«Sobre Dostoievski», un análisis de Joseph Brodsky

Por Joseph Brodsky – Traducción de Christian Kupchik*

Al cumplirse 141 años de la muerte del inmenso escritor ruso Fiódor Dostoyevski, recuperamos un análisis de Joseph Brodsky que formó parte de un dossier especial que le dedicó la revista Diario de Poesía al siempre agudo poeta y traducor rusoestadounidense. Además de «la tensión de una intensidad sádica como resultado del contacto continuo entre la metafísica del tema y la metafísica del lenguaje» que caracterizan la obra de Dostoievski, Brodsky enfoca la influencia que tuvo la ubicación del autor ruso en tanto «pequeñoburgués», integrante de una clase media que debe dedicar ingentes esfuerzos a garantizar una «vida moderada», lo que «exige del hombre un trabajo infinitamente más espiritual que algún tipo de negocio que conduzca a la riqueza inmediata o, por otra parte, a cualquier tipo de ascetismo».

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Junto a la tierra, el agua, el aire y el fuego, el dinero se constituye en el quinto elemento y, entre todos, es el que el hombre toma en cuenta con mayor asiduidad. Allí radica -quizás como la principal entre otras muchas causas- la razón por la cual la obra de Dostoievski ha conservado su actualidad. Teniendo como telón de fondo los vectores que determinan el desarrollo económico del mundo moderno (dirigidos hacia un empobrecimiento generalizado), Dostoievski puede considerarse como un profeta, puesto que ha evitado de la mejor forma posible cometer errores en sus pronósticos sobre el futuro mirando lo que se oculta bajo el prisma de la culpa y la miseria.

Una devota admiradora de la obra del escritor, Elizabeta Stackenschneider, una dama de sociedad en cuyos salones acostumbraban reunirse literatos, sufragistas, políticos y artistas en la década de 1870, escribiría en 1880 -o sea, u n año antes de la muerte de Dostoievski- en su diario: “…pero él es un pequeño burgués. Sí, un pequeño burgués. Ni un noble ni un seminarista, tampoco un comerciante, un artista o un científico, sino, exactamente, un pequeño burgués. Y este pequeño burgués es un escritor genial así como un profundo pensador. . . Ahora se codea a menudo con aristócratas, e incluso frecuenta los círculos principescos comportándose por supuesto, con absoluta dignidad pese a su condición pequeñoburguesa. Esta condición se destaca a partir de ciertos rasgos que se hacen visibles en conversaciones íntimas, pero sobre todo en su obra: …cuando se dispone a describir un gran capital, seis mil rublos van a resultar siempre una suma colosal para él”.

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Por supuesto, esto no es totalmente cierto: en el interior de la chimenea de Nastasia Filipovna vuela una suma que es algo mayor que seis mil rublos. Por otra parte, en una de las escenas más excitantes de la literatura universal -que siempre deja dolorosas huellas en la conciencia del lector-, no son más de doscientos rublos los que el capitán Snegirjov entierra en la nieve. Lo esencial es, no obstante, que los citados seis mil rublos (hoy son, aproximadamente, veinticinco mil dólares) eran una suma más que suficiente como para vivir un año completo en condiciones decorosas.

El grupo social de la señora Stackenschneider veía en los denominados pequeños burgueses a lo que hoy se conoce con el nombre de “clases medias”, que no se definen tanto por su marco de pertenencia como por sus ingresos anuales. La suma citada no implica, en resumidas cuentas, ni una excepcional riqueza ni una tremenda miseria, sino simplemente, un tolerable estándar de vida, es decir, estándar de vida por el que el hombre es hombre. Seis mil rublos son el equivalente pecuniario a una vida moderada, normal, y si por ello se debe llevar el rótulo de pequeño burgués, ¡viva la pequeña burguesía!

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Esto es exactamente por lo que lucha la mayoría de la humanidad: vivir bajo condiciones humanas normales. Un escritor, para quien seis mil rublos representan una suma colosal, actúa por consiguiente en los mismos niveles físicos y psíquicos que la mayoría de la sociedad. En otras palabras, describe la vida de sus semejantes para todas las categorías comprensibles, dado que la vida humana -de acuerdo con cualquier otro proceso natural-, tiende hacia lo moderado. Un escritor que pertenece a las capas más altas o más bajas de la sociedad, brinda una imagen desfigurada, ya que en ambos casos contempla la vida desde un ángulo demasiado estrecho. La crítica social (la cual es un sinónimo de la vida) tanto desde arriba como desde abajo, puede constituir una lectura interesante, pero sólo cuando se la retrata desde dentro logra dar respuestas a las exigencias éticas que un lector ha de tomar en consideración.

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Además, la posición de un escritor de clase media es francamente inestable, y por ello observa con mayor interés lo que ocurre en los niveles inferiores. Todo lo que sucede por encima de él -gracias a su cercanía física-, ha perdido su místico encanto. Resumiendo, un escritor de clase media se confronta con una gran cantidad de problemas a través de los cuales logra ampliar su círculo de lectores. En todo caso, esta ha sido una de las causas de la popularidad de Dostoievski y, dicho sea de paso, también de Melville, Balzac, Hardy, Kafka, Joyce y Faulkner. Es como si seis mil dólares garantizaran una gran literatura.

Allí está el núcleo de la cuestión: es mucho más difícil conseguir esa suma que “hacer millones” o llevar una vida arrastrada por la miseria -por la simple razón que la norma siempre crea más pretensiones que los extremos. La búsqueda de la suma citada, o la mitad, o una décima parte de ella, exige del hombre un trabajo infinitamente más espiritual que algún tipo de negocio que conduzca a la riqueza inmediata o, por otra parte, a cualquier tipo de ascetismo. Cuanto más discreta sea la suma deseada, mayores serán los costos emocionales relacionados con la búsqueda. Desde esta perspectiva, es comprensible por qué Dostoievski, en cuya obra los laberintos de la psique humana juegan un rol esencial, considera seis mil rublos como una suma colosal. Tal cantidad le era equivalente a un enorme esfuerzo espiritual, a una impresionante variedad de matices, a una literatura colosal. No se trata tanto del dinero real, como del metafísico.

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Todas sus novelas tratan, casi sin excepción, sobre personas en situaciones extremas. Un material de este tipo garantiza, desde ya, una lectura que atrapa. Pero no es debido a sus intrincad os monstruos compositivos por lo que Dostoievski devino un gran escritor, ni tampoco gracias a su talento único para el análisis psicológico y la compasión, sino que estos fueron los instrumentos que combinó con su materia prima: la lengua rusa. La cual en sí misma -como cualquier otra lengua-, tiene gran parecido con el dinero.

En lo que se refiere a los “intrincados monstruos compositivos”, el ruso (en el cual el sujeto se encuentra a menudo dispuesto al final de la frase y lo esencial se oculta en lo subordinado y no en el mensaje central) están como especialmente creados para ellos. No se trata del inglés analítico con sus alternativas conjuntivas, “o…o”, “ya… ya” (o sea, el factor concesivo del idioma subordinado), sino una lengua que se construye en el “aunque”. Cada idea que se formula en esta lengua enfrenta de inmediato a su contrario: para la sintaxis rusa no hay ejercicio más fascinante y tentador que devolver la duda y el desprecio de sí misma. El carácter polisilábico del vocabulario (una palabra rusa se compone, término medio, de tres o cuatro sílabas), le permite situar lo original, la naturaleza viviente, en el fenómeno, el cual se repite de una forma mucho más sólida con una palabra que con el más convincente de los razonamientos. Sucede a menudo que un escritor en vías de desarrollar una idea, tropieza repentinamente con los sonidos y comienza a vivir con la fonética de las palabras -lo cual lleva sus razonamientos por los caminos más impredecibles.

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En la obra de Dostoievski se percibe claramente la tensión de una intensidad sádica como resultado del contacto continuo entre la metafísica del tema y la metafísica del lenguaje. De la desordenada gramática rusa Dostoievski extrajo todo. En sus frases se aprecia un ritmo febril, histérico e inimitablemente individua), y su contenido y estilo representan una aleación de la mejor literatura y cualquier forma del lenguaje. Dostoievski siempre tuvo cierta prisa: al igual que sus héroes, trataba de estirar el dinero lo máximo posible, y a menudo se vio acosado por la amenaza de prestamistas y la frustración de originales rechazados. Debe notarse que una persona que sufre la presión y la indiferencia de sus editores, puede desviarse de su temática con gran facilidad; se puede aducir Incluso que sus digresiones aparecen dictadas por los vaivenes del lenguaje mismo y no por la lógica de los sucesos. Para expresarlo en términos más simples: cuando se lee a Dostoievski se comprende de inmediato que la fuente que conduce a la corriente de conocimiento no se encuentra en la conciencia sino en la palabra, que transforma la conciencia y cambia su curso.

No, él no fue una víctima del lenguaje, pero su apasionado interés por la gente superó las fronteras de la ortodoxia rusa con la que inicialmente se identificó: mucho más que la fe, fue la sintaxis la que determinó el carácter de esta pasión. Toda forma creativa comienza como una lucha individual que aspira a la perfección y; en su ideal, a la totalidad. Antes o después -más bien antes que después-, el escritor descubre que su pluma alcanza resultados mayores que su alma. Este descubrimiento trae consigo una tormentosa caída espiritual, y es allí donde se origina la reputación demoníaca de la literatura. En cierta forma, esto es comprobable, dado que todo lo que cae desde las alturas de los serafines será siempre recibido como un hallazgo para los mortales. Además, cada polo es de por sí aburrido: en un buen escritor siempre estará presente un diálogo entre las esfinges y el abismo. Pero esta caída no tiene por qué conducir a un escritor o a su manuscrito (como Almas muertas, de Gogol) hacia el hundimiento físico, sino que será a partir de allí justamente desde donde el creador podrá acortar distancias entre su pluma y su alma.

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Aquí radica la esencia de Dostoievski, aunque su pluma traspasó continuamente las fronteras de la fe ortodoxa que él predicaba. Ser escritor significa inevitablemente participar del protestantismo, o al menos, comprender su visión humana. Tanto para la ortodoxia rusa como para el catolicismo romano, sólo el Todopoderoso o Su Iglesia tienen derecho a juzgar a los hombres en tanto que para el protestantismo es el hombre quien organiza algo que se asemeja a su propio Juicio Final, y en este proceso es infinitamente más cruel que el Señor o la Iglesia (de acuerdo con su convencimiento, ello le hace sentirse mejor de lo que lo haría siendo juzgado por los ojos de las autoridades eclesiásticas). Por ello es que no puede o mejor dicho, no quiere perdonar. En la literatura la santidad no es especialmente apreciada: es por ello que el espíritu de Dostoievski apesta.

Naturalmente, Dostoievski fue un infatigable luchador del Bien, vale decir, de la cristiandad con su particular escala de valores. Pero si se piensa un poco, el Mal pocas veces se ha visto representando por un defensor más astuto que él. Del clasicismo aprendió uno de sus fundamentos más importantes: antes de utilizar los argumentos propios, deben pesarse los argumentos del contrario, independientemente de la justicia y rectitud de las propias convicciones. Y no sólo porque la enumeración de los argumentos rechazables puede utilizarse contra la otra parte sino porque la simple enumeración es de por sí fascinante y, por último, ayuda a reforzar los propios ideales.

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Luego de darle nueva luz a todas las argumentaciones del Mal, Dostoievski alega los postulados de la Fe con más nostalgia que fervor, lo cual, por lo demás, sirve para elevar el grado de credibilidad.  Pero no es sólo la credibilidad por lo que los héroes de Dostoievski, con un celo casi calvinista, desangran sus almas ante el lector. Es también la capacidad de Dostoievski para poner sus vidas del revés, investigar todos los resquicios, pliegues y arrugas del alma hasta dejar sus más íntimos secretos al sol. Y en ello nada tiene que ver una pretendida búsqueda de la Verdad: de lo que se trata e de desnudar los tejidos primarios de la vida, y estos tejidos no son muy atractivos que digamos. Contienen una energía cuyo nombre es vorazmente devorado por el lenguaje, como si un hermoso día se encontrara a Dios, al hombre, a la culpa, la muerte, la infinitud y la Salvación, y nada resultase suficiente.

Entonces no queda otro camino que ir al ataque contra sí mismo.

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Artículo originalmente en Diario de Poesía, Año 2, Nro. 7, diciembre de 1987.