// Por Flor Canosa
Flor Canosa reseña para Synco Ruta al infierno, la saga de Mad Max, ensayo de Marcelo Acevedo recientemente publicado por Editorial Cuarto Menguante, en el que recorre las cuatro películas de Mad Max, esa saga que «se nos metió en el ADN» hasta llegar a formar parte de nuestras biografías.
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Guarda con la curva
Una siempre piensa que es lo suficientemente nerd y nunca lo es. Hay varios niveles de nerdismo en sangre, siempre depende del contexto. Porque apenas te gusta bastante algo, aparece algún Marcelo Acevedo por ahí que agarra el tema y lo descose. Lo mejor es que después lo vuelve a coser y deja construido un montoncito de magia, bien ordenado, para que lo puedan disfrutar tanto lxs otrxs nerds como gente un poco más normalita: gente con curiosidad.
Para disfrutar este libro tal y como se merece, les propongo un juego: miren cada una de las películas en orden, y luego vayan leyendo cada uno de los capítulos que componen Ruta al infierno. Van a sentir en la boca el gusto a sangre seca, aceite de motor y cuero. Pero, eso sí, dejo una aclaración para quienes dicen pertenecer a la tribu de lxs cinéfilos que se autoperciben «paladar negro»: suspendan la incredulidad, cuelguen los guantes del pensamiento crítico y dejen de ser adultxs por un par de horas. Recuerden quiénes era ustedes la primera vez que vieron (en el cine, doblada en la tele o en la cinta medio sucia de un VHS alquilado), algún fragmento de (particularmente) las primeras tres entregas del polvoriento y lisérgico mundo pre y pos-apocalíptico del loco Max.
Nafta en las venas
Así como el prólogo nos introduce en una versión autorreferencial con la que Leo Oyola narra desde su experiencia viendo en el cine la tercera parte de la saga, a cierta generación nos resulta imposible pensar en Mad Max como algo alejado de una vivencia infanto juvenil. Así como para Oyola la peli está relacionada con los fichines y el doble programa, para mí la saga es la reina del VHS, de la adrenalina, de la impresión de ver volar pedazos de carne, de una teta escapada por un costado (o dos tetas full screen como en la 2), de coches destrozados y todo lo gratuito y explícito que pudiera estar al alcance de una pre púber que vivía en un pueblo del interior.
Reviéndolas desde la adultez, es inevitable que se nos escape una sonrisa condescendiente. Si quisiéramos meter la 1 dentro de un molde, por ejemplo, tendríamos que hacer muchas concesiones. De ese tipo de sentimientos encontrados («la amo a pesar de…», «cómo puede gustarme tanto si no se parece a lo que recordaba» «¿posta siempre fue tan bizarra?») nos salva el primer capítulo de «Ruta al infierno». Ante cada objeción de mi mente sobre-analítica a la trama o a la realización, el libro le encuentra un motivo, una justificación, un dato preciso que reencarrila la mirada.
Veo la 2, luego la 3 y el juego que propongo al inicio, tiene cada vez más sentido. Termino una de las pelis y me siento con el libro y un lápiz en la mano. Avanzo casi tan rápido como el V8. Le hablo a las páginas: -Ah, con razón. Y, sí, claro. Mirá vos… -le digo. Me indigno, me río, me sorprendo. Termino el capítulo y ya quiero subirme al coche y salir a dar una vuelta por la siguiente.
Me siento cinética y, en momentos donde todo parece ir demasiado lento en la vida, es como inyectarse unos litros de diésel en las venas.
Marcelo dice: «Mad Max es una “saga mitopoética, apocalíptica, que decanta en espectáculo delirante de movimiento y violencia”», citando a La historia del cine australiano de Adrián Sánchez, y agrega: «una exaltación kinestésica trash-punk; una persecución infinita, con un conflicto principal básico, narrado mediante el lenguaje del movimiento y el montaje preciso, dotado de un ritmo agresivo y unas escenas de acción impactantes, por lo sucias y reales»
Sí, todo eso. Un pedacito de infancia y la necesidad de revisitar una saga que se merecía la mirada crítica y amorosa de Marcelo Acevedo.
La guerrera solitaria
Vuelvo a mí. No soy una consumidora de ensayos ni de teoría cinematográfica. Pasé seis años en una escuela de cine y luego de eso quemé (metafóricamente, no hace falta aclararlo) mis libros de análisis. Para decidirme a comprar uno, necesito saber de la pluma de quién salen las ideas. En el caso de «Ruta al infierno» no hubo dudas: el autor de este libro es esa persona que ocupa el lugar de una fuente de conocimientos, es una especie de reservorio con patas. «Preguntale a Marcelo Acevedo, seguro que él sabe» es una de las frases que muchxs de nosotrxs -que pertenecemos a cierto círculo de cultores/espectadores/hacedores de géneros populares- nos hemos encontrado diciéndole a alguien. De esa forma, a sabiendas de que este libro viene de la mano de un tipo al que consideramos un erudito, no necesitaba otra garantía de que no iba a encontrar chapucerías en su interior.
¿Cómo hablo del libro sin hacer una crítica de las películas? -me preguntaba a mí misma mientras miraba la 1 y le gritaba “Daleeeee” a las secuencias lentas, o me fascinaba con que el punto de giro que cualquier peli actual tendría a los 15 minutos, acá llegaba a la hora y cinco (con 17 minutos de resto para resolverme lo que sigue) o aplaudía cuando la «minita» se la terminaba arreglando sola (mal o bien) porque Max se había ido lejos o estaba machiruleando un coche. Es que bastaba con que el último crédito dejara de brillar sobre la pantalla para acudir corriendo al libro, que sabe tanto desmenuzar los aspectos importantes de la trama (e incluso ordenarla con -más- sentido), como indagar en otros tópicos relevantes que, con ojo de experto, ha encontrado en otros textos, en portales, en entrevistas. Entonces, el trabajo de Marcelo Acevedo consigue compilar y ordenar desde su mirada calificada que contextualiza cada una de las películas, analizar desde el punto de vista del mito, del folklore, del imaginario local, como así también brindar fascinantes datos de color que ubican sociológicamente la saga en una realidad productiva, social, temporal y geográfica.
Mención aparte para las referencias a otros cines de exploitation (como el italiano y el filipino, una locura) y a todos los formatos en que la saga de Mad Max fue copiada u homenajeada.
Clavando los frenos
Hablando de homenajes, que mi nombre aparezca en el libro no es casual (y por supuesto, voy a cerrar el círculo de la autorreferencia, porque así empieza el libro y esta reseña). Fui parte del equipo que hizo Daemonium y en esas reuniones creativas -donde armábamos las tramas como un colectivo de nerds generación X que había mamado de las tetas del mismo cine que ya era clásico cuando nos dejaban verlo- volaban las esquirlas de las referencias para generar nuestro exploitation vernáculo. Y así como citábamos a las tortugas ninja o a Mun-ra, nadie que haya visto Daemonium puede ignorar los homenajes a Mad Max. Tampoco fueron ignorados en EEUU en el año 2013, cuando Daemonium ganó el Wasteland Film Festival como Mejor film apocalíptico. Porque si la vamos a hacer, la vamos a hacer bien. Y sacar chapa, por más oxidada que esté.
Maldición, una termina hablando de sí misma, porque evidentemente algo de eso es el efecto Mad Max. Es que la saga se nos metió en el ADN y se cuela por los intersticios de nuestra propia producción audiovisual o literaria. Mad Max se volvió una parte de nuestra biografía a tal punto que, mucho de lo que recordábamos haber visto en ella, o no existe o no era tan así. Hubiese jurado sobre el cadáver de algún inocente que la 1 transcurría completamente en la carretera, sin esbozo de un mundo que todavía mantenía cierto civismo o arbolitos y hamacas paraguayas.
Por eso, leer las páginas de Ruta al infierno nos recuerda por qué podemos amar y defender a los gritos el valor de una saga que tan poco tiene que ver con nuestra historia social cercana. Es la maravilla del cine, ese espacio de la infancia en donde se suspende la incredulidad y el loco Max pasa a ser un amigo invisible.
Y pienso pelearme a piñas en cualquier esquina con Leo Oyola al grito de «Usted se tiene que arrepentir de lo que dijo» cuando ME critica Fury Road. Y digo que ME la critica A MÍ porque ese efecto es el que provoca el cine popular: la sensación de que somos parte de aquello que nos conmueve más allá de las razones intelectuales, que nos moviliza las entrañas y nos impele a escribir ficción o un ensayo como Ruta al infierno donde todo el amor por la saga se huele y se te queda pegado en la lengua o haciendo cosquillas en la nuca en cada veloz, loca y furiosa página.
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