoso mensaje”, “tenebroso brillo de los ojos”, “gran secreto”, “oscuridad metafísica”. Realmente estamos en una dimensión inefable; sus parámetros son sobrehumanos y su propuesta heroica -como en Lugones- presupone una elección de imposibilidad: pretender una comunidad de superhombres en su misma formulación, implicaba una apuesta al fracaso; redactar un texto heroico apelando a las dimensiones explícitas de las palabras y a sentimientos “sobrehumanos” también lo es.
Frondizi y las estatuas
Pero ¿para quién escribe Sábato todo esto? El oportuno gambito del 56 ¿ha dado resultados? ¿Ha recuperado su cuerpo después de atisbar en la cocina? El núcleo de su ideología ¿ha ido más allá del conciliacionismo que durante demasiados años lo superpuso con Frondizi? ¿Más allá de la conciliatoria posición de negarme a opinar sobre el petróleo “porque mi hermano Juan está en un lado y mi hermano Arturo en el otro”? Creo que no; esa concordancia es la única alternativa -cada vez más deteriorada- antes del fascismo sin matices o de la guerra civil que le queda a una clase que se sigue reconociendo en intelectuales “elegidos”, “diferentes”, que hacen del culto del “genio”, de su mito y se recuestan sobre él. Y en ese cruce -al fin de cuentas todo escritor resulta de un lugar de ideas, de una intersección- está Sábato. Y lo definitivo, cada vez más coagulado.
Esa conciliación, ese integracionismo que deja todo como está, subyace en su novela grande: tranquilizadora, retóricamente “elevada” y “profunda”, “nacional” incluso. Podría concentrar sobre sí ilusiones de la ancha clase media; sosegarla a ésta, digo. Adular a los que podrían reconocerse como “aristócratas” y, a la vez, operar con la contraparte del paternalismo aún vigente entre la masa, sobre todo entre los sectores de la masa que leen novelas (obviamente, los dirigentes burocráticos). La fecha de su aparición parecería corroborarlo: 1961 es año frondicista de fisuras pero de tesonero esfuerzo por conformar a todos, de empeñoso y frustrado equilibrio entre las clases ya que aún parecía repetible el momento clave de Perón en el gobierno: una figura central, equidistante de ambos extremos, operando con cierto auge favorable en una flexión creciente donde las tensiones se apaciguan y las fisuras parecen absorberse. Sobre esas ilusiones opera Sábato; en ese cruce instala su cuerpo apelando a un renovado bonapartismo en su texto más copioso (novelización, por otra parte, de temas nada “arcanos”, constantes “obsesivas” sin elaborar). Y el éxito de Sobre héroes y tumbas debe ser visto como una respuesta a esa apelación.
También ese peculiar bonapartismo integracionista que no inquieta a nadie, aparece repetitivamente en sus declaraciones teóricas: su fantasía con las estatuas de Sarmiento y de Facundo, su propuesta de instaurarlos simétricamente en una plaza, ¿qué significan? Varias cosas: la primera, corrobora su visión sacralizada del espacio transparente en su novela donde cada personaje vive su ámbito como “templo de sí mismo”: ya sea ascendiendo la escalera del parque Lezama o sentándose en un banco. Quiero decir, si los personajes “se contemplan” reflejados en esos sitios, también son “estatuas” entendidas como cuerpos espiritualizados en la congelación de una tipología analítica de divulgación: la histérica, el paranoico, el sádico, el maníaco. O en sus “poses”, esos fugaces y solapados paladeos de sí mismos que se dan en “ciertos momentos que prefiguran la gloria”. Segunda: las palabras congeladas en su contacto con otras palabras (“profundidad de la noche”, “abismo tenebroso” y “oscuros recuerdos”, “asceta español” o “labios sensuales”), también son estatuas; una especie de moneda, una materia desmaterializada que se convierte y circula y es valorada como símbolo. Porque -y es la tercera significación- la obsesión central de Sábato y su proyecto personal es convertirse en una suerte de moneda sacra, un símbolo objeto de culto, un cuerpo espiritualizado al máximo. En eso concluye el “poner su cuerpo”: en estatuaria. Y ese proyecto central y lugoniano se repite, cristalizado al máximo, no ya en sus palabras aisladas, sino en sus imágenes. Que son la cuarta significación: “volviendo a chupar ávidamente el cigarrillo, como era habitual en ella cuando se concentraba. Y frunciendo fuertemente el ceño”; “días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza”. Clishés. O sea: diminutas estatuas fruncidas para siempre. Y ese mecanismo de coagulación no se detiene; se repite en las situaciones como quinta significación (o en esos libros últimos donde superpone “frases famosas” como colecciones de soldados de juguete que cristalizan el saber, iluminan desde atrás y fingen incorporarlo a esos interminables, falsos colages y verdaderas galerías de héroes). Sexta: su bonapartismo fundamental, como contenido político estricto y como metáfora napoleónica, remite a una visión liberal del urbanismo no cuestionada que ordena a los parques como “escenarios naturales de los héroes” o a su retórica de jardinería: “rincón de los suspiros”, “puente de las parejas”, “sendero de las expansiones”. Séptima: ese mismo banco que diestramente ha sido difundido en fotos es correlativo y nos insinúa a cada rato el lugar donde Sábato sacraliza su novela, su personaje y donde convendría que instauraran su propia estatua. Octava: la relación entre Sarmiento y Quiroga, simétrica, alude a un equilibrio, a un orden “clásico” (tan lugoniano) y a una cristalización de las oposiciones y no a una posible síntesis. O a ésta, entendida solamente como la equidistancia que proponen, entre otros, Guido Di Tella o la revista Historia. Novena: a su explícita adhesión por un modelo central -preferentemente Francia- contrapuesto en su “adultez” -implícita- con un “país infantil” como Argentina: si en París saben “honrar” a Bonaparte aún quienes no lo aguantan, en eso revelan lo adulto; no hacerlo aquí con Facundo -en cambio- evidenciaría nuestra falta de madurez. ¿No se le ocurre pensar a Sábato que lo de las estatuas de Bonaparte está diciendo que eso es historia muerta con la instalación del código que reglamente la nueva propiedad después de 1789-1815 y con la expansión imperial de la burguesía francesa entre 1830 y 1914? No así con lo más rescatable de Facundo que se vincula con la depresión actual de los Llanos de La Rioja, ganadera entonces y hoy desértica. Pero más allá de eso, la alusión a Bonaparte como máximo modelo de “estatuizado” es por la seducción que ejerce sobre Sábato. Décima: seducción que se va desplazando desde los “héroes” y el Héroe por antonomasia a los “Héroes de la cultura”: o el homenaje de Su Majestad a Herbert Read en las recientes declaraciones de Sábato a Atlántida, ¿es algo más que una estatua leve y concentrada? Undécima: el homenaje realizado a Read se desliza a Buenos Aires: ¿por qué allá estatuas y aquí no? ¿por qué allá homenajes y no aquí? Con otras palabras: ¿por qué no le hacen una estatua a un intelectual argentino? Duodécima: al más grande intelectual argentino, el Herbert Read argentino que es Borges. Décimo tercera: y a Sábato que, según él mismo, viene enseguida apenas separado de una cortés y diminuta opción. Décimo cuarta: esto es, que la Argentina empezará su nueva era, y será un país adulto, el día que le levante una estatua a Sábato; Décimo quinta: y el equilibrio bonapartista, por fin, se habrá recuperado.
Estatuas, museos, historia congelada. Bien con todos. Aristocracia, clases medias, obreros. Bien con todos. O amagando “gestos”. El cielo sobre la tierra; también ese gran símbolo de algo concreto que es el cielo -el amor desmaterializado- vendría a cubrir con su “estatua magna” todas las contradicciones. Bien con todos. Hay algo que me susurra en letra chica: Literatura de fachada.
Progresismo y farsa
Pero si la “aristocracia” en la actual flexión menguante ya no existe como tal o sólo reaparece para crisparse de terror o para entregarse al estoicismo en un último golpe de ironía. Y la clase media se escinde hacia lo de siempre o en dirección a un cambio que le permita sobrevivir en lo más elemental. Quiero decir: si se fascistiza o se proletariza. Que es lo que ocurre (basta con echar un vistazo sobre el catolicismo más reciente). Y si el proletariado también se desdobla; sobre todo después de mayo del 69: entre la burocracia que colecciona cuadros, perritos o empresas o la masa y los nuevos dirigentes que emergen de la lucha. Cuando apelar al peronismo más genérico es aferrarse a un mito lejano cada vez más nominal y que hasta las mismas bases nuevas apenas usan como timbre, ¿para quiénes escribe Sábato? ¿Para quiénes repite lo central de Sobre héroes y tumbas cada vez que habla o escribe? Ni hablar del juvenilismo literario que adoptó a Cortázar. La academia más oficial ocupada totalmente por Borges y secuaces. ¿Echar un vistazo hacia el viejo progresismo? La URSS no es tan conveniente porque para el núcleo de sustentación de Sábato, para Sur y sus oyentes y señoras, aún es comunismo (dado que no distinguen como los perspicaces entre “comunismo sano” y “delirante”). De China, ni hablar: es de los extremos más rojos y no da jerarquía a “personalidades”. Cuba, tampoco, aún cuando lo tentaron: hablan en español y Fidel delira. ¿Qué queda entonces? Progresismo, progresismo ¿qué hago? ¿El Estado de Israel? No está mal y por ahí me quedo aunque ellos prefieran también a Borges en un momento en que el rabino aparece del brazo con un general bastante enérgico. Y, claro, también las democracias populares que serán socialistas pero son Europa: Polonia, Rumania. Para eso están. Y quizá, dentro de poco, Yugoeslavia.
Y si eso falla, quedan recursos de sobrevivencia. El primero, apelar a las traducciones de su obra: aparte del colonialismo ingenuo que eso implica, aparte del olvido de Hugo Wast que era inigualable en esa materia, incluso olvidándose que de esa táctica de validación de Mallea, hoy, sustenta el monopolio más eficaz y lamentable, Sábato no advierte que es el mismo mecanismo de las estatuas: ser él, congelado en mármol o en papeles, porque allá Bonaparte o Gallimard lo santifican a través del modelo. El segundo recurso son las opiniones favorables de maestros europeos llámense Graham Greene o Nadeau. Está claro: Sábato es Sábato porque del cielo de la cultura, del mundo adulto cae la voz santificadora que debe imponerlo sin cuestiones delante de la mirada de niños y hotentotes rioplatenses. Todo eso a través de las solapas o prolijas “mariposas” donde se consignan por orden alfabético la opinión del Manchester Guardian o de la Gazetaia Nuova de alguna localidad emérita en la margen derecha del Vístula. El tercer recurso es el de las cartas indirectas: alguien escribe a una revista adoptando un aire perplejo ¿cómo es posible que no hayan advertido el carisma espiritual que reposa sobre esa frente? ¿Cómo se atreven a criticar a “Sábato que es un valor nacional”? petición de principio: como toda apelación a la autoridad. Y, obviamente, tautológico: Sábato es indiscutible porque es indiscutible. El cuarto recurso es la acusación de “resentimiento”: además del Scheler divulgado en Sur o por Espasa, ¿qué significa? ¿Una infección psicológica? ¿Pus en la cabeza? ¿O alguien que sabe ver por debajo de los desniveles entre bellos-feos, ricos-pobres, sabios-ignorantes una base empírica que se llama privilegio y carencias, explotación y sometidos? Como Sábato opera desde el consentimiento no advierte que el resentimiento con que él se cubre de muchas cosas (y al que Mallea le dedica una novela en la misma clave), alude permanentemente a la violencia que corre por dentro de un sistema instaurado sobre las diferencias y que las cultiva.
Diferencias (entendidas como contradicciones y enfrentamientos correlativos) que Sábato pretende congelar en las estatuas de Sarmiento y de Facundo. ¿Hay que consentir? Consintamos: ¿por qué no la estatua del obrero frente a la estatua del patrón? A ve si así se congelan las más concretas diferencias y su bonapartismo equidistante y heroico termina por ser coherente.
Pero esa visión del mundo de estirpe lugoniana, que todavía justifica los problemas del país con el argumento de las “razas latinas” y “sajonas” o que se enternece con los ejércitos de las guerras del siglo pasado, pregunta dónde está hoy el tradicional “coraje” de los argentinos. Ciertamente, no está en la estatua de los héroes con mayúscula, sino que reside en Córdoba del 69, en El Chocón o en Rosario y en la anónima faena de muchos a través de todos los días.
Por todo eso: si el bonapartismo de conciliación de clases con un eje sólido (o el correlativo bonapartismo de estatuas heroicas y simétricas) termina trágicamente en el Lugones de 1930, con el Sábato de 1970 ya concluye en farsa.
El artículo publicado en la Revista Los libros número 12, de agosto de 1970, comienza con la siguiente nota: Este artículo se incluirá en el libro de próxima aparición en Siglo XX, De Sarmiento a Cortázar.