Los días que vendrán: Sobre «Los hologramas no hacen compañía»

// Por Lucía Vazquez (Vdevendetta)

Cuando me enteré de que existía el libro de cuentos de Gonzalo Gossweiler cometí un fallido al entender el título. Los hologramas no(s) hacen compañía pensé que se llamaba y al terminar la lectura creo que ese fallido dio en alguna tecla.

No solo me llamó la atención la hermosa tapa de Leo Escobar para China editora sino la audacia de Gossweiler de presentar su libro como lo que es: ciencia ficción. En un panorama de literatura argentina que escribe mucho desde el género pero también oculta mucho esa pertenencia –por más irreverente que sea– este libro de cuentos me parece honesto, transparente y, por eso, efectivo. Gossweiler no le huye a la sensibilidad propia de una ciencia ficción heredera de Bradbury y sus Crónicas marcianas, esa que no pierde el tiempo explicando cómo funciona el cohete sino que se detiene a ver qué provoca en los personajes cuando despega. La novedad de Los hologramas no hacen compañía es, también, lo mejor de sus textos, la perspectiva infantil puesta al servicio del asombro de tópicos ya muy visitados por el género las últimas décadas.

Sin un criterio necesariamente cronológico, el libro va narrando el futuro de un espacio que es Tokio pero también es Buenos Aires y también es otro planeta. Son dieciséis relatos narrados alternativamente desde terceras personas o personajes protagonistas pero siempre manteniendo la focalización en los y las niñas que pueblan este futuro, tironeadas por la tradición –que es nuestro presente pero también nuestro pasado– y el entusiasmo de lo nuevo. Sin dudas, Gossweiler es un gran conocedor de la cultura japonesa y la pone a jugar como elemento de extrañamiento y tensión, porque las niñas y niños no solo tienen la difícil tarea de condensar en sus experiencias pasado y futuro sino también Oriente y Occidente, en una futuridad más hogareña a lo Bradbury que de ciudad masificante a lo Blade Runner. En este sentido, en cada relato Gossweiler apuesta a la simpleza (en la forma y en la trama), por lo que sabemos que leyó a Dick, pero esa lectura funciona más como un background imaginativo que estructural.

En los cuentos hay hologramas pero también muchos robots. Hay dispositivos posibles y soñables y también fantasmas. La última, y nuclear, tensión que se da en las y los niños es la de artificial/orgánico. Esta se traduce en el par antagónico virtual o analógico, y el desafío aparece a la hora de tener una mascota, de leer un libro, de curar una enfermedad. Los y las protagonistas deben, además, enfrentar al resto de los personajes cuando deciden en función de un deseo y no del modo de pensar y resolver imperante en un futuro que, en este sentido, es fácil de pronosticar.

La amenaza silenciosa del final pesa en varios de los relatos, la amenaza del (¿esperado?) post-apocalipsis, pero sin el regodeo cínico que solemos ver, por ejemplo en las últimas temporadas de Black Mirror o el cine catástrofe. Leemos varios de los cuentos con angustia, con miedo, porque parece que todo termina en cualquier momento; en este sentido son relatos muy contemporáneos, recuperan bien el sentir de época. Pero, sabemos, nothing ever ends.

Al final del libro queda la certeza de que más que nada son relatos sobre la infancia, llenos de preguntas sobre el futuro, pero también sobre el pasado. El género aquí permite reforzar la idea de extrañamiento y asombro que puede causar el mundo para alguien que está creciendo, alguien que sabe que tiene todo por delante y va descubriendo de a poco el peso de todo lo que tiene por detrás. Salvo “Un bebé para el bicentenario” (agridulce vistazo sobre el fin de la humanidad) y “Mi nombre es Wan Wan” (narrado desde la voz de un adorable perro robot), las focalizaciones infantiles permiten también reconstruir el mundo adulto. La perspectiva por momentos es un poco a lo Tom y Jerry (siempre los pies de los humanos, la mirada puesta en el gato y el ratón): vemos parcialmente a esos hombres y mujeres que se mueven sobre el mundo sin cuestionarlo porque son los encargados de sostenerlo. En cambio, las infancias están en construcción, pueden permitirse desafiar, cuestionar, cambiar. Que el primer y el último relato sean los que más fuera de la ciencia ficción quedan, por sus componentes mágicos, habilita la mirada liberadora de los niños y las niñas, resulta esperanzador. Vuelvo a mi fallido del principio y pienso que la ternura que desprenden la mayoría de los cuentos de Gossweiler tiene bastante que ver con eso. Se agradece un futuro no necesariamente distópico sino diferente en el que los y las niñas deben

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