Invasorxs del planeta tierra (I). Discusiones filosóficas en el Antropoceno

Por Facundo Nahuel Martín

En este artículo (el primero de una serie de dos), presentaré el debate en las ciencias de la Tierra sobre el Antropoceno. Según buena parte de la comunidad científica, habríamos entrado en una nueva época geológica marcada por la influencia ambiental de la actividad humana a escala planetaria. Este anunció ha suscitado algunas importantes discusiones filosóficas emergentes, trayendo cuestionamientos sobre el constructivismo social y el dualismo humanidad-naturaleza.

¿La geología de la humanidad?

En el año 2002, el premio Nobel de Química Paul Crutzen publicó en Nature el artículo “Geology of Mankind”. Crutzen sugiere que estaríamos en un nuevo período en la historia del sistema de la Tierra, el Antropoceno, marcado por la incidencia ambiental de factores de origen antrópico. En 2016, el Anthropocene Working Group (AWG) propuso avanzar hacia una formalización del concepto de Antropoceno como época geológica, presentando esta recomendación en el Congreso Internacional de Geología en agosto de ese mismo año. En mayo de 2019 el AWG acordó llevar la discusión formal a la Comisión Internacional de Estratigrafía en 2021. Según la mayoría del AWG, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se abrió un perído de “gran aceleración” económica, tecnológica, agrícola, poblacional, etc., marcado por la multiplicación de los efectos ambientales de la actividad humana (o de algunxs humanxs, al menos). Las transformaciones acumuladas configuran un verdadero salto cualitativo en la dinámica sistémica del planeta.

Johan Rockström y otrxs científicxs que estudian el sistema de la Tierra han delimitado nueve fronteras planetarias. Se trata de marcadores ambientales que no deberían superarse si la humanidad quiere mantener un “espacio de operaciones seguro” a nivel planetario. Estos marcadores incluyen la pérdida de integridad biosférica, los flujos bioquímicos, el cambio climático, la acidificación de océanos, el consumo del agua potable, los cambios en el uso de la tierra, la caída del ozono atmosférico, la carga atmosférica de aerosoles, la polución por “entidades nuevas” en el ambiente. Las primeras cinco de estas nueve fronteras ya han sido atravesadas, alcanzando umbrales de riesgo o puntos de inflexión de distintos niveles de peligrosidad.

Fuente: Universidad de Estocolmo

El cambio climático, si bien no alcanza todavía los niveles críticos de la pérdida de biodiversidad o la contaminación por nitrógeno (producto del uso de fertilizantes artificiales), ya atravesó los umbrales de operación segura. La principal causa del calentamiento global parecen ser las elevadas concentraciones de CO2 atmosférico, resultado de la quema de combustibles fósiles. El CO2 captura parte de la radiación que ingresa en la atmósfera desde el Sol, produciendo un efecto similar al de un invernadero. Las concentraciones de CO2 atmosférico permanecieron por debajo de las 300 ppm durante más o menos los últimos 800 mil años. Hacia la década del ‘50 se había superado ese umbral. Hoy la la atmósfera tiene unas 420 ppm de CO2. Correlativamente, vivimos aproximadamente a 1,1° C por encima de las temperaturas globales promedio de tiempos preindustriales. Esta tendencia va a empeorar en las próximas décadas, y mucho más si prosiguen las emisiones de gases de efecto invernadero.

El Holoceno, cuyas condiciones estamos abandonando aceleradamente, empezó hace 12 o 10 mil años. Se trata de un período cálido y excepcionalmente estable en la vida climática de la Tierra, que hizo posible la expansión de seres humanxs por prácticamente todo el globo. El clima del Holoceno permitió el desarrollo de la agricultura, la vida sedentaria y, por lo tanto, la civilización como la conocemos. La evidencia sugiere que el previo clima del Pleistoceno, además de más frío, era significativamente más cambiante, llegando a registrar variaciones globales medias de hasta 10° C en cuestión de décadas. Es evidente que la agricultura y el sedentarismo eran casi imposible en esas condiciones climáticas. Nuestrxs antepasadxs humanxs vivieron durante milenios en un caos frío que lxs forzó a la condición de cazadorxs-recolectorxs. La estabilización climática fue, entonces, un factor fundamental en la historia de las civilizaciones.

Hoy, por las emisiones de CO2 y otras alteraciones biosféricas, estaríamos ante el final de la estabilidad climática del Holoceno, con consecuencias difíciles de prever para la continuidad de la vida como la conocemos. Como dice Paul Crutzen, entramos en terra incognita planetaria. Podríamos encaminarnos (es difícil hacer previsiones exactas, porque no hay análogos histórico-geológicos de la situación actual) a un caos tórrido marcado por la desertificación, las sequías, la proliferación de incendios forestales y huracanes, entre otros eventos catastróficos.

Fuente: Ian Angus, Facing the Anthropocene.

Deconstruir el Anthropos: ni autónomo ni homogéneo

La sugerencia de que la tierra podría estar ingresando en una nueva época geológica en virtud de la acción humana a escala planetaria provocó una serie de discusiones amplias en la filosofía y la teoría social. El debate entre estratígrafxs y científicxs de la tierra, entonces, es suplementado por discusiones sobre la autonomía de lo social (debate metodológico fundacional de las ciencias sociales) y sobre la separación entre sociedad y naturaleza (debate filosófico en el campo de la ontología, pero cargado de implicancias políticas). Vemos multiplicarse las intervenciones en el Antropoceno, esto es, los intentos de reformular el concepto en el campo de las teorías sociales, la filosofía y las (post)humanidades.

En la última década surgió una plétora de concepciones alternativas, como capitaloceno, chthulhuceno, plantacionoceno y un largo etc. En Latinoamérica estos debates tienen, todavía, poca difusión. En el centro global, el concepto de Antropoceno empieza a tener una pregnancia parecida a la que tuvo el de globalización durante los años ‘90: podría convertirse en una noción atrapatodo, de la que todxs quieren hablar, que se moldea plásticamente hasta perder contenido. Estaríamos, como sugiere la filósofa Rosi Braidotti, en la era del Antropomeme.

Podemos ordenar las discusiones filosóficas en torno al Antropoceno en dos dimensiones, sin pretensiones de agotarlas con esto. Por una parte, se destaca la heterogeneidad interna del anthropos. Por otra parte, se reformula el vínculo sociedad-naturaleza, discutiendo tanto la autonomía de lo social como la rigidez de lo natural. En el primer caso, las teorías críticas cuestionan ciertas narrativas del Antropoceno que ponen en el centro al “ser humano”, como unidad homogénea, abstracta e indiferenciada, en cuanto responsable del cambio climático y la crisis ambiental. La rapacidad “natural” de la especie sería el origen de los dramas de la época. Frente a estos relatos culpabilizadores y homogeneizantes, voces marxistas, feministas y decoloniales han señalado que solamente una parte de la humanidad, compuesta sobre todo por grandes empresarios del centro global, en su amplia mayoría varones blancos, es responsable por las emisiones de CO2 y otros males del desarrollo capitalista.

Por otra parte, puede objetarse que el anthropos no solo carece de unidad interna, desgarrado por diferencias, sino también de autonomía ontológica. Después de todo, ¿dónde termina el “reino de la naturaleza” para que empiece el “reino del hombre” o de “la sociedad”? ¿Qué empresa social no se emplaza en la naturaleza y su historia? ¿No son las sociedades, ante todo, arreglos ambientales, configuraciones de pedazos de la naturaleza? Lxs humanxs siempre hemos alterado los ambientes en los que vivimos, y mucho más desde el Neolítico. Deforestaciones, construcción de ciudades, agricultura en gran escala y otras mezclas socio-ambientales, han sido habituales en la historia.

El Antropoceno marcaría un devenir planetario, y por ende un salto cualitativo, en la interdependencia de sociedad y naturaleza. El anthropos no designa ya una realidad autónoma ni homogénea. No parece que la separación humanidad/naturaleza exista en alguna parte, ni es claro que la humanidad sea un todo homogéneo no diferenciado ni escindido.

Proliferación de híbridxs en cuerpos y ambientes

Estas dos “entidades”, la sociedad y la naturaleza, presentan perfiles cada vez más híbridos, lo que da por tierra con la autonomía de lo social y la exterioridad de lo natural. Esto lleva a discutir presupuestos fuertes de las teorías sociales, con su preferencia por las interacciones humanas y sus modelos solo-sociales de lo social. Como supo señalar Bruno Latour en los años ‘90, la modernidad nos enseñó que la naturaleza y la sociedad serían realidades separadas, purificadas la una de la otra y recíprocamente independientes, pero basta abrir un periódico para encontrar una plétora de entidades híbridas que sería difícil atribuir a uno u otro de estos reinos del ser: la capa de ozono, los cultivos transgénicos, las hormonas sexuales, la ganadería industrial, los métodos anticonceptivos, las prótesis médicas o deportivas, la minería no convencional.

Los dualismos heredados que oponen naturaleza y sociedad o técnica y política podrían ser problemáticos. Nuestros debates políticos se relacionan con situaciones y entidades intermedias, demasiado artificiales para llamarlas naturales, demasiado emplazadas en la naturaleza para llamarlas sociales. En su famoso manifiesto de fines de los ‘80, Donna Haraway anunció que habitamos una condición cyborg. Las separaciones construidas entre humanxs, animales y máquinas se vuelven borrosas en una época de transformaciones tecnológicas, corporales y subjetivas proliferantes.

La disrupción tecnológica del cuerpo propio habilita nuevas interrogaciones sobre categorías como naturaleza y cultura. Es difícil delimitar dónde termina lo natural y comienza lo social en un mundo donde las hormonas sintéticas, los implantes protésicos, los piscofármacos y los gadgets tecnológicos son parte de la vida cotidiana. Ahora constatamos un proceso análogo a nivel planetario: el clima de la Tierra, nos dicen lxs científicxs, está cambiando de manera acelerada, peligrosa y con consecuencias difíciles de prever en virtud de procesos de origen antrópico desatados a partir de la revolución industrial. El clima planetario, como el cuerpo humano, se han vuelto sitios privilegiados de interferencia entre lo cultural y lo natural, donde ambas dimensiones se hibridan y mezclan.

El Antropoceno está marcado por las paradojas de la socialización de la naturaleza y la naturalización de la sociedad. En este contexto surgen tanto fantasías de dominio definitivo de lo natural por lo social (geoingeniería, ingeniería genética, creación de un planeta y unos cuerpos completamente acordes a las necesidades de lx sujetx), como especulaciones inversas de subsunción final de lo cultural en lo natural (posthumanismo, integración de lxs humanxs en la naturaleza por la disrupción tecnológica, anulación de la sociedad como entidad separada).

Incursiones planetarias

Existe una concepción heredada que piensa a la naturaleza como fundamentalmente pasiva, regida por leyes invariantes y ajena a la acción. Por contraste, la sociedad sería fundamentalmente construida, variable, y sujeta a la agencia humana. Esta dicotomía subyace a nociones caras al pensamiento crítico, como por ejemplo la noción de naturalización. Cuando naturalizamos una situación, estamos tomando un elemento del reino de lo social (histórico y modificable por la acción) y trasladándolo de manera ilegítima al de lo natural (ahistórico, inmodificable). Con todo, realidades aparentemente naturales, como el clima de la tierra o las hormonas en nuestros cuerpos, se revelan hoy como algo más dinámicas y cambiantes de lo que este dualismo permite pensar. Tal vez, la naturaleza es más histórica y hospitalaria para la política de lo que habíamos pensado.

La crisis del binomio sociedad/naturaleza conlleva, también, otras dos crisis importantes para las teorías críticas. La primera, de tipo social/existencial, es la crisis de la experiencia del mundo. La segunda, más estrictamente filosófica, es la crisis del constructivismo social. Siguiendo laxamente algunas sugerencias de Alejandro Galliano, propongo distinguir conceptualmente entre el planeta y el mundo. Este último remite a una unidad de acción y sentido experimentada desde marcos culturalmente densos que le dan significación. Cuando vemos al sol ponerse, experimentamos una situación que, por la mediación del conceptos abstractos y elucubraciones científicas, podríamos desmentir. Sabemos, después de todo, que es nuestro planeta el que orbita en torno al astro, y no al revés. Sin embargo, en nuestra experiencia cotidiana vivimos como si el sol subiera diariamente sobre nuestras cabezas para bajar a algunos kilómetros en el horizonte unas horas después. Solo podemos suspender esa experiencia vital de manera temporal y momentánea, asumiendo una actitud objetivante, propia de las ciencias especializadas, que no somos capaces de sostener más que en contextos particulares.

El planeta, a diferencia del mundo, no es un objeto de la experiencia cotidiana. No vivenciamos el planeta, aunque vivamos en él. De igual manera, las concentraciones atmosféricas de CO2 no son parte de nuestra vivencia del mundo, aunque la afectan decisivamente. El planeta es una reconstrucción objetivada, mediada por actitudes científicas especialistas no trasladables a las formas experimentadas de la vida cotidiana. Sin embargo, nuestra vida cotidiana está cada vez más intervenida por incursiones del planeta sobre el mundo. Si el mundo marca una experiencia de sentido en buena medida antropocéntrica, el planeta irrumpe para recordarnos que vivimos en una tierra indiferente a nosotrxs, cuyos ritmos y procesos, que hasta ahora habíamos dado por sentados, ignoramos cotidianamente. La experiencia de estar en el mundo, entonces, se quiebra y se ve puntuada por zonas de incursión planetaria. Lo que en otros momentos pertenecía exclusivamente a culturas científicas o de expertxs, separadas de la vida cotidiana, es cada vez más un resto indigesto de realidad externa que pincha nuestra experiencia del mundo.

¿Crisis del constructivismo social?

El planeta invade al mundo, al menos en la forma de incursiones esporádicas que enrarecen la experiencia. Hace algunas décadas, el constructivismo social aparecía como una fuerte línea de defensa contra el naturalismo conservador y la tecnocracia económica. Afirmar que “nada es natural y todo es construido”, subsumiendo a la naturaleza en la sociedad o la cultura, parecía que alimentaba la crítica. El constructivismo social permite enfrentar a conservadorxs que se oponen al aborto legal o el matrimonio igualitario por considerarlos antinaturales, lo mismo que a gurúes neoliberales, que pretenden gobernar la economía desde la mascarada de un saber técnico neutral. Este constructivismo libró batallas importantes y progresivas, afirmando que si todo es construido, nada escapa a la política. Esto puede conducir a un problemático decisionismo epistémico, donde nuestras representaciones del mundo serían meras proyecciones de intereses políticos o posiciones de enunciación interesadas. Con todos sus peligros, el constructivismo prestó sus servicios en la oposición contra tecnócratas neoliberales y naturalistas conservadorxs.

¿No han cambiado, hoy, las cosas? ¿Es razonable decir que los incendios forestales, la pandemia de COVID-19 y el cambio climático son construcciones sociales? ¿No nos acerca eso al negacionismo ecológico compartido casi sin excepciones por las nuevas derechas fascistizantes, con su cohorte de teorías conspirativas e irracionalismo político desembozado? ¿Debemos enfrentar a estas nuevas derechas irracionalistas y propagadoras de fake news con un retorno al realismo epistémico o el materialismo ontológico? Las cosas, evidentemente, son algo más complejas. Sin embargo, parece claro que las teorías críticas necesitan repensar sus marcos categoriales. En esta situación convergen debates filosóficos con emergentes epocales, ligados a la crisis ecológica y la disrupción tecnológica del cuerpo.

En esta escena aparecen lo que llamaré nuevas preocupaciones materialistas, cuyo mínimo denominador común es cuestionar la autonomía de lo social. Si la naturaleza deja de aparecer como un trasfondo invariante ajeno a la acción, la sociedad deja de verse como un conjunto de procesos de interacción solo sociales, fundados en propiedades exclusivamente humanas como el pensamiento conceptual o la interacción lingüística. La paradoja del Antropoceno es que, cuanto más impacto ambiental tienen las sociedades, más innegables son los “efectos de retorno” de la naturaleza sobre ellas.

La modernización, si existe tal cosa, no desmaterializa a la sociedad sino que la subsume cada vez más en lo natural. Este proceso, en cierta forma, fue estudiado por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. Cuanto más avanza el proceso de ilustración, más subsume a lxs seres humanxs en el ser natural, del que la ilustración pretendía separarnos. La modernidad, entonces, no viene a conquistar a la naturaleza para así entregar a lxs humanxs una libertad más allá de la existencia material. En cambio, nos introduce de modo irremediable en medio de lo natural, en una paradoja del desarrollo (o una auto-inversión dialéctica) cuyas consecuencias apenas alcanzamos a comprender todavía.

La modernidad capitalista, parece, oscila permanentemente entre la separación radical entre sociedad y naturaleza, y su reunificación bajo una dinámica unitaria. Para navegar críticamente este proceso, es necesario rediscutir la ontología que subyace a las categorías de sociedad y naturaleza. Se impone elaborar un marco categorial que vaya más allá del constructivismo social pero, como veremos, no necesariamente más allá de todo constructivismo. Este marco debería mostrarse capaz de esclarecer la incursión planetaria y la disrupción tecnológica del cuerpo. En una próxima entrega, intentaré hacer un mapa de algunos nuevos materialismos que pretenden dar cuenta de la crisis convergente en curso. Estos materialismos son diversos, a veces irreconciliables, a veces afines entre sí.

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