Renata Salecl es una teórica social nacida en Eslovenia y su ámbito de interés podría definirse como los síntomas del neoliberalismo. Qué impactos subjetivos y políticos tiene esa criatura donde conviven los algoritmos, las acciones bursátiles, los préstamos personales y la obsesión por los objetos de lujo. En este artículo Salecl trabaja sobre la intrincada relación que hemos construido con las aplicaciones digitales y nuestra vida cotidiana. Una historia hecha de tráfico de datos, autoflagelaciones y hábitos de consumo.
// Por Renata Salecl
A principio de año, muchas personas se prometen cambiar de hábitos. En esa época los gimnasios están llenos, la gente empieza a hacer dieta, algunos dejan de tomar alcohol, otros dejan de fumar. Muchos deciden que en el nuevo año van a ser más productivos, así que hacen concienzudos planes para su trabajo; cuentan las horas que pierden en redes sociales y demás. Para todos esos compromisos hoy existen muchas aplicaciones que se supone ayudan a que en efecto llevemos a cabo esos planes. Muchas son gratuitas, algunas cuestan algunos euros, por eso a menudo no representan un gran gasto para quien espera que la aplicación lo ayude a tener mejores hábitos.
Año tras año aparecen en el mercado más y más aplicaciones y nos preguntamos si son realmente necesarias. Un fabricante de cepillos para el cabello lanzará en breve un cepillo con sensores que informarán al usuario si sus cabellos están resecos, si hace falta lavarlos, si tienen
las puntas resquebrajadas y si necesita cortarlas. Una aplicación para los propietarios de perros les dará la posibilidad de medir la actividad física de su perro durante el día. Otra aplicación supervisará al perro cuando está solo en casa y le avisará al propietario si tal vez el perro en su ausencia ha comenzado a destrozarle el sofá. Una tercera aplicación nos advertirá cuando estemos respirando un aire contaminado. Claro que la cuestión es qué hacer con esa información. ¿Nos subimos de inmediato a un avión y nos vamos adonde el aire sea más puro?
Las aplicaciones que nos estimulan para que hagamos más actividad física intentan influir de distintas maneras para que los usuarios no las olviden demasiado rápido. Apple, que junto con Nike creó el reloj Apple Nike +, se ufana de que el reloj nos recuerda cuándo debemos salir a correr. A una hora determinada aparece la pregunta: “¿Salimos a correr hoy?”. Y como es fácil ignorar esa pregunta, la aplicación intenta motivarnos diciéndonos que afuera hay buen tiempo o que nuestros amigos ya completaron su trote de hoy. Para provocar nuestra envidia competitiva, el reloj también nos dice cuántos kilómetros han corrido los amigos hoy y a qué velocidad. Con un signo particular del puño nos permite alentarnos entre amigos para la actividad física.
Si bien en el reloj Apple Nike se trata de un aliento simbólico, en la aplicación Pavlok la gente se da aliento sobre la base de un leve impulso eléctrico si no sigue el objetivo propuesto. La aplicación, que está instalada en una pulsera de plástico, se basa en la idea de que la autoflagelación es la mejor forma de que la gente cambie sus hábitos. Los fabricantes de Pavlok dicen que la aplicación reemplazaría a la voz interior de la persona, cuando nos dice: “¡Arriba, dormilón, es hora de ir al gimnasio!”; “¡A levantarse! ¡Estás perdiendo el tiempo en Facebook!”;
“¡Deja esos bizcochos!”.
Como las personas no usan demasiado tiempo este tipo de aplicaciones, cada vez está más presente la idea de que van a conseguir cambiar los hábitos solo porque les aumenta el sentimiento de culpa y angustia. No obstante, estos sentimientos son un elemento importante de la sociedad de consumo, porque quienes siguen ocupándose de su productividad son los sujetos pasivos ideales del capitalismo neoliberal. Pero quienes insisten en cargar aplicaciones en sus teléfonos inteligentes y rara vez las usan muchas veces las consideran un objeto que hace las cosas en lugar de ellos.
En la relación con las aplicaciones entra en juego lo que Robert Pfaller llamó “interpasividad”. El filósofo austríaco toma el ejemplo de una persona que fotocopia libros que jamás lee; alguien que se arma una colección de películas pero nunca las mira o un monje budista que tiene un molino de plegaria que ora por él. En todos estos ejemplos el sujeto puede ser pasivo porque un objeto parece hacer algo en lugar de él, es decir, la persona delega un placer en un objeto para poder dedicar su tiempo a otro placer.
Podemos tomar las aplicaciones como el objeto de la nueva era que hace algo en lugar de nosotros. Cuando cargamos una aplicación de gimnasia en el teléfono, ocurre algo parecido a cuando fotocopiamos un libro que jamás vamos a leer. El mismo acto de fotocopiar nos permite usar el tiempo en otras cosas, porque el acto de leer lo hemos delegado de alguna manera en la fotocopiadora. Y cuando tenemos una aplicación de gimnasia en el teléfono, podemos tranquilamente hacer otras cosas porque el ejercicio ya ha sido hecho al bajar la aplicación en el teléfono.
Tal vez nos entretenemos un poco más con la aplicación si recibimos alguna recompensa por el ejercicio. Algunas empresas de seguros extranjeras prometen premiar con iPads y cosas por el estilo a las personas que más actividad física practiquen. Como prueba de la actividad deben mostrar la aplicación del teléfono que mide sus pasos. Muchos descubrieron que se podía adquirir pasos agitando el teléfono en el aire. Algunos saludaban con el teléfono en la mano mientras miraban televisión en el sofá, y sin grandes esfuerzos físicos se ganaron la recompensa deseada.
Si el debate sobre las aplicaciones muchas veces gira en torno de la cuestión de si son realmente útiles y por qué las usamos durante tan poco tiempo, en su inutilidad en realidad siempre está en juego la utilidad para el fabricante. En efecto, este último reúne diversos datos del usuario a través de la aplicación y a menudo los revende con un buen beneficio.
La estadounidense Amy Pittman cuenta que como muchas veinteañeras tenía en el teléfono una aplicación para casi cada una de sus actividades cotidianas. Pero como la mayoría, después de unas semanas dejó de usarlas. Cuando con su marido decidieron formar una familia, se volvió completamente dependiente de la aplicación que medía su ciclo menstrual. La aplicación conocía el ciclo reproductivo de Amy más que su esposo o su médico. Cuando el test de embarazo le dio positivo y Amy anotó el resultado en la aplicación, la aplicación la redirigió a otra para el seguimiento del embarazo. Amy por supuesto la descargó de inmediato en su teléfono.
Esta aplicación estaba llena de colores vivos y gráficos interactivos. Amy seguía en forma visual lo que ocurría con el feto, leía consejos para el embarazo y demás. Lamentablemente, tuvo un aborto espontáneo temprano. Anotó adrede este triste acontecimiento en la aplicación y dejó de usarla. Después de siete meses tuvo un shock: recibió en la puerta de su casa un paquete con alimento para bebé. Cuando abandonó la aplicación, no pensó ni por un momento que la empresa que había puesto esta aplicación en el mercado había vendido su información a empresas que producían artículos para bebés y luego no les había advertido que ella había abandonado la aplicación por el aborto. Ante el constante bombardeo de marketing con productos para bebés, Amy se preguntó si después de unos años recibiría un ofrecimiento para inscribir a su hijo no nacido en la escuela, o si más de una década después recibiría también información de instituciones de educación superior.
Las aplicaciones que descargamos en los teléfonos inteligentes por lo regular nos piden que aceptemos los términos y condiciones de su uso. Lo mismo ocurre cuando nos conectamos a Internet gratuita en algún lugar. La gran mayoría de los usuarios confirma la aceptación sin pensarlo mucho. Pero también aquellos que leen los términos y condiciones antes de aceptarlos en general se desesperan, porque se trata de cláusulas de contratos a largo plazo y de difícil comprensión. Si el usuario medio de Internet y de las aplicaciones leyera todos los términos y condiciones que desfilan frente a él en un año, según los cálculos de los investigadores debería emplear más de 200 horas por año en leerlos. Y si no estuviera de acuerdo con ellos, su vida se limitaría mucho, porque no podría acceder a muchas de las cosas que usa todos los días.
El problema que se constata cada vez con mayor frecuencia con respecto a los datos es que la gente envía constantemente sin saberlo datos sobre sí misma, que no solo se usan para fines de marketing, sino también para nuevas formas de control e incluso de actividades criminales. A través de las aplicaciones que descargamos en los teléfonos inteligentes, las empresas y también el Estado pueden enterarse de una gran cantidad de datos sobre nosotros. A la vez, la llamada “Internet de las cosas” —cámaras, sensores y objetos variados vinculados a las aplicaciones— se ha vuelto un nuevo blanco de ataques de los hackers.
Además, en la sociedad se está formando una nueva división entre las empresas que tienen acceso a enormes cantidades de datos y las que no tienen esta posibilidad; y entre quienes tienen dinero para comprar esos datos y quienes no pueden permitírselo. Algunos llaman a los big data “el petróleo del siglo xxi”, es decir, el nuevo oro. Otros advierten que quienes no tienen acceso a los datos son como un ciego y sordo en medio de una autopista. Ante el gran entusiasmo que reina hoy sobre los datos, no debemos olvidar la advertencia del Premio Nobel Ronald Coase: cuando torturamos a los datos, nos confiesan cualquier cosa.
Este artículo fue publicado por Ediciones Godot en el libro «El placer de la transgresión» que reúne las columnas que publicó Salecl durante los últimos años en el diario Delos.