por William Gibson // traducción de Pedro Perucca
Aprendí de ciencia ficción e historia en una sola temporada.
La historia la encontré en el sótano de una vieja casa de ladrillos que cruzaba todos los días de camino a la escuela primaria, en un pequeño pueblo de Virginia.
Esta casa estaba vacía, pero se encontraba en un estado de reparación demasiado llamativo como para parecer encantada y nunca me había interesado. Una tarde, sin embargo, noté que habían llegado obreros y que se estaba preparando algún tipo de renovación. Escurriéndome por detrás de una lámina de madera contrachapada, exploré una serie de cuartos fríos y vacíos. Uno de estos (mi corazón latía más rápido) contenía un viejo baúl húmedo. Cuando junté el coraje suficiente para abrirlo, encontré solo unas pocas litografías de aviones, totalmente descoloridas (como ahora me imagino que eran). Pero estos eran aviones diferentes a los que había visto hasta el momento y me llamaron la atención de una manera peculiar. Eran viejos, claramente de otra época, pero emocionantes y de alguna manera también aterradores. Acurrucándome allí, mirándolos, sentí como si un enorme pedazo de información estuviera siendo introducido en mi cabeza. Varios fragmentos y piezas de conocimiento parciales se unieron, formando algo nuevo y absolutamente inesperado. Ya sabía, como por ósmosis, que había habido una guerra, aunque no sabía cuándo ni con quién. Hasta ahora me habían criado adultos que a veces hablaban de “la guerra” como de un tiempo o una era o un mundo anterior, pero nunca había asociado eso con otras ideas más vagas de algún conflicto pasado y general. Había leído libros de historietas sobre la guerra y jugaba con juguetes militares, pero nunca había considerado cómo encajaban en la forma en que el mundo efectivamente había sido.
Yo había encontrado la Segunda Guerra Mundial en ese baúl. Yo había descubierto la historia y ya nada sería igual.
Entonces encontré también la ciencia ficción, en varios estantes de alambre, uno de ellos con una copia de 15 centavos de la versión de La máquina del tiempode Classics Illustrated, que debió guiarme, tal como sus editores proclamaban intentar, al texto de Wells. Cuando se lanzó la versión cinematográfica de George Pal, en 1960, ya sentía, aunque en secreto, que La máquina del tiempo era mía, parte de una colección personal y creciente de universos alternos, y que nadie más en el cine realmente lo entendía.
Aún más en secreto, había llenado un cuaderno rayado Blue Horse con elaborados bocetos para mi propia máquina de tiempo operativa. Recuerdo que se parecía más a la versión de Classics Illustrated que a la de la película de George Pal. La máquina del tiempo de Classics Illustrated se parecía a un modelo atómico, pero yo me lo había imaginado, para mis propios propósitos, como engranando en una forma de esferas dentro de las esferas imposible de imaginar en funcionamiento, pero que de alguna manera permitiría moverse en tres dimensiones a la vez. Eso, imaginaba, daría resultado. También sospeché, sin admitírmelo a mí mismo, que el viaje en el tiempo podría ser una magia en el orden de besarse el codo (lo que inicialmente parecía ser teóricamente posible), pero estaba decidido a no admitirlo. La posibilidad era demasiado deliciosa para renunciar a ella.
Ahora pienso que no tenía en mente ninguna aventura específica de viaje en el tiempo, ninguna paradoja temporal de esas que obligan a romperse la cabeza para entenderlas. No recuerdo haber soñado con explorar el pasado del mundo que me rodeaba ni con viajar hacia el futuro.
Lo que quería era alcanzar el mundo de La máquina del tiempo, el jardín de los morlocks. La futura pesadilla victoriana de Wells se había convertido en mi tierra de fantasía favorita gracias a que existía tan lejos en la línea de tiempo como para ubicarse más allá de la historia y la historia, una vez conocida, se había convertido rápidamente en una especie de pesadilla de la que parecía no haber escapatoria.
La historia, tal como estaba aprendiéndolo a principios de los años sesenta, nunca deja de suceder.
Después de mis descubrimientos de la Segunda Guerra Mundial y de la ciencia ficción me convertí en una esponja involuntaria para la historia moderna. La mayoría de la ciencia ficción que estaba leyendo, la ficción estadounidense de los años cuarenta y cincuenta, ya se había convertido en una especie de historia, que requería un filtro adquirido para el anacronismo. Estudié la evidente línea de tiempo de la Historia del Futuro que Robert Heinlein adjuntó a cada una de sus novelas y pude identificar el punto en que comenzaba a separarse de la historia a medida que yo iba conociéndola. Filtré fragmentos indigeribles de cartílago anacrónico de esa ciencia ficción más antigua, aplicando ingeniería inversa a un modelo del pasado real a través de una creciente comprensión de lo que estos autores habían interpretado incorrectamente.
En otro baúl, en mi propio ático familiar, había desenterrado la Primera Guerra Mundial. Un tesoro mucho más importante: rollos conmemorativos enrollados con los nombres de los muertos de mi ciudad natal y la masa ligeramente herrumbrada y completamente sorprendente de un modelo de pistola automática Colt de 1911.
Los domingos por la noche vi la serie documental Siglo XX CBS, conmovido por la eminentemente sana voz del medio oeste de Walter Cronkite, mientras narraba aspectos de la realidad histórica inimaginablemente compleja y peculiar en la que estaba descubriendo que vivía. Aprendí sobre el Día D, los campos de concentración, la bomba atómica y la Guerra Fría. Con estos dos últimos, la narración moderada de Cronkite se encontró con mi creciente y secreto terror donde la historia y la ciencia (¿o la historia como ciencia ficción?) parecían estar por pasarnos por encima.
Y ahora, caminando a la escuela, cruzando frente a la casa donde había descubierto la Segunda Guerra Mundial, pasé por la Oficina de correos, recién marcada con carteles de metal con el símbolo amarillo y negro de Defensa Civil que se usa para señalar los refugios atómicos. Las sirenas eran testeadas regularmente, junto con algo llamado “el sistema”, y el dial de mi primera radio de transistores fue marcado, dos veces, con ese símbolo que indica las frecuencias reservadas para la Defensa Civil.
Liberado por Wells y sus descendientes literarios para vagar, en mi imaginación, arriba y abajo de la línea de tiempo, había tropezado con la Tercera Guerra Mundial y el fin de la civilización.
Wells había descubierto el fin de la civilización mucho antes que yo. Esta visión del cataclismo y el colapso sistémico, alimentado por cierta inmadurez básica de la especie, debió aparentar un regreso constante a lo largo de su vida para oprimirlo con la visión de un fin, al menos temporalmente, de la historia moderna y el progreso tecnológico. Debe haberlo esperado constantemente, a través de las Guerras Mundiales I y II. Él debe haber sido terriblemente consciente de que esta perspectiva se avecinaba nuevamente, en los años inmediatamente anteriores a su muerte, con el uso militar de la energía atómica como un hecho establecido.
En 1905 había imaginado el fin llegando gracias al uso militar de bombas aéreas contra objetivos civiles y luego vería a Zeppelins bombardear Londres y después el Blitz y el arribo de los cohetes alemanes. En La máquina del tiempo, las guerras son una cosa del pasado inmemorial, algo que fue necesariamente superado en el camino para establecer bases más seguras y racionales para la sociedad.
Nada de esto importaba mientras me abría paso a través del recalentamiento de la Guerra Fría, esperando que en cualquier momento el gemido de las sirenas nos invitara a todos al sótano de la Oficina de Correos. La dramatización televisiva de Pat Frank, Alas, Babylon, una novela popular ambientada en una pequeña ciudad de Florida inmediatamente después de la guerra nuclear, había sellado mi destino. Algo parecido a la sentencia de Sartre de que el infierno son los otros se me estaba acercando y parte de la nube de terror constante y secreto en que habitaba estaba constituida por la convicción de que mis vecinos, confinados en lo que imaginaba como la sofocante oscuridad de un refugio de la Defensa Civil, al fin probarían ser mis morlocks personales.
El atractivo de La máquina del tiempo para mí, entonces era el del puro escapismo. Anhelaba la elipsis de Wells, el largo borrón hacia adelante, “el día que sigue a la noche como el aleteo de un ala negra”. Anhelaba encontrarme al otro lado de la terrible e inevitable historia que estaba por suceder. Vi, con la mayor claridad, los obuses de la Segunda Guerra Mundial en el jardín del palacio de justicia de la ciudad, llenos de polvo proveniente de los restos de Chicago mientras que el cielo se iluminaba con una claridad nueva y mortal.
Entonces no entendía que en La máquina del tiempo el propio Wells había escrito un final más completo para la humanidad que el que yo imaginaba a punto de caer sobre los Estados Unidos. La melancolía perversamente agradable que impregna el jardín de los eloi no emana del inframundo oculto de los morlocks ni de su espeluznante simbiosis con sus antiguos maestros sino del trabajo exquisito y absolutamente deliberado de destrucción del mundo que Wells puso en escena para nosotros. Escritores anteriores y posteriores a Wells han disfrutado del placer embriagador de reducir los grandes monumentos de su época a la ruina imaginaria, pero pocos han alcanzado el grado de elegancia simbólica o el realismo convincentemente triste del Palacio de Porcelana Verde.
Aquí, en lo que una vez fue Kensington -el sitio de la educación científica de Wells y de todas sus tempranas esperanzas- todo lo que la civilización victoriana valora se ha terminado, arruinado no por la guerra sino por la involución de la especie humana, provocada por el no reconocimiento de los resultados de un desastroso curso de acción. Si Wells rechazaba el socialismo como una panacea, también veía a su simétrico opuesto como un camino inevitable hacia la ruina: “Hace siglos, miles de generaciones atrás, el hombre había expulsado a su hermano de la luz y el confort del sol. Y ahora ese hermano estaba regresando, ¡cambiado!”
El palacio se revela como la ruina de un museo. Una única y humilde caja de fósforos de seguridad, conservada en una vitrina hermética, es el tesoro que el Viajero del Tiempo se lleva de ese museo del hombre. Una última muestra de eficiencia tecnológica: luz y destrucción juntos en un paquete del tamaño de la palma de la mano. Cerillas, alcanfor y una pesada palanca rota de una máquina sin nombre que servirá como garrote y barra de palanca. Así abandona el museo sólo con las herramientas de sus primeros antepasados: el fuego y el palo.
Yo tenía mi antigua herramienta de destrucción y me enseñé a mí mismo, agazapado en lugares secretos, a desmontar esa imposible, aterradora y secreta provisión de la historia. Engrasé ligeramente las partes y las escondí por separado, envueltas en trapos. Como vivía en Virginia a principios de la década de los sesenta, pude obtener fácilmente una caja de municiones, con balas alarmantemente pesadas del color de un nuevo centavo de cobre.
Así tenía la pistola, como el Viajero del tiempo poseía sus cerillas y su improvisado garrote, aunque con mucho menos propósito. Él finalmente abandona el Palacio de Porcelana Verde con un plan pero yo tenía ningún plan, solo un terror global y silencioso ante la inminente guerra nuclear y el fin de la historia, así como la necesidad de sentirme de alguna manera en control sobre algo.
Tres años después de mi descubrimiento de la historia, se anunció que se habían desplegado misiles balísticos soviéticos en Cuba. Mi encuentro con la historia, lo sabía absolutamente, estaba a punto de terminar entonces y tal vez también mi especie.
En su prefacio a la edición de 1921 de La guerra en el aire, Wells escribió sobre la Primera Guerra Mundial (que aún se puede llamar la Gran Guerra): “La gran catástrofe marchó sobre nosotros a la luz del día. Pero todos pensaron que alguien más la detendría antes de que realmente llegara. Hoy marchan otros detrás de esa gran catástrofe”. En su prefacio a la edición de 1941, solo pudo agregar: «Una vez más le pido al lector que tome nota de las advertencias que di en ese año, hace veinte años. ¿Hay algo que agregar a ese prefacio ahora? Nada excepto mi epitafio. Eso, cuando llegue el momento, evidentemente tendrá que ser: «Se los dije, malditos tontos”. (Las cursivas son mías).
Pero las cursivas son, de hecho, suyas: del exasperado visionario, del capaz técnico victoriano que vio llegar al siglo XX con todo su asombroso bagaje de cambio y que ha llegado a confiar en las mentes de tipo de hombres que dirigían los ferrocarriles británicos. Se trata de la cursiva de un futurista perpetuamente impaciente y, de algún modo, perpetuamente no mundano que veía que su modelo fallaba en las manos de los menos inteligentes, los menos evolucionados. Y esas cursivas permanecen con nosotros aunque hace tiempo aprendí a alejarme silenciosamente de la ciencia ficción que las emplea.
Sospecho que empecé a desconfiar de ese particular sabor de esas cursivas cuando el mundo no se acabó en octubre de 1962. No puedo recordar la resolución de la crisis de los misiles en Cuba. Pero mi ansiedad, y la del mundo, alcanzó un pico absoluto. Y luego declinó, la historia avanzó, al menos la mayor parte de ella, y ahora en ocasiones el mundo de mi propia infancia me parece apenas menos remoto que el mundo de la infancia de Wells, viendo lo que ha cambiado desde entonces.
Es posible que haya empezado a desconfiar de la ciencia ficción entonces, o más bien a confiar en ella de manera diferente, ya que mi pasión inicial comenzó a declinar a partir de allí. Luego encontré a Henry Miller, a William Burroughs, a Jack Kerouac y otros, voces de otro tipo, y la ciencia ficción que continué leyendo era la que de alguna manera resonaba con esas voces y con el punto hacia el que esas voces parecían guiarme.
Y es posible que también haya empezado a darme cuenta, más o menos por esa misma época, de que la historia, aún la inicialmente descubierta en un baúl empapado o en cualquier otra presentación, es una especie de ficción especulativa en sí misma, propensa a cambios de interpretación y nuevos descubrimientos.
Vancouver, 8 de agosto de 2004