Serenos que no pueden serenarse o las dos dictaduras sobre el cuerpo de Amalia
Por Carla Benisz
Carla Benisz leyó Serenos en la noche, de Ever Roman, ubicándola dentro del sub-género de «novela de fantasmas» o, tratándose de un misterio articulado por charlas de serenos paraguayos, un caso de pora, aparecidos. A través de una escritura límpida, la novela va enhebrando sutilmente su trama para terminar abordando un trauma histórico.
“La literatura no necesita de países, tan solo de la lengua” – E.R.
Ever Román, que vive actualmente en el clase-medierísimo barrio de Haedo, nació en Mariscal Estigarribia, una zona más estratégica que nacional para el Paraguay, y yiró por distintas ciudades antes de mudarse a Buenos Aires y ser, además de escritor, gestor dentro del circuito literario under porteño (organiza hace años el ciclo Literapunk, en el Salón Pueyrredón).
Es decir que Ever es escritor y ha migrado. Una de las experiencias personales que más tensiona la lengua y que, en consecuencia, resulta determinantes para un escritor es la de la migración. Esto ha merecido algunos de los mejores trabajos de la crítica latinoamericana, como los de Antonio Cornejo Polar. Con tensión de la lengua no me refiero al contacto entre distintas lenguas, o no a esto solamente, sino que en la experiencia de la migración la lengua propia se hace extraña y esto, al contrario de ser un problema, amplía el margen de maniobra de la literatura.
En un libro maravilloso que es Le deuil de l’origine, Régine Robin analiza la experiencia migratoria de escritores de origen judío que tienen leves reminiscencias de las lenguas judías de su infancia. Ella llama a esto el duelo de la lengua materna, lengua que en realidad nunca poseyeron al ser criados en el rigor de la cultura letrada (que es, para los escritores de origen judío previo a la Segunda Guerra, la cultura del padre), pero construyen su lengua literaria sobre esa falta. Esta falta, sigo con Robin, es concientizada y reflotada en el contexto de viaje, de migración, puesto que genera un tercer nivel de experiencia lingüística y un segundo nivel –más consciente– de extrañeza.
Esa extrañeza es un factor muy dinámico para la literatura que es un tipo de discurso asentado en las oscuridades del lenguaje. Por lo general, cuando leemos a Ever y sobre todo Serenos en la noche, su escritura no tiene apariencia de oscuridad. Al contrario, es una escritura muy límpida. Sin embargo, la novela gira en torno a una elipsis y a un misterio. Algo no dicho entre los protagonistas Quispe y Sampedro que pasa desapercibido por el lector en el inicio de la novela y que se va saber –no resolver– más adelante.
El drama de la novela también es un juego del lenguaje: a los serenos –dice Sándor, otro de los personajes– les falta serenarse. Este uso del lenguaje, como puede verse, está relacionado con un uso muy particular del humor. Un humor con apariencia inocente o naif; no es el humor cínico de los conversos (Jorge Asís) o el humor populista que busca lo epifánico en lo popular y cotidiano (Marechal). Este humor “inocente” narra, con un cronotopo histórico bastante desdibujado (volveré a esto), una peripecia terrible: la desaparición forzada y las violaciones a los derechos humanos. Hechos que tienen referencia histórica identificable para el lector que accede a la novela, si bien esa referencia, como dije, no está precisada: se mencionan dos dictaduras que sufre Amalia pero la dictadura, más que un evento concreto de la historia, es como una marca temporal cuya función en la novela es delimitar el trauma en el tiempo de lo pasado. Es importante que sea un pasado y que sea traumático porque el sub-género, si es que tenemos que inscribir a la novela en uno, es el de novela de fantasmas, un “caso” de pora, de –justamente– aparecidos.
Se suele decir que en la literatura argentina (y acá traslado la novela de Ever al terreno de otro “campo de concentración”, como dijo alguna vez Mario Castells, al fin y al cabo ésta es una edición argentina) ya está todo escrito sobre los setenta, incluso que ya no se puede escribir nada más sobre la dictadura y los desaparecidos. Es ante este escenario al que llega Ever, con una historia de aparecidos, narrada en el lenguaje límpido del que construye el relato como si estuviera encastrando una pared de ladrillos, y con un humorismo naif en las voces de tres serenos (dos en realidad, pero en la noche son tres). Mucho de esa inocencia la aporta un “recién llegado” a tal función, que es Sampedro.
Ahora bien, todo esto tiene una explicación racional en la novela, que tiene que ver con la ciudad, porque es una novela muy porteña. De modo que esa extrañeza de la lengua, también puede observarse sobre la mirada que deposita el narrador sobre Buenos Aires, ciudad que nunca se menciona, pero de la que hay descripciones muy detalladas a partir de eventos cotidianos porteños.
La noche es fría y húmeda; muchos transeúntes van de aquí para allá, enguantados y engorrados, como perdidos, pero con aparente indiferencia. Quispe balancea su cuerpo rechoncho al caminar, sonriente, y le da codazos en las flacas costillas a Sampedro cada tres pasos. Llegan a la parada del colectivo y Quispe se dispone a esperar el 92 al final de una larga fila de rostros ausentes.
Sampedro se despide con un apretón de manos y se dirige al tren, con su forma apurada de rematar las cuadras hasta la estación. Va rumiando sus obsesiones de siempre, agota cigarrillos con los ojos entrecerrados, agacha la cabeza al caminar y, poco a poco, los brillos de su rostro se atenúan hasta apagarse, sin chispa final, volviéndolo anónimo.
Llega a la estación repleta. Innumerables pasajeros se derraman en los andenes, cabizbajos y con las manos en los bolsillos, algunos fuman, otros mastican chicles, pero todos se ven desorientados, tristes, aburridos y completamente agotados.
Dentro de esa artesanía maleable y delicada a la vez –maleable y delicada porque así como sus transformaciones y combinaciones son infinitas, el resultado de ellas es azaroso y falible– que es el lenguaje, lo interesante de cómo escribe Ever es que muestra que la narración es una artesanía específica dentro de los usos del lenguaje. Ante la propagación, en las últimas décadas, del quiebre de las fronteras genéricas, pareciera que el desafío técnico en la escritura iba por la exacerbación de su carácter artificioso, es decir, la mostración en primer plano de que la construcción del género también es consecuencia del artificio. En el caso de Ever esto se da de otra manera. Él va enhebrando en la trama de una forma muy sutil en la que termina contado un trauma histórico y un episodio absurdo pero donde nada es forzado, al contrario el relato es ágil y, por eso en este caso sí gana la narración porque gana el “contar la historia” independientemente de “la historia” (la fábula). Con esto no estoy desmereciendo nada; cuando digo que gana el contar-la-historia me refiero a que gana el artificio pero como usufructo de las técnicas narrativas en las que éste se termina perdiendo.
Esto es un trabajo sostenido por parte de Ever. Algo de esto ya se veía en algunos de sus cuentos, por ejemplo, en los de Falsete. En varios de ellos, observamos que la fábula a veces es muy mínima, pero el lector se deja llevar por una voz narrativa envolvente y, por momentos, correntosa, que después termina en una revelación cotidiana o absurda. Creo que tal vez la diferencia entre esta novela y esos cuentos es que en ellos, por lo general, el disparador temático (la fábula) son historia mínimas, como puede ser una llamada por teléfono o un mail o la vida gris de un empleado público; acá, en cambio, hay una forma más tradicional del relato que se construye en torno a un misterio y, en contraposición a aquella voz correntosa, aquí, como ya dije, la lengua está más depurada. Pero siempre dentro de la misma búsqueda, que es la de madurar el artesanado de la narración de un modo tal que la juntura de los hilos simulen perderse.
Serenos en la noche fue publicado por Editorial Cachorro de Luna en 2018