Sobre las voces que se escuchan en los pasillos
Por Mercedes Alonso
Mercedes Alonso leyó El abrazo maternal de los pasillos, novela de Pablo Nicotera, un texto de estirpe alrltiana sobre las formas de sobrevivir a un medio hostil y puerco (no solo en lo que hace al camino delictivo sino también al de la literatura), que se vale de una lengua «en construcción» para dar cuenta de las formas de hablar en los pasillos de la villa o de la cárcel.
Cuando lo conocí a Pablo, andábamos por unos pasillos muy diferentes a los de esta novela. De los pasillos de Filosofía y Letras por otras vueltas de la vida hasta acá: el encuentro en la lectura de su novela El abrazo maternal de los pasillos, que salió hace poquitos meses en la editorial Azul Francia.
No son los de Puan. Podría haber sido una novela de campus en el edificio más feo de la zona más chic de Caballito, pero no; los pasillos son los de la cárcel en la que está Mercado y/o los de Los Álamos, la villa de la que vienen él y su compañero, el Dengue, quien supone que lo traicionó. Todos los pasillos se parecen, como las familias felices de Anna Karenina; o sea, hasta que los vemos de cerca o, mejor, desde adentro. Ninguna familia feliz resiste eso; seguro que los pasillos tampoco.
El título aparece primero como una intriga: ¿cuáles son los pasillos que abrazan? Incluso dos: ¿qué tipo de abrazo es ese? Lxs que vivimos afuera sospechamos que ni la villa ni la cárcel son tan amables y entonces la novela se vuelve puerta de entrada. Pero la de Pablo no es una exploración minuciosa de los espacios de la marginalidad -algo así podría decirse como exaltación del realismo de un libro que no fuera este-; no sabemos más sobre la vida en la cárcel ni en la villa cuando terminamos de leer; a lo sumo algo de su geografía, el nombre de alguna calle: España, Azcuénaga, Avenida La Plata.
Lo que vemos, en cambio, es una voz que habla desde y sobre los pasillos. Lo que lleva de unos a otros es la “vida puerca”. El proto-título de la novela El juguete rabioso, de Roberto Arlt (o sea, el que se supone que Arlt había elegido antes del definitivo), vale menos por su capacidad para describir el camino hacia adentro del delito y de los pasillos del protagonista que como referencia a la referencia que la novela usa para marcarse la cancha.
¿Arlt, ahora? En cuatro años van a ser 100 de la publicación de El juguete rabioso (alias La vida puerca). No pierde vigencia, todavía se lee -en los dos sentidos, se puede y se hace, incluso, y esto es lo importante, fuera de los pasillos de Puan y otras instituciones. ¿Se lee en estos otros pasillos? Eso hace Mercado y le creemos porque funciona.
Pero no solo lee a Arlt, también sigue su trama: la biografía delictiva, que empieza con pequeños episodios, toma un giro determinante con la primera irrupción en una casa. No es un robo corriente: es la casa de su abuela de donde va a llevarse los libros del abuelo que lo inició en la lectura. Como en El juguete, como en el episodio de El Quijote en el que el cura y el barbero, ilustres represores de la lectura y la locura del hidalgo, revisan con ánimo censor su biblioteca, el contenido de las cajas que se lleva Mercado arma un mapa de lecturas que sostiene su relato, su voz, la novela de Pablo. Entre ellos, destaca El juguete rabioso; en parte porque Mercado dice que lo lee muchas veces, pero sobre todo porque lo proyecta sobre la realidad: Arlt puede aparecer en los pasillos; él, dice, puede ser el otro: “Astier, no Mercado”.
En Arlt y en El abrazo maternal de los pasillos están también la traición -sobre todo, en las dos historias, pero no hace falta adelantar nada- y el relato de aprendizaje. No tanto de las formas de sobrevivir al medio hostil y puerco, no solo el camino delictivo, sino, sobre todo, el aprendizaje de la literatura, que Mercado, como Silvio Astier, aprende a leer y a escribir.
Las lecturas de infancia y juventud sirven como justificación del saber que les permite contar. “A nosotros nos gustan los cuentos”, dice Mercado, por eso puede leer Moby Dick adentro del pabellón y apoderarse de la voz narrativa de la novela, que se presenta como un relato escrito para otro pero que también es para nosotros. Los dos son “cuentos”, tan parecidos entre sí como los pasillos y las familias felices, pero en definitiva “cuentos”.
Mercado lee por herencia de su abuelo y lee desde la primera escena, cuando entra al pabellón y busca su lugar entre los otros. Es decir, lee mientras le roban la frazada, lo provocan, lo pelean, lo patean. Escena clásica que nos creemos porque vimos y leímos muchas veces: así debe ser. Pero no importa eso.
Insisto, lo que vemos es una voz. Mercado escribe porque consigue cuaderno y birome. “Como arma funciona doble”, dice. Escribir es ocupar el tiempo muerto de la cárcel y es, además, contar el cuento como si le escribiera a su compañero que quedó afuera. Ese fluir es, creo, lo mejor de la novela. Es como si hablara y como si a medida que lo hace fuera armando una lengua que es el proceso y el resultado del relato de aprendizaje.
Está la jerga que habla con el abogado. Mercado dice “rancho”, “faca”, “lancha”; el abogado pregunta por el significado de cada término, aparece la definición; los diálogos marcan la lengua: señalan la diferencia entre los dos y, sospecho, con nosotrxs que leemos, a quienes también se dirigen las aclaraciones de vocabulario porque se nos atribuye la misma distancia. “Se arma un glosario”, dice Mercado en tono burlón; un glosario como los que se usaban en las novelas que querían incorporar variedades o lenguas ajenas a la cultura letrada sin dejar a oscuras a lxs cultxs monolingües.
La novela avanza un poco más allá del esquema porque incorpora el glosario a la trama y lo convierte en oportunidad para el chiste, pero tampoco importa eso. Lo que escucho mientras leo son las palabras de Pablo, una lengua que no es esa construcción convencional del margen: el apelativo “zapato”, “cagarse de risa”, “Marquitos, el hijo del culo más sorete que pudo haber tenido mi escuela”, “su garrapiñada de salames”, el “malambo con boleadoras” que zapatean las pastillas en la cabeza de Mercado.
Lo que oigo, y esto es lo importa, es una lengua en construcción. Mientras escribo esto, entre un intento y la continuación, en un momento inoportuno que resuelvo con una nota rápida del teléfono, caigo en que eso que sostiene la novela es probablemente la amalgama de las lenguas que se hablan en los diferentes pasillos y sus zonas aledañas: las del conurbano profundo que rodea Los Álamos y que habita Pablo -donde, le escuché decir, te “roban las zapatillas y se las comen”-; las de las cárceles, aprendidas de las personas que las habitaron y de otras representaciones; la de Puan, donde también, en el mejor de los casos, se aprende o se construye la voluntad -¿la prepotencia, como esa de la que hablaba Arlt?- de un trabajo de y con la literatura. Más que un glosario, lo que la novela despliega es un modo de composición. El hallazgo, el abrazo, es esa lengua.