Santiago Maldonado, desiertos y desertores
La sonámbula es aquella que entre la vigilia y el sueño puede caminar segura de sus pasos, porque anda un territorio que conoce dormida y despierta, porque lo habita. Así como conocen el territorio donde nacieron y donde nacieron sus padres y sus abuelos aquellos a los que hoy llamamos pueblos originarios. Es por eso que, en sueños y en despertares, lo viven y lo defienden de aquellos que quieren instaurar la pesadilla del despojo, de la propiedad privada, de la explotación y de la muerte.
Sabe, la sonámbula, que aquello que los relatos nacionales llamaron el desierto fue, desde siempre, un espacio habitado. Declarar a la pampa y a su sur “desierto” es declarar el vacío. Un territorio vacío para el laboratorio onírico de una ficción que en algún momento se dio inicio: una ficción civilizatoria que tiene como presupuesto la acumulación de grandes tierras alrededor de pocos apellidos y entonces, la eliminación de lo que en ese desierto discursivo es vida real. Un espacio libre, en blanco para la imaginación del Estado Nacional, un lugar preparado con palabras para lo onírico que es el sueño, pero de quién.
Hubo, en ese lugar que se llamó desierto, vidas que se domesticaron al servicio de intereses ajenos. Como en las estancias al servicio del patrón. O como Cruz y Fierro, gauchos desplazados a la fuerza policial y al ejército, bajo el mando de un Estado que defendió intereses particulares. Se pregunta, la sonámbula, quiénes son hoy los que se rebelan a esa vida de servidumbre estanciera o se niegan a la fuerza del crimen porque no consienten que se mate así a un valiente. Y quiénes son los que insisten en perpetuar un sueño de muerte, de desplazamiento cruel, del despojo.
Hay también aquellos que, creyéndose despiertos, son la planificación de la desigualdad y la gestión de la miseria. Los que pergeñan en ese espacio, que se mintieron vacío, nuevas formas de viejas desigualdades. Que venden la tierra como si fuera de ellos y como si no hubiera nadie. Y hay, también, pregoneros del no saber, de la confusión y el desconocimiento, que trabajan sobre falsas vigilias narrando sueños en dónde las víctimas son los asesinos a los que hay que pedirles perdón. Los inocentes son los culpables, dice su señoría.
La sonámbula corre su mirada alucinada hacia allá, hacia atrás, hacia el sur, y entonces ve los fusiles Reminton en las manos –y también está en las manos la sangre- que sirvieron en la Campaña del desierto, a la expropiación de tierras, a la domesticación del vacío virtual que construyó Buenos Aires en su prensa. Escucha, en su voz farragosa, la lectura que David Viñas imprimió: “etapa superior de la Conquista de América”.
¿Y después? Una visión contigua, también al sur, también atrás, la de los obreros patagónicos asesinados por pedir velas, botiquines, horas de sueños. El régimen de disciplinamiento que se funda, una y otra vez, en el escarmiento.
Supo, escuchó, desde niña, la sonámbula como se niegan las garantías más básicas en un estado de derecho: aserrín, aserrán. Pero también supo otras cosas: los gauchos a los que se intentó domesticar vuelven a atravesar la frontera, como Santiago, Cruz para esos Fierros de Pu Lof. Como el guacho de Fariña y la china de Cabezón, que se empecinan en reescribir una historia más justa
Ahora, a la luz tenue de algunos hechos, la sonámbula piensa hace días en esta frase de Heródoto: En la paz los hijos llevan a sus padres a la tumba, en la guerra son los padres quienes llevan a los hijos a la tumba; y se pregunta: ¿por qué para los militantes populares siempre es tiempo de guerra? Maxi tenía 21 años, Darío, 20; Mariano, 23; Santiago, 28. El 10% de los desaparecidos en la última dictadura tenían entre 16 y 20 años. El 32% tenía entre 21 y 25. El 25% iba de los 26 a los 30. No es una cuestión de números. La sonámbula sabe que las estadísticas son material para la pura vigilia. Lo que importa es la pregunta que se arranca a esas cifras: ¿Qué está matando esa muerte que se lleva a los hijos y deja a los padres y a las madres frente a un dolor imposible?
Santiago Maldonado fue muerto de muerte asesina cuando exigía -y exigir es preparar las condiciones para- una vida digna de la tierra y de sus hombres y de sus mujeres. Ante lo irreparable de la muerte la aparición del cuerpo es el principio de una reparación, siempre insuficiente. Desde Antígona para acá, sabemos qué hacer con nuestros muertos. Cómo enterrarlos, cómo rendirles honores, cómo cuidarles el sueño. Sabemos nosotros. También sabe la sonámbula: cómo armarles la justicia. Cómo vengarlos, incluso del tiempo en que no supimos de ellos.
No le modifica la rabia, a la sonámbula, el cómo. Si de encierro, si de ahogo, si de frío. El Estado ordena las fuerzas del orden que incendian, disparan, golpean, matan. El Estado es el orden que lame los dedos de los grandes capitales y por ellos vuelve a intentar convertir el sueño en desierto. La sonámbula sabe lo mismo que supo Santiago: hay que estar donde están nuestros hermanos. Nos arrebatan la vida por ello. Nosotros: tenemos que arrebatarles la justicia.