Limbo: un territorio fantasmagórico

Lucía Vazquez y Laura Ponce proponen una lectura de la novela Limbo de Alejandra Decurgez que nos permite reflexionar sobre el campo editorial, los usos del realismo, las presencias hauntológicas y los monstruos del pasado. Un texto sobre los no-lugares y las ambiguedades que habitamos.

// Por Lucía Vazquez y Laura Ponce

Una intuye que las decisiones editoriales tienen que ver con factores diversos que afectan al campo de la cultura. Pero a veces obviamos que las editoriales, sobre todo las pequeñas y vagamente llamadas “independientes”, a veces son editores y editoras que publican lo que les gusta, y el catálogo se termina armando un poco a fuerza de voluntad y planificación, pero otro mucho a fuerza de deseo e interés.

Sobre la publicación de género en este momento, y sobre todo de ciencia ficción, tendríamos mucho para escribir y seguir pensando, así que por ahora solo propongo este supuesto: ediciones Ayarmanot es una de las pocas editoriales argentinas que publica género de manera explícita. Me refiero a que, aunque no contemos con la vieja etiqueta en el lomo del libro “ciencia ficción” “policial” “terror”, basta con conocer sus vínculos con la revista Próxima –esta sí, abiertamente “de”– para esperar género de una obra de su catálogo. En su presentación dice de sí misma que “es una editorial independiente y autogestiva dedicada a la ciencia ficción y el género fantástico producidos actualmente en castellano”. Digo que no me quiero meter, esta vez, con el mercado editorial y el género, pero llama la atención el solitario lugar que ocupa Ayarmanot en cuanto a su autopercepción, casi como si fuera una salida de clóset genérica (de genre, no gender). Que Randomhouse nos libre y nos guarde de encontrar palabras como ciencia ficción en sus contratapas.

 Entonces, una va a leer Limbo, de Alejandra Decurgez, editada este mismo año por Ayarmanot y espera encontrarse con una novela de género. Pues no, y esto es una sorpresa que nos saca un rato de la posible modorra genérica a medida que avanzamos en la lectura. Ya el prólogo de Yamila Begné comienza a anticiparlo, pero la lectura ávida recorre las páginas esperando el monstruo, el artefacto del futuro, el fantasma, y estos no llegan, no al menos de manera tradicional. Tampoco es que se va rompiendo con un “realismo”, ya que desde el primer capítulo tenemos a una niña “hablando” con lo que ella cree un fantasma, que no vemos pero presentimos. Así también la anorexia de una adolescente podría leerse como éxtasis religioso, o el trauma infantil como la visión del horror ominoso y fantástico, casi lovecraftiano. Hasta dónde el género, entonces, Limbo parece explorar, o hasta dónde se puede escribir sin llegar al género. Porque la ruptura por lo general se da de adentro hacia afuera, se fuerzan los límites de ese entramado de códigos que son los géneros y que, claro, están para romperse y forzarse. Pero Limbo parece hacer el movimiento opuesto, trabaja con una estética realista, se enmarca en la codificación de la novela de iniciación o cuento de aprendizaje y avanza hasta ver a dónde puede llegar sin cruzar sus límites.  El limbo tiene la doble valencia de ser un lugar de paso y un lugar permanente. Es ese espacio de eternidad o tránsito donde van lxs que no llegan al cielo ni al infierno. Decurgez trabaja con el doble valor de lo fijo y lo transitivo en la forma y el tema de Limbo.

También el limbo es un lugar que suele asociarse al Purgatorio, aquel lugar donde las almas esperan hasta cumplir con la condena por sus pecados. Una especie de loop didáctico que derivaría en una supuesta evolución de las almas. Como todo espacio religioso es infinito, o, al menos, sus límites temporales son difusos y difíciles de marcar. Los personajes de Decurgez parece vagar en ese espacio que ocupa lo largo de sus vidas, y el avance temporal solo implica la vuelta a los “pecados” y decepciones infantiles. La adolescencia solía considerarse un momento de carencia, de a-dolescer, como etapa sufriente y de espera para aquellos y aquellas que ya no son niños o niñas pero todavía no son adultxs. Es un espacio sin reglas claras, fantasmagórico, en el que los adolescentes deambulan hasta “madurar”. En ese tiempo es que los personajes de Decurgez viven sus experiencias, traumáticas casi como marca de edad psíquica. Pero no hay un pasaje a otra etapa, los personajes quedan en un movimiento casi de errancia dentro de ese limbo temporal que no solo abarca la infancia sino también la adultez. Porque los personajes no van a aprender nada, porque no es que el código de la lógica y la consecuencia realista se rompe: no funciona desde el principio. Los lugares están anclados a una materialidad concreta, casi todo ocurre en el barrio de la infancia, que pareciera ser conocido y re-conocido por la voz autoral. En esos espacios materiales la vivencia incómoda de no poder avanzar, o aprender, o al menos cambiar de lógica, mantiene a los personajes en esa quietud y tránsito permanentes.

En el que es mi capítulo preferido, un niño intenta ganarle al tiempo para “rescatar” a su adorada prima, al borde del colapso por la anorexia que ningún miembro de su familia quiere reconocer. La perspectiva infantil, que funciona a la perfección para construir ese lugar genérico difuso, le permite decir al niño: “Recién ahora, que el tren me llevaba hacia adelante y retrocedía a la vez, me daba cuenta de hacía cuánto Clarissa se venía diluyendo. –Estamos atrapados en una dimensión intemporal. He-man, solo tú puedes liberarnos –la voz de Adora-Clarissa, mi gemela, me llamaba desde lo profundo” (pág. 62). Ese movimiento que avanza y retrocede a la vez, donde los personajes se diluyen y escuchan el llamado de “algo más” es lo que construye el universo ficcional de Limbo, poniéndolo en un no-lugar que, lejos de la utopía, se muestra pesimista sobre las experiencias de los personajes y la (im)posibilidad de aprender algo.

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Entonces, ¿qué hay en Limbo que pueda ponerla en relación con la literatura de género? ¿Cómo dialoga o entra en tensión con esos modos de narrar?

Limbo es una novela de fantasmas, y puede leerse como parte de esa forma del fantástico que es el gótico rioplatense. Su particularidad (y quizás el mayor acierto de su autora) está en sacar al fantasma, a la presencia espectral que es su hilo conductor, de la oposición entre ente sobrenatural real o figura retórica, y darle carácter hauntológico, pudiendo inscribirse en el new weird.

Daniel Link dice que la creación de criaturas en la ciencia ficción y en el gótico no obedecen al mismo sistema de preguntas, que las criaturas de la ciencia ficción (ciborg, extraterretres, IAs) pertenecen al campo simbólico de la vida, se plantean como nuevas formas de vida, mientras que las criaturas del gótico (fantasmas, vampiros, zombies) pertenecen al campo simbólico de la muerte, son formas de lo no-muerto.

Mark Fisher retoma el concepto de hauntología de Derrida (el estudio de aquello que acecha al presente; la ontología, el estudio de lo que existe, solo es posible por la serie de ausencias que lo preceden, lo rodean y le otorgan legibilidad) y reflexiona sobre el carácter espectral del futuro (lo que todavía no es) y del pasado (lo que ya no es) y sus efectos en el presente. Entiende al espectro no como algo sobrenatural sino como aquello que actúa sin existir físicamente. Entonces, el fantasma es lo que pone en evidencia la presencia residual del pasado, tanto en el ámbito de lo social como en lo familiar y personal.

En el gótico, esa presencia residual se manifiesta especialmente en ciertos espacios y la casa se presenta como la estructura material privilegiada, símbolo de propiedad, extensión y sedimento de las relaciones familiares, que soporta el peso de las generaciones. La casa es el espacio donde se manifiesta ese pasado que sigue actuando, que atraviesa el presente y diluye la posibilidad de futuro, que lo convierte en esta continuidad de indeterminación en la que los personajes de Limbo están atrapados (la casa abandonada en la que Selene espera hallar al fantasma del Chino; la casa materna que no puede abandonar Ariel; esa donde Clarissa se transforma; la que explotó, pero sigue explotando para siempre en la mente de Tato; se extiende, con un guiño a El resplandor, al hotel tan años 70s que vehiculiza la pesadilla donde Miguel se viene macerando desde hace años).

Podríamos sumar la lectura de Fredric Jameson, que entiende el gótico como pesadilla de clase donde los privilegios crean un muro que nos separa de otra gente; es un muro protector pero que a la vez nos impide ver y detrás de su opacidad pueden imaginarse toda clase de fuerzas que acechan amenazantes. En Limbo, las marcas de clase o de privilegio las señalan los “extranjeros”: Selene, que acaba de mudarse, cuyas tías “insistían en que era ‛un barrio paquete’ con casas con jardín y pileta, calles con arboledas donde todavía se podía andar en bicicleta y se podía volver tarde sin peligro, colegios parroquiales respetables como al que iba Selene”; el primo de Clarissa, cuando después de su épico viaje en tren desde zona sur llega al barrio de Florida y quisiera encontrar un teléfono público pero “en los barrios como ése sólo había casotas, árboles, chicharras, splash de pibes tirándose de bomba en piletas de verdad, no de lona, y perros asomados entre las rejas de los jardines delanteros, husmeando y ladrando”.

Pero Decurgez invierte la amenaza: en este barrio tan de clase media, tan de gente bien, con casas tan lindas y que parecen tan seguras, el peligro no viene de afuera. En Limbo, las familias mismas son eventos hauntológicos, porque contienen secretos que las atraviesan y que funcionan como espectralidad, que extienden la persistencia de la crueldad hasta lo inimaginable, desde pequeños gestos punzantes hasta imágenes que bien podría haber pintado El Bosco.

Persiste la evocación de una época previa más inocente y feliz ―la niñez, la temprana adolescencia, los últimos años de la década del 80―, no solo como memorabilia sino como melancolía en el sentido freudiano: los personajes permanecen unidos a objetos perdidos, objetos devenidos en fantasmas que se niegan a irse o a los que no dejan ir.

En esta novela, lo siniestro surge en lo conocido, el espanto está en lo cotidiano, en espacios íntimos y familiares que se tornan amenazantes y se convierten en prisión, y en ese sentido Limbo puede relacionarse con el new weird. Esta corriente narrativa que nació en la ciencia ficción rompe con los límites del género y utiliza herramientas de la novela negra, el fantástico y el terror (tal como hace Decurgez en las cinco historias que se entrelazan en este libro), subvierte los clichés de la fantasía convencional para llevarlos a contextos incómodos (como en la visita de Selene a la casa del Chino) y actualiza sus imaginarios (en el devenir astronauta de Clarissa hay una reescritura del monstruo, por ejemplo).

También, en esa actualización de lo monstruoso está el monstruo como dinámica, la clasificación de Foucault en Los anormales: el monstruo como excepción, como quien rompe los pactos naturales y sociales; su monstruosidad no está en su aspecto, se evidencia en su comportamiento; entonces, surge la pregunta: “¿Este individuo en peligroso?”, que tiene implicaciones no solo de condena social sino médica y legal. Y ahí el rol de la familia vuelve a ser fundamental.

Análisis puede haber muchos, pero lo cierto es que el territorio fantasmagórico de Limbo es inestable, ambiguo, difícil de clasificar, igual solo a sí mismo, y nos hace preguntarnos acerca de la relación que tenemos con nuestro propio pasado.