Selva y sus precursores: A propósito de «No es un río», última novela de Almada
Por Mario Castells
Mario Castells reseñó para Sonámbula la última novela de Selva Almada, No es un río, un texto que abreva en la narrativa oral litoraleña, con impronta de estero, de aguadas que no fluyen sino que giran en torno a sí mismas, anunciando expiación, castigo y metempsicosis.
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1.
El circulo no es cabalmente cerrado; el cíclico acontecer del tiempo se desenvuelve en espiral. No es un río (de ahora en más NEUR), novela de Selva Almada, abreva en la narrativa oral y desde estas pautas constitutivas es trillo de un cuento que se muerde la cola. Su cronotopo es un espejismo secular de muerte y sus accesos, como los de Comala o Santa María, son el eterno retorno de un rencor vivo. Dicho esto, permítaseme suspender un instante la crítica y atarles la anecdótica coyunda autorreferencial.
Hace un año nos vimos con Selva en un ciclo que aunaba música y literatura organizado por la Biblioteca Argentina de Rosario. Selva leyó un fragmento largo de su novela, inédita entonces, en tres tramos y un amigo suyo, uno de los tantos entrerrianos afincados en mi ciudad, embragando la lectura, cantó sus canciones. Fue lindo. Trascartón, terminamos yendo a tomar unas cervezas a la “Maltería” de Presidente Roca y Santa Fe, y hablamos algo de nosotros y de nuestros libros. Ella, que sabía que escribía una historia de ambiente isleño, algo de la nouvelle había leído en el Festival de Rafaela, me preguntó qué onda con El ahogado. Mi texto tenía el título tentativo de El ahogo. Resulta evidente hoy por qué su confusión. Había un leit motiv que la obsedía. Lo curioso es que desde ese día el texto pasó a llamarse así, y con un simple mutar de nombre cambió por completo el camino real de mi historia. Le limpió el lastre moralista y le aceitó su peripecia.
2.
En el vocabulario crítico la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación polémica o de rivalidad. El hecho de que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. (J. L. Borges)
Conocido es el texto de Borges “Kafka y sus precursores”. Yo avalo esa propuesta borgeana de lectura, a veces. No siempre, desde ya. Menos en tiempos de refritos donde la cocina de los libros se parece a un Burger King. Leyendo esta novela de Selva he visto, como un santuario natural, similar a ese monte en galería de vegetación chaqueña y paranaense, que tan escueta y prístinamente describe, las especies que construyen su hábitat. Perdón por la metáfora innecesaria, pero así como creo que la trama escueta y la búsqueda de una lengua despojada, fondo y forma, se mimetizan tupidas y breves, autóctonas como el follaje isleño, también creo que la maravilla del éxito de NEUR reside en la filiación a una tradición que ella misma construye.
A dos chapas entre Sudeste (1962) y La piel de caballo (1986), conjunción de una novela de ensueño lacustre escrita por un bonaerense y otra porteña escrita por un tagüé hay en ella una huella de relámpago, el verosímil de lengua rioplatense en su variedad entrerriana que es apytere, medular en su trasunto. Como luminarias en función, la cuidada elección de las frases del habla popular indica un uso extraordinario de la sinécdoque, vía los leit-motivs: la raya, el sol, el Ahogado, el monte, la noche, el fuego. No se trata de un mero efecto de realidad sino de un trazado poético. El alma guaraní pervive de manera dócil en la flora y la fauna. Angüera quiroguiana que se registra en el proceso de construcción de una lengua regional no estatal, esa línea del palandre estira en Sudeste de Haroldo Conti. De Zelarrayán, que despliega una escritura invasiva y barrosa, embelesada con el sonido de la mixtura y la ensoñación, toma lo que necesita para encarnar y acaso también los anzuelos.
«¡Que se piensan, cursientos!
Dijo.
Después se sentó en la punta de la mesa y descansó el revólver sobre la tabla.
¡Hay que tener la cabeza fría!
Dijo.
Le hizo una seña a Aguirre para que se sentara al lado suyo. Apoyó una mano en el brazo de su amigo y la dejó ahí y cerró los ojos. En voz más calma repitió.
Hay que tener la cabeza fría.» (Almada, 119).
Pero el palandre despliega otras líneas, otros anzuelos. Allí, también, lo mejor de la narrativa actual, sobre todo la del litoral argentino, se ramifica. Las carnes se asan al aire libre (1996) de Oscar Taborda, Una casa junto al Tragadero (2017), de Mariano Quiros y también Las cosas que perdimos en el fuego (2016) de Mariana Enríquez.
En Las carnes… tres amigos se encuentran para repetir un viaje de pesca de la primera juventud. Dos de esos amigos llegan desde Buenos Aires a la casa del tercero que los espera en Rosario. El primero es simplemente ‘uno’, como quien dice ‘yo mismo’ o ‘todos’. Con una intrigante tercera persona universal («uno» es el uno que son todos), cuenta lo que le sucede a él mismo y a los otros dos. El segundo en orden de aparición es «el pelado», que llega con «uno» desde Buenos Aires para cumplir la cita con el tercero, que es, sencillamente, «el tercero». A la mañana siguiente, muy en la madrugada del sábado, los amigos se internan en el Paraná siguiendo la vieja ruta a Victoria, el Careaga. Al mediodía arman campamento y tiran a la parrilla un pedazo de carne y un pescadito. Después se duermen una siesta y con el atardecer parten a la primera incursión de pesca. Esa noche del sábado se abre el centro dramático de la novela porque aparece un hombre con su fueguito y su campamento. El tipo es un ex militante trosko que, con un discurso de predicador, habla de su pasado y de la revolución. Los amigos lo escuchan un rato; después lo dejan discurseando y se van. Duermen en la lancha y se despiertan al amanecer; el río está rojo, la lancha inmóvil frente a una pared de embalsado. En esa detención del movimiento, imprevistamente, aparece el trotsko a bordo de su canoa.
La peripecia de los protagonistas, dice German Lerzo, tratando de sortear obstáculos, resolver problemas inesperados, encontrar el rumbo certero y coordinar un plan para salir de su propio laberinto, no logra despejarnos la intriga de qué pasará con ellos ni quién es el que narra. Nada dice sobre el destino de los personajes. En el desarrollo de ese recurso narrativo mediante el cual se acerca a ellos como un testigo privilegiado o elige tomar distancia como lo haría un narrador omnisciente pareciera residir la clave del enigma que propone “para permitirle a uno ser parte de la acción y verse al mismo tiempo desde afuera”. El arte de narrar, parece sugerirnos el autor, no consiste en la clausura del misterio sino en la elaboración sigilosa de su propia posibilidad.
Una casa junto al Tragadero es un relato vertiginoso que “consigue articular con eficacia un personaje complejo, una voz persuasiva, una trama sólida, elementos sobrenaturales, ritmo de policial negro y un escenario alejado del ámbito urbano” . Su protagonista y narrador es el Mudo. El Mudo vive en una casa ubicada en medio del monte junto al Tragadero, un río macabro. El narrador cuenta en sus primeras páginas el hallazgo de la casa; describe morbosamente como se la arrebató a una vieja muerta, tapada de moscas, como la arrojó al río, instalándose en ella; más que un escondite, en la casa encuentra su purgatorio. Es por eso mismo que se queda en ella, aunque deba compartirla con el espectro de su ocupante anterior. El relato está construido en dos tiempos bien diferenciados: el primero, un pasado que narra su adaptación a la vida aislada y su relación con Insúa, el dueño de la proveeduría de La Colonia; el segundo, un presente que incluye a un grupo de investigadores de Vida Silvestre que, como intrusos, se instalan en la orilla de enfrente, y el merodeo de Soria, un sujeto que parece la entraña misma del monte. Quirós alterna los tiempos y los hace dialogar con notable destreza.
3.
Al contrario de Las carnes… en NEUR el narrador es cuasi omnisciente. Un duende artero y timador que se vende en el lenguaje. Habla como sus paisanos. Dice rajuñones, se embelesa con los vocablos del guaraní, interviene, está complotado contra los forasteros, es como un pombero resentido, escondido apenas en la oscuridad del relato.
La historia cuenta, en principio, de tres forasteros, Enero Rey, el Negro y Tilo, un joven hijo de Eusebio, el amigo muerto ahogado en ese mismo lugar, que en una excursión de pesca cazan un yavevúi, una raya de 90 kilos a la que dejan podrir al sol y a la que luego arrojan al río. Este acontecimiento los indispone con los lugareños, fundamentalmente con Aguirre y el Cesar que pergeñan un castigo ejemplar.
Tilo, que ceba, le ofrece un mate.
Aguirre acepta.
Nunca se desprecia un mate en la isla. Ni a un enemigo se le desprecia.
Escupe el pucho. Vuelve a mirar el árbol. Mira los de al lado también, no confiando del todo en su memoria.
Mientras toma el mate señala con el mentón.
¿Qué han hecho?
Suelta.
Se miran entre ellos.
Enero se encoge de hombros.
Jedía fiero,
Dice, seco.
Aguirre devuelve el mate. Se mueve inquieto en el lugar. Vuelve a mirar el árbol, mira el río.
Nadie dice nada. Tilo, medio asustado, los mira a Enero y al Negro. (Almada, 45-46)
Pero no solo eso, la historia también narra los traumas de la muerte de Eusebio entre los amigos. La imagen repetida del Ahogado se enhebra al resto de la historia, a la descripción de los personajes. La trama oscura se sustenta en la culpa, en un pacto no estipulado de hermandad láctea, por un lado, de relaciones incestuosas, por otro. Esto lo vemos en relación con la Diana Maciel, con la Siomara. Al contrario de Una casa junto al Tragadero la aceleración de la trama acontece hacia el final.
Aguirre piensa en Siomara, en esa bendita manía de andar prendiendo fuego. Se acuerda de aquella vez que casi quema el rancho de la familia, con el padre y todo. Esa vez el viejo se salvó porque se metieron los vecinos. Pero él sabe que no fue un accidente. Que ese fuego le salía a su hermana todo de adentro. (Almada, 125)
Mestiza de sombra y reverbero, la novela tiene impronta de estero. No es un río, no fluye. Gira en torno de sí misma. Es trágica. Anuncio de expiación, castigo y metempsicosis, de fantasmagorías que revelarán en el fin lo que pretende velar el narrador.
Tiene miedo. Le parece que algo los sigue y por mas que gire la cabeza sobre su hombro no puede ver mas que monte. Quiere salir pronto del ruido a lluvia que hacen las hojas ahora que se levantó viento. Allá adelante parece ver la claridad de la luna.
A una espesura negra así habrá abierto los ojos Eusebio cuando lo chupó el río. (Almada, 109)
La baquía de las mujeres, de las chicas, Mariela y la Lucy, y sobre todo la de Siomara, se pierde entre el barro y el fuego.