La izquierda ante el proyecto de la modernidad. Una discusión aceleracionista

En esta reseña, Facundo Nahuel Martín intenta presentar algunas coordenadas sobre el aceleracionismo. Aborda los proyectos de futuro, las maneras de contestar el realismo capitalista y la dimensión tecnológica de los proyectos emancipatorios.

Reseña de Nick Srnicek y Alex Williams, Inventing the Future. Postcapitalism and a World without Work. Londres: Verso, 2015.

Tal vez los flujos todavía no están lo suficientemente desterritorializados, ni lo suficientemente decodificados

Gilles Deleuze y Felix Guattari

¿Heredaremos la historia?

Miguel Enríquez, dirigente del MIR chileno, dio en 1973 un importante discurso convocando a la resistencia contra las fuerzas golpistas que se preparaban por entonces para derrocar a Allende. Al cierre de su discurso pronunció una frase que se ha hecho conocida en el activismo latinoamericano: “¡Adelante con todas las fuerzas de la historia!”. La frase, un curioso llamado a ir hacia adelante pronunciado en un adverso contexto de resistencia, expresaba un fondo de sentido epocal que hoy parece perdido. El marxismo predominante en el siglo pasado se caracterizó, en la mayoría de sus expresiones, por un optimismo más o menos ingenuo ante los procesos de modernización, confiando en que la dinámica de la historia como tal, motorizada por el desarrollo de las fuerzas productivas o lo que fuera, empujaba hacia la emancipación social. Se trataba entonces de “hacer avanzar” a las fuerzas de la historia, en su curso tanto liberador como inevitable, hasta llevarlas más allá del capitalismo. En ese camino podían aparecer retrocesos, traspiés, derrotas incluso, pero todo ello tendría el signo de lo transitorio, de lo pasajero. En última instancia, “la historia” prevalecería, y con ella nuestro triunfo, el triunfo de la izquierda, se revelaría inevitable. Esta convicción, no siempre tematizada del todo, ha estado implícita de manera casi omnipresente en los sedimentos profundos de la cultura de izquierdas del siglo XX.

Hoy podemos decir que la sensibilidad de izquierdas se ha invertido radicalmente en el punto en cuestión. Al parecer, de existir algo como las “fuerzas de la historia”, éstas no son las nuestras sino las del capital. Ya no se trataría de propulsar el progreso histórico sino de detenerlo o al menos demorarlo, echando mano (por recuperar la metáfora de Walter Benjamin) al freno de emergencia de la historia. Las personas nos sentimos llamadas a resistir frente a un sentido de la historia que es propulsado exclusivamente por el capital y los Estados que lo secundan. El neoliberalismo ha sido tan exitoso en su tarea de monopolizar la idea misma de modernidad que identificamos de modo inmediato la modernización con su agenda, la de gobiernos y empresarios. Como si ser de izquierdas fuera proteger los remanentes de lo capitalista viejo contra lo capitalista nuevo, o incluso soñar con el retorno imaginario a un estado de socialización precapitalista.

La mentalidad de las izquierdas posteriores a la derrota general del cambio de siglo es, como dice Enzo Traverso, más melancólica que romántica. Vivimos y militamos en el duelo imposible del fin de las utopías (o, al menos, del fin de toda creencia honesta en la realizabilidad efectiva de nuestras aspiraciones emancipatorias). Parece que perdimos toda capacidad para formular un proyecto global de sociedad capaz de superar al capitalismo. Nos ha abandonado el espíritu expansivo, universalista, de cualquier política con vocación de poder. Pasamos de creernos herederas de la historia y propulsoras de la modernidad, a morar melancólicamente en una resistencia sin horizonte, donde no parece que tengamos una perspectiva creíble para impulsar una idea de progreso, esto es, un proyecto de sociedad diferente y mejor a la existente.

Sin embargo, todavía aparecen acá y allá experiencias teóricas o políticas que van a contrapelo de la melancolía ilimitada y la resistencia sin proyecto como estructuras de sentimiento de una izquierda largamente derrotada. En este caso voy a presentar las provociaciones intelectuales de Alex Williams y Nick Srnicek, que publicaron en 2013 el Manifiesto por una política aceleracionista, intentando recuperar una perspectiva estratégica para la izquierda que pudiera apropiarse de los últimos avances tecnológicos producidos por el capitalismo. En 2015 desarrollaron y corrigieron sus tesis en el libro Inventing the Future. Postcapitalism and a World without Work, que reseño acá. El debate sobre el aceleracionismo, que no deja de tener connotaciones de moda intelectual en algunos ámbitos anglosajones, se ha caracterizado por las interpretaciones distorsionadas y las lecturas unilaterales. Por lo general se ha comprendido la propuesta de Srnicek y Williams como un llamado prometeico a hacer avanzar la técnica capitalista hasta el paroxismo. Como si el capital fuera a autodestruirse por no poder contener su propio desarrollo. Contra este tipo de recepción, quiero proponer una lectura matizada de estos pensadores. Desde mi punto de vista, su proyecto intelectual y político se enmarca en la tradición de la crítica inmanente de la modernidad capitalista, tradición que se remonta al pensamiento del propio Marx y que busca cuestionar al capitalismo a partir de sus resultados históricos tanto técnicos como sociales. En un momento donde priman las miradas parciales sobre la modernidad existente, ya en sentido afirmativo (reafirmación acrítica de la modernidad capitalista como único destino histórico deseable para la humanidad), ya en sentido negativo (huida reactiva hacia una resistencia sin proyecto y sin perspectivas), repensar la crítica inmanente del capitalismo en las condiciones neoliberales actuales puede llevar a abrir nuevas perspectivas para la izquierda anticapitalista global. Es con esa vocación que escribo la reseña que sigue.

Políticas folk y fracaso de la izquierda

Srnicek y Williams parten de una lúcida crítica a lo que llaman folk politics. Se trata de una manera de entender la política gobierna de modo implícito el sentido común de la izquierda contemporánea, configurando una “constelación” de ideas e intuiciones. Esta política busca, contra la inhumanidad y la abstracción del capital, recuperar la calidez de lo concreto y devolver las cosas a su escala humana. Las políticas folk sospechan de la abstracción y la mediación, postulando lo cotidiano, inmediato, y palpable como el sitio de la autenticidad. La mentalidad folk valora siempre lo cercano, lo pequeño, lo tradicional y lo natural. La lucha por el poder y la estrategia política eliden a esta mentalidad, cuya forma más completa es el horizontalismo radical, pero cuyos presupuestos tienen peso mucho más allá de quienes explícitamente defienden posiciones horizontalistas, calando sobre los movimientos sociales y las subjetividades en lucha en múltiples niveles. Una serie de dicotomías instaladas articulan la mentalidad folk: las decisiones tomadas por las personas implicadas son preferibles a las tomadas desde instancias representativas, la experiencia inmediata es más importante que el pensamiento sistemático y abstracto, lo particular es más valioso que lo universal (que sería inherentemente totalitario), lo simple es mejor que lo complejo, lo local mejor que lo global. La experiencia directa de las personas que sufren opresión es el sitio de enunciación privilegiado de este modo de entender la política, mientras que la representación es vivenciada como abstracta, ajena a la vida real e inherentemente distorsiva u opresiva.

Los autores ven en las políticas folk una respuesta irracional y distorsiva a tres coordenadas históricas de nuestro tiempo: la complejidad ingobernable del capitalismo globalizado, la experiencia de fracasos del comunismo y la socialdemocracia y el espectáculo decepcionante de los partidos políticos en general. El capitalismo global se caracteriza por dinámicas complejas, imposibles de prever por las personas y que escapan incluso a nuestra comprensión. No parece haber grandes teorías ni narrativas capaces de organizar una representación ordenada del mundo en que vivimos, mucho menos de orientar la acción en él. Desde el punto de vista de la experiencia individual, el capitalismo global es abrumador: las personas somos afectadas, incluso gobernadas por lógicas ciegas que sólo es posible reconstruir abstractamente. “La globalización, la política internacional y el cambio climático: cada uno de estos sistemas da forma a nuestro mundo, pero sus efectos son tan extensivos y complicados que es difícil situar a nuestra experiencia dentro de ellos” (p. 13, las citas del libro son de traducción propia). Frente a esta complejidad abrumadora, las políticas folk ofrecen el falso reaseguro del repliegue en la inmediatez, la calidez de los vínculos cara a cara y la exclusión por principio de todo razonar abstracto.

En segundo lugar, las estrategias tradicionales de la izquierda tanto socialdemócrata como comunista se probaron fallidas por lo menos desde los años sesenta en adelante. Los estados nominalmente comunistas no lograron ofrecer una alternativa deseable, superadora en términos civilizatorios, con respecto al capitalismo. Por su parte, la socialdemocracia impuso sus consensos, por lo menos en Occidente, durante casi tres décadas en la segunda posguerra, pero éstos llegaron a ser incompatibles con la acumulación capitalista y acabaron por ser impugnados y derrotados por la ofensiva neoliberal desde los años 70 en adelante. Asimismo, las demandas de la nueva izquierda desundaron las exclusiones violentas y las jerarquías subyacentes a la política de la izquierda tradicional, que se basaba en la subalternización implícita o explícita de las mujeres, la exclusión de grupos étnicos y el colonialismo directo o indirecto sobre la periferia global. Las luchas feministas, anticoloniales y antirracistas, y todo el conjunto de nuevas sensibilidades subyacentes a lo que suele llamarse “nuevos movimientos sociales”, impusieron nuevas agendas donde la dupla partido-sindicato, que estructuraba el pensamiento de la vieja izquierda tanto socialdemócrata como comunista, se reveló insuficiente, incapaz de dar cuenta de la multiplicidad de conflictos reales y portadora de opresiones propias.

“Mirando hacia atrás, tenemos el colapso de las organizaciones tradicionales de la izquierda y el ascenso simultáneo de una nueva izquierda alternativa que se centra en críticas a la burocracia, la verticalidad, la exclusión y la institucionalización, combinada con una incorporación de algunos de los nuevos deseos en el aparato del neoliberalismo. Fue sobre este trasfondo que las intuiciones de las políticas folk se sedimentaron crecientemente como un nuevo sentido común y llegaron a ser expreseadas en los movimientos de alter-globalización” (p. 22).

La izquierda, desarmada tras el fracaso secular, agotada en su imaginación histórica y replegada en el inmediatismo sin estrategia de las políticas folk, se limita a resistir cada vez la avanzada del capital. La melancolía por la pérdida de un proyecto de poder propio para construir una sociedad radicalmente superadora del capitalismo se reúne con la nostalgia por el pasado perdido, ya en una forma socialdemócrata (nostalgia del consenso social keynesiano de la posguerra), ya en una forma horizontalista radical que reniega de la modernidad como tal. Para este modo de sentir, en definitiva, “lo pequeño es hermoso, lo local es ético, lo más simple es mejor, la permanencia es opresiva, el progreso ha terminado” (p. 46). Si el progreso ha terminado, o sólo le pertenece al capital, entonces a la izquierda sólo le queda resistir. Si lo pequeño es hermoso y todo universal es opresivo, entonces a la izquierda sólo le queda replegarse en lo local. Si la abstracción, la mediación y la representación son formas de dominación, entonces sólo queda reunir a los cuerpos sufrientes en espacios transitorios de vinculación inmediata, privilegiar la experiencia directa de las personas oprimidas y abandonar toda vocación hegemónica que intente construir amplias coaliciones bajo una dirección política capaz de pensar abstractamente, trascender lo inmediato y formular proyectos radicales de sociedad. Sin embargo, si de superar al capitalismo se trata, la resistencia es inútil. “Un mundo nuevo no va a nacer de resistir” (p. 47). Contra las limitaciones de las políticas folk y su énfasis en la resistencia, Srnicek y Williams buscan recuperar un horizonte de futuro para el conjunto de la izquierda.

Reclamar la modernidad

El programa de Srnicek y Williams tiene tres grandes principios: “reclamar la modernidad, construir una fuerza hegemónica y populista, y movilizarse hacia un futuro postrabajo” (Srnicek y Williams, 2015: 69). Este programa supone que es posible construir una modernidad más allá del capitalismo, que movilice las pulsiones democráticas y expansivas del universalismo, pero también los logros de la tecnología moderna, en el marco de una sociedad ya no centrada en el trabajo. La construcción de esta “modernidad de izquierdas” exige superar las folk politics (y su estela de localismo, inmediatismo y resistencialismo sin perspectiva). El capitalismo es “un universal agresivamente expansivo” (p. 69), de modo que la única estrategia viable para enfrentarlo es levantar otro proyecto social igualmente expansivo y universalista que reivindique para sí el legado de la modernidad.

Srnicek y Williams enuncian algunos “elementos de la modernidad que no pueden ser renunciados” (libertad, democracia, secularismo, entre otros). Estos elementos “son a la vez fuentes de la modernidad capitalista y de las luchas contra ésta” (p. 71). Las pugnas políticas de nuestra era son irremediablemente modernas en cuanto se organizan en torno a algunos de esos “elementos irrenunciables”. Los conflictos sociales impugnan cada vez algunos aspectos de la modernidad constituida, pero levantando principios y fundamentos modernos también, aspirando entonces a nuevas formas de modernidad más amplias, genuinas y verdaderamente universalistas. La invocación de la modernidad exige un concepto de progreso desligado de toda filosofía de la historia universal. Los autores llaman “hipersicional” a este progreso, que se basa en “contestar, pero no rechazar” a la modernidad (p. 71). La contestación abierta de la modernidad aspira a crear un futuro diferente y mejor donde la imaginación utópica se asocie otra vez con la política realista.

El abandono de toda idea de progreso por parte de la izquierda puede leerse como una respuesta equivocada a un problema legítimo, fundamentalmente relacionado con los usos colonialistas e imperialistas que tuvo el concepto de progreso y con las catástrofes civilizatorias del siglo XX (los totalitarismos, etc.), que probaron que la “regresión” es históricamente tan posible como el “avance”. Una vez que los “avanzados” estados europeos se lanzaron a las guerras mundiales y construyeron campos de concentración, pero también después de las luchas de liberación nacional y el cuestionamiento al eurocentrismo, es imposible seguir levantando un concepto ingenuo del progreso. Esta doble ruptura destrona a cierta noción eurocéntrica y autocomplaciente del progreso, que condena a las sociedades periféricas a la tutela paternalista del centro global y esconde los horrores de la modernidad constituida. Sin embargo, esto no significa que debamos renegar de toda promesa de progreso como tal, en el sentido de construir un futuro “diferente y mejor” a nuestro presente. La recuperación de una idea de progreso es posible, para Srnicek y Williams, desde una lectura centrada en las posibilidades expansivas de la modernidad, afirmando a la vez un horizonte pluralista donde los estados del centro global no aparecen como modelo de desarrollo sino que “varias modernidades son posibles” (p. 74).

Reclamar la modernidad es afirmar que “el universalismo es un espacio de conflicto” (p. 75) donde el lenguaje de los universales, que funcionó muchas veces para enmascarar la imposición de opresiones patriarcales, burguesas, heterosexuales, europeas y blancas, permite contradictoriamente articular el cuestionamiento de esas mismas opresiones. Abordar el universalismo como un espacio de conflicto implica romper con la asociación eurocéntrica de lo universal con lo homogéneo, que acompañó como un “lado oscuro” a la modernidad europea (p. 76), consolidando a los varones heterosexuales blancos y propietarios como actores privilegiados de marcos normativos que, contradictoriamente, se pretendían válidos para todo el mundo. Si el universalismo constituido y heredado condujo a la opresión de lo particular y diferente, las diversas respuestas sociales y políticas a esta opresión se han organizado en torno a las pretensiones de legitimidad del propio universalismo. Los universales hacen una promesa “incondicional” (tener validez para todas las personas) que sin embargo nunca es plenamente satisfecha en su actualización efectiva (p. 77). Esto lleva a la inestabilidad permanente de las políticas del universalismo, que admiten siempre nuevas modulaciones, impugnaciones parciales, reescrituras y ampliaciones. Cada vez que un grupo particular se representa a sí mismo como el portador de lo universal, se expone al mismo tiempo al cuestionamiento por otros particulares, posibilitando dinámicas de reformulación y reactualización.

Las luchas sociales en la modernidad “revitalizan” a los universales, puesto que a la vez los “desafían y elucidan” (p. 78), pero no los desfondan radicalmente. El universalismo no se enuncia desde el asiento de un juez trascendente determinado de antemano, sino que se negocia en un proceso político abierto y sometido a la lucha. El capitalismo se ha consolidado por su poder hegemónico, esto es, su versatilidad y “capacidad para alojar la diferencia” (p. 78). Un proyecto capaz de derrotarlo desde la izquierda debe probarse portador de las mismas flexibilidad y vocación de ampliación, articulando diversas aspiraciones, demandas y proyectos en torno a un nodo hegemónico. Pensar en clave universalista quiere decir pensar políticamente de modo expansivo, amplio y abarcador, compitiendo por la hegemonía social y política.

Universalismo y hegemonía

Srnicek y Williams parten de dos constataciones básicas: el capitalismo ha fragmentado a la clase trabajadora y la clase no es el único, ni necesariamente el central, vector de la contestación social anticapitalista. Vivimos un mundo de dispersión y multiplicidad de demandas sociales, donde la clase trabajadora aparece fragmentada al tiempo que demandas relevantes como las de los nuevos movimientos sociales forman parte irrenunciable de los proyectos emancipadores. En este contexto, la izquierda necesita ser universalista, expansiva, populista y hegemónica. Esto significa: debe ser capaz de reunir en un proyecto global de sociedad a subjetividades, movimientos y aspiraciones diversos, articulando en un programa anticapitalista a las luchas feministas, antirracistas, anticoloniales, democráticas, obreras, etc.

Los autores leen, aunque suene extraño, a Ernesto Laclau como el último gran defensor del universalismo moderno. Su concepción de la política como hegemonía busca desplegar una estrategia de izquierdas capaz de producir universales expansivos en un mundo de subjetividades fragmentadas y dispersas. “Para 1990, la posición de la clase obrera como un sujeto político privilegiado se había roto por completo, y una mucho más amplia gama de identidades, deseos y opresiones sociales habían ganado reconocimiento” (p. 21). Mientras que la división en clases permanece como un aspecto relevante e incluso central de la organización de la sociedad capitalista, los actores efectivos en sus luchas cotidianas no se dividen en dos grandes grupos excluyentes constituidos por la burguesía y el proletariado. En cambio, la sociedad aparece como fragmentada en una pluralidad de demandas, aspiraciones y proyectos particulares que sólo es posible unificar mediante una ingeniería política compleja y precaria. La clase trabajadora aparece escindida por brechas entre quienes obtienen un empleo estable y quienes no, por divisiones raciales y jurídicas (por ejemplo con la subalternización de los migrantes), entre los varones con trabajo asalariado y las mujeres que hacen tareas reproductivas en el hogar, etc. Al mismo tiempo, existe una multiplicidad de conflictos importantes que la izquierda tradicional desconoció o relegó a un rol secundario, como es el caso de las luchas feministas, LGBT, antirracistas, decoloniales, ambientalistas, etc. Un programa de izquierdas con posibilidades de éxito, pero también genuinamente emancipador, debe ser “inherentemente feminista, reconociendo el trabajo invisible llevado a cabo predominantemente por mujeres”, vincularse con “luchas antirracistas” y “con las luchas postcoloniales e indígenas” (p. 161). Hoy, el proyecto emancipador de la izquierda tiene que mantener una agenda abierta, compleja, pluralista y atenta a una diversidad no fácilmente reductible de intereses, aspiraciones y reclamos.

Dada la pluralidad irreductible de aspiraciones legítimas que hoy forzosamente integran el proyecto de la izquierda, los autores apuestan por una política hegemónica y populista que pueda articular diversas aspiraciones y demandas en un proyecto común. No existe “un grupo preexistente que pueda encarnar los intereses universales o constituir la vanguardia necesaria” (p. 158). La unidad de los diversos grupos, en cambio, debe ser cada vez conquistada políticamente, y sus representaciones se deciden en las contingencias de la lucha. Las concepciones de Laclau sobre el populismo permiten pensar una lógica política capaz de aglutinar demandas diversas cuya unidad no se da inmediatamente en el plano de la dinámica social objetiva. Se trata de construir las cadenas de equivalencias y las alianzas históricas que permitan a la izquierda hegemonizar a una pluralidad de movimientos diversos que no tienen en principio una agenda unitaria. Los aceleracionistas dan centralidad a la clase (p. 161) pero la integran en un proyecto hegemónico que es más amplio en su horizonte. Si en el punto de partida hay fragmentación y pluralidad, la lógica hegemónica hace posible formular un universalismo expansivo, amplio de miras, que pueda vérselas con lo complejo y lo heterogéneo para aglutinarlo bajo una unidad siempre artificiosa, difícil y precaria.

Tecnología y fin del trabajo

La ampliación crítica del universalismo implica también un proyecto tecnológico y una mirada normativa diferenciada sobre la técnica moderna. El universalismo propuesto por Srnicek y Williams se mueve hacia una idea de “libertad sintética”. Esta libertad no descansa en nociones predefinidas de la naturaleza humana sino en la ampliación socialmente producida de la capacidad para actuar de las personas: “cuanto mayor capacidad para actuar tenemos, más libres somos” (p. 79). Esta clase de libertad presupone la reapropiación de los resultados técnicos del capitalismo para un proyecto social de transformación. Maximizar la libertad sintética es “habilitar el florecimiento de la humanidad y la expansión de nuestros horizontes colectivos” (p. 80). Se trata de una libertad “construida antes que natural, un logro colectivo histórico” (p. 80). Los autores apuestan a ampliar y transformar las capacidades sociales a partir de las fuerzas artificiales, socialmente producidas, de la técnica moderna. “Si vamos a expandir nuestras capacidades para actuar, el desarrollo de la tecnología debe jugar un rol central” (p. 80). El “incremento” (augmentation) experimental y colectivo de las posibilidades humanas, mediado por la tecnología, es un componente central de la libertad sintética (p. 82). Esta libertad no es la ausencia de poder sino el incremento del poder, de la capacidad para producir efectos sobre cosas y personas.

En su reconstrucción de la relación entre el proyecto de la izquierda y la modernidad, los autores afirman que la tecnología “no es ni buena ni mala, ni tampoco es neutral” (p. 152). Desde su punto de vista, los objetos técnicos llevan en sí una política. La cadena de montaje encierra la política del capital, con sus necesidades de disciplinamiento del trabajo e incremento de la explotación. Sin embargo, la significación política de un objeto técnico dado es siempre flexible, susceptible de reapropiaciones y reutilizaciones que exceden su contexto de producción original. “Las potencialidades de una tecnología no se pueden determinar a priori” (p. 152). Las tecnologías son en su mayoría ambiguas: la tecnología que incrementa el control sobre el trabajo en los talleres podría también habilitar la reducción de la jornada laboral, etc.

Srnicek y Williams piensan que los resultados técnicos del capitalismo no son neutrales ni encarnan un camino de progreso histórico predefinido, pero a la vez son susceptibles de reapropiación y reconfiguración para un programa emancipatorio postcapitalista. Su significación social e histórica no se reduce a la plasmada en su contexto capitalista de origen. Estos pensadores ven en la tecnología moderna una realidad sistemáticamente ambigua, que encarna las potencias opresivas del capital al tiempo que habilita posibilidades para superarlo. De forma general, la modernidad como tal es comprendida por ellos como una realidad bivalente y equívoca, que a un tiempo plasma formas de dominación y augura posibilidades liberadoras.

El anticapitalismo es también un programa tecnológico para una sociedad más allá del trabajo. El capitalismo genera una contradicción cada vez más aguda: se basa en el trabajo como organizador de la sociedad y al mismo tiempo crea continuamente tecnología que incrementa la productividad y expulsa a más y más personas del mundo laboral. El capitalismo tiene sus precondiciones históricas en los procesos de desposesión de las comunidades campesinas, procesos que crearon la moderna clase de trabajadora doblemente libre (jurídicamente independiente y desposeída de los medios de producción). Las personas, en esta sociedad, se vinculan entre sí intercambiando el trabajo y sus productos, las mercancías. Sin embargo, la competencia entre capitales propulsa innovaciones técnicas constantes que hacen que el trabajo directo sea cada vez menos significativo en la producción. La sociedad capitalista se basa en el trabajo proletario, pero lo vuelve cada vez menos necesario desde un punto de vista de la producción material. En virtud de los incrementos continuos de productividad, la tendencia es que cada mercancía fabricada contenga cada vez menos trabajo directo. La producción material pasa a depender más de los poderes técnicos y científicos plasmados en la maquinaria y menos del esfuerzo humano inmediato. El trabajo como categoría social fundamental se vuelve, entonces, anacrónico con respecto a los resultados técnicos del capitalismo. De esta manera, la sociedad capitalista mina sus propias bases materiales, generando las precondiciones de un mundo postcapitalista que es, también, un mundo no centrado en el trabajo como categoría social articuladora.

El ahorro de tiempo de trabajo puede pensarse como un principio económico organizador para un futuro postcapitalista. Este principio supone que los avances técnicos creados por el capital serían reutilizados para metas emancipadoras. La técnica capitalista es diseñada para profundizar la explotación y el control patronal del proceso productivo, pero carga las potencialidades de una política tecnológica diferente y capaz de negar al propio capitalismo. Esta política supone reutilizar (repurpose) la tecnología moderna para minimizar el tiempo de trabajo, lo que incluye la necesidad de algunos rediseños y reformulaciones en el propio nivel técnico. En síntesis, si la técnica moderna es, en su forma actual, la plasmación material de las necesidades del capital, en sus potencialidades transformadoras es un aspecto indispensable del proyecto de una modernidad de izquierdas. Esta modernidad de izquierdas exige una actitud afirmativa hacia la automatización de la producción y el fin del trabajo como articulador social fundamental.

Conclusión: por una crítica inmanente de la modernidad

Srnicek y Williams, podía decirse, siguen la máxima de Bertolt Brecht: “no empezar con las cosas viejas y buenas sino con las nuevas y malas”. Podemos leerlos como marxistas en cuanto el marxismo no se sitúa afuera del discurso moderno, pero tampoco se limita a propulsarlo o repetirlo. En su momentos de mayor lucidez, se trata de una crítica inmanente de la modernidad del capital. Esto significa: una crítica del capitalismo desde el punto de vista de sus propios resultados históricos, capaces en potencia de trascenderlo. Este discurso presupone que el capitalismo produce históricamente las posibilidades de su transformación. Las palancas de la crítica inmanente de la modernidad del capital son básicamente el universalismo y la técnica. El universalismo es la gramática de las luchas emancipadoras, que levanta una promesa incondicional (de igualdad y libertad) y provee los fundamentos normativos para el cuestionamiento de cada forma de opresión. Las formas políticas y jurídicas modernas, fundadas en la igualdad y la libertad, surgidas con la dominación del capital, hacen sin embargo posible su crítica. La técnica moderna, por su parte, es construida bajo las presiones de la acumulación pero también posibilita su cuestionamiento crítico. Hace posible imaginar una sociedad post-trabajo, donde la automatización de la producción no conduzca a crisis y a la marginalidad social de mucha gente sino al ahorro de tiempo, la conquista de nuevas posibilidades sociales y la apertura de la libertad sintética.

A lo largo del libro, Srnicek y Williams omiten escrupulosamente la expresión “aceleracionismo”, que da título a su manifiesto de 2013. Este giro nominal no es antojadizo. Estrictamente, existe una diferencia entre subvertir y acelerar la modernidad del capital. Si se tratara sólo de acelerar los procesos en curso, creeríamos que el capitalismo va a caerse por su propio desarrollo, que profundizando la modernidad realmente existente nos acercamos a la transformación social emancipadora. La propuesta de Srnicek y Williams, sin embargo, no es profundizar el capitalismo hasta que se destruya a sí mismo. Los autores combinan un llamado a contestar o reclamar (antes que impugnar) el universalismo moderno con una propuesta por reutilizar los resultados técnicos del capitalismo. Comprenden que la lógica social de la modernidad y sus desarrollos técnicos plasman procesos abiertos, contradictorios y susceptibles de ser reorientados, reformulados y cuestionados inmanentemente. Esto significa que, sin caer en un concepto de progreso ingenuo ni eurocéntrico, comprenden que la modernidad capitalista y su técnica son realidades bivalentes, en las que se plasman formas de dominación pero también se anuncian pasibilidades transformadoras. No se trata de acelerar la modernidad realmente existente, pero tampoco de impugnarla sin más. Se trata de subvertirla para crear una modernidad más allá del capital.

Bibliografía

Benjamin, Walter (2009) “Sobre el concepto de historia” en Estética y política. Buenos Aires: Las Cuarenta.

Traverson, Enzo (2016) Left-Wing Melancholia. Marxism, History and Memory. Nueva York: Columbia University Press.

Publicado en:

http://www.intersecciones.com.ar/index.php/articulos/60-la-izquierda-ante-el-proyecto-de-la-modernidad-una-discusion-aceleracionista