
// Por Lucía Vazquez (Vdevendetta)
Doce desconocidos despiertan amordazados en un campo, en el centro de la escena hay una caja, con un cerdito vestido, y armas. No tardan mucho en darse cuenta de que están siendo cazados, al modo de Battle royale o The hunger games. Pero la película no arrancó ahí, sino una escena antes, en un avión privado, en el que un joven piensa si quiere comer o no otra vez caviar. Otras personas viajan con él, despreocupadas, cómodas, hasta que aparece un hombre aturdido, se ha despertado antes de tiempo, y una decidida mujer no duda en desangrarlo para que no perturbe el vuelo. The hunt es la historia de los cazados pero también de los cazadores, eso, y el tono, hacen de la película (que podemos ver desde nuestra casa si sabemos buscar) de Craig Zobel una original mirada al argumento de “gente rica y mala que caza gente pobre y buena”.
Para empezar, esto no es del todo así. A medida que avanza la trama, y lo hace rápido y sin dar vueltas, vamos descubriendo que los cazadores no son los seres sin alma o consciencia social que esperaríamos. Todo lo contrario, estos personajes enarbolan las banderas de lo políticamente correcto en clara oposición a la masa (a)crítica norteamericana: haters de Internet, amantes de las armas, reaccionarios, misóginos, neonazis, votantes de Trump; entre estas características y lo rápido que mueren apenas nos los presentan, no nos da el tiempo para empatizar con los cazados. Solo podemos ponernos del lado de tres de las víctimas, rápidamente de dos y finalmente de una, nuestra heroína Crystal (o Snowball), Betty Gilpin. Ella es un personaje ambivalente, que se compromete a finalizar con lo que ella misma comenzó. Porque todo se origina unos meses antes, cuando en Internet se filtra una conversación privada de un grupo de empresarios que habla de la Manor House, donde se dedica(ría)n a cazar gente. La reacción de desprecio por esta práctica elitista y cruel no se hace esperar y todos los participantes del chat, menos la implacable Athena (Hilary Swank) pierden sus empresas y sus lugares de privilegio. Indignados con el ciudadano medio estadounidense, las ricas y exitosas víctimas deciden darle la razón a la teoría conspirativa y arman todo para dar rienda suelta a la fantasía popular, alquilarán la mansión y, de hecho, se dispondrán a cazar gente.
Esta gente, los doce, son elegidos en un (quizá no tan) cuidado casting que reúne a los principales exponentes del odio irracional y fantasioso que vemos a menudo en las redes. La película juega con invertir el mito de origen del villano, que aquí resulta serlo por entregarse a la creencia popular. Estos ricos y poderosos son personas cultas, que evitan el racismo y la misoginia, preocupados por la paz mundial y las causas sociales, y que hasta usan lenguaje inclusivo, verdaderos liberales. Se ponen al hombro la tarea de hacer correctamente la rebelión en la granja (el texto de Orwell con el que dialoga el film un poco torpemente) e impartir justicia en un mundo que ha perdido la cabeza: convierte en víctimas a los supuestos victimarios, a los que no les quedará otra que cumplir ese rol.
La película toma con humor esta parodia de rebelión y por momentos se concentra en la acción, coqueteando con la violencia sanguinolenta del gore. Betty Gilpin es una perfecta marginada social de armas tomar, que no teme perder nada porque nada tiene y no se detendrá hasta el enfrentamiento final, con la temible Athenea, que una vez planeada la caza pasó meses entrenando, hasta convertirse en una especie de arma letal. El film tiene su clímax en este enfrentamiento, en el aparenten borramiento de los límites entre víctima y victimaria. Es un poco tramposa, desde el principio –viendo en retrospectiva– la película ha elegido a su heroína, y no se anima del todo a develarla como un ser despreciable también. No queda claro qué se enfrenta en esa escena del final, qué pelea se está dando ¿la verdad contra la mentira, la opresora contra la oprimida, la cazadora contra su víctima? El happy ending borra un poco algunas apuestas que hace la película, pero le evita comprometerse con una profundidad que no alcanza. El guion de Nick Cuse (Watchmen) y Damon Lindelof (Lost) araña la superficie del conflicto político norteamericano de la polarización ideológica y el uso de armas. La rasga en algunos momentos, como en el diálogo en el que una de las cazadoras sanciona a su marido por decir “la palabra con N” o en el repaso de algunos de los perfiles de los cazados. Cuando apuesta al humor, The hunt gana algo en profundidad, cuando explicita sus intenciones (al final sobre todo), pierde fuerza.
Parece que a Trump no le gustó y que la producción tuvo que posponer el estreno porque justo se había producido un tiroteo (el de El Paso), no importa cuando leas esto. Que la solución que ven las elites a la difamación y la violencia sea la violencia y la difamación resulta poco novedoso. La idea de que las elites se entreguen a caber en los moldes de las fantasías populares es un poco más interesante y problemático. Asimismo, la apuesta estética sangrienta y violenta nos muestra a los “deplorables” como los seres vulnerables y desagradables que pueden ser. Los cazadores hasta se dan el lujo de morir más elegantemente, en ningún momento deja de quedar claro quién tiene el poder. Pero ese poder puede o no ser alimentado, y el odio y el resentimiento resultan ser un buen alimento a veces. Explotados que apuestan a la homofobia, el racismo, la misoginia, como la forma de tener un poco de poder. Ante el primer ataque, virtual, los explotadores reaccionan con uno bien real, una purga social que los tiene como héroes y heroínas de los más altos valores. El resultado es ridículo, por supuesto, y los cazadores son parodias de sí mismos, mientras que los cazados quedan expuestos a luchar por sus vidas con la mayor violencia posible, basta ver a la única sobreviviente.
Novedosa para el subgénero de “gente que caza gente”, muy entretenida, incómoda por momentos e hilarante por otros, The hunt nos deja con la sensación de que sin armas, Internet o dinero la cosa estaría mejor, pero en el fondo algunos animales seguirían siendo más iguales que otros.