
// Por José Ignacio Scasserra
En la estela de las reflexiones y celebraciones por un nuevo Día del Orgullo, a 52 años de la histórica revuelta de Stonewall, Ignacio «Pepe» Scasserra comparte con Synco una reflexión sobre lo «cuir», problematizando una mirada esencialista de las identidades y alertando sobre el riesgo de definiciones que «más que liberar nuestras potencias combativas, parecen capturar nuestras imaginaciones políticas».
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Pasó el mes del orgullo y, con él, las redes se tiñeron momentáneamente de arcoíris. Todxs aquéllxs que se asumen disidentxs a lo largo del globo levantaron la bandera multicolor en la interfaz fuera del tiempo que son las redes sociales. Cabe preguntarse, ante tantas biografías diferentes entre sí, qué es lo que las reúne. ¿Qué es lo que hace que, bajo un arcoíris, puedan abanderarse de norte a sur travestis, trans, no binaries, gays, maricas, putos, tortas y todxs aquéllxs que sean leídxs como una abyección al varón cis y heterosexual…?
En su momento, se intentó un aglutinante en «lo queer/cuir«. Identidades de género distintas a la asignada al nacer, el sexo no heterosexual, las quebradas de muñeca impredecibles: todas esas experiencias podían ser entendidas como cuir. De esta forma se buscó, desde algunos discursos, que lo cuirfuera una bandera lo suficientemente grande que pudiera englobarnos a todxs. Se lo pensó como algo en devenir, fluido, que en su cambio permitía que sus puertas de entrada no se achicaran. Como afirma Moira Pérez en su texto «Acerca de la pregunta: ¿Qué es lo queer?»[1] no se trataba en absoluto de un atributo esencial de un grupo de sujetos, sino de un modo de abordar e interpretar el mundo.
Sin embargo, la regularidad en la conexión caprichosa de las redes sociales parece insistir en comprender lo cuir como aquél primer aspecto que Moira Pérez rechaza: algo propio e irrenunciable de aquéllxs a lxs que designa. Más específicamente, lo cuir parece ser asociado velozmente a al menos dos cosas: un modo de coger, y un modo de asumir la propia identidad.
Sexualidad e identidad: pharmakon militante.
Nuestra civilización da por sentado que la sexualidad, y la identidad, son dos cosas que van de la mano. La idea funciona en la publicidad, en el derecho, e incluso en nuestras militancias disidentes: aparentemente, con quién y cómo nos gusta coger es un manifiesto último de nuestra verdad irrenunciable. Hemos hecho banderas y políticas sobre esta idea. «Dime con quien coges, y te diré quién eres»; tal es el lema de nuestra cultura arcoíris.
Esta alianza entre la identidad y la sexualidad fue desmontada por Michel Foucault en su primer tomo de Historia de la sexualidad a partir de destacar su carácter reciente (atribuible a los discursos de psiquiatría y sexología del siglo XIX), contingente, y arbitrario. Sin embargo, el propio autor comprendió sus alcances políticos: en efecto, que la sexualidad haga identidad en nuestra cultura fue primero una violencia epistémica, pero después, una bandera política. Por doquier, reivindicarse puto, torta, trava, se vuelve un modo de dar una batalla que goza de efectividad para dar respuesta a las problemáticas específicas de cada colectivo.
Sin embargo, más que una virtud, hoy en día la «identidad» parece una letanía automática de nuestros activismos en redes sociales. Más que liberar nuestras potencias combativas, parece capturar nuestras imaginaciones políticas: «esto es problema de maricas, eso de travas, aquello, de lesbianas». En lugar de imaginar alianzas y nuevas trincheras de batalla, parecemos más dispuestos a dejarnos atrapar por la fatalidad de nuestra «identidad sexual». De este modo, fallamos en ver la precarización creciente de nuestras existencias que el capital tiene reservado para todxs nosotrxs, independientemente de nuestra orientación sexual o nuestra identidad de género. A nuestra generación la tierra le está vedada, y el único trabajo posible se presenta flexibilizado y su garantía se deposita sobre nuestras espaldas. De esta manera, nos vemos obligados a migrar constantemente mientras recibimos lo mínimo e indispensable para nuestra supervivencia. Por eso, considero que la identidad, comprendida sólo desde la sexualidad, se ha vuelto un pharmakon (veneno y antídoto) militante.
Creo que esto es lo que ha llevado a tantos equívocos a la hora de pensar quienes somos lxs que descansamos debajo de esa bandera arcoíris. Si lo cuir se piensa como un atributo esencial y sexual de los sujetos que participan de él, está condenado a naufragar como aglutinante existencial, y por añadidura, político. Para desandar este problema, no sólo tendríamos que abandonar cualquier tipo de perspectiva esencialista, sino también discutir específicamente con el contenido que nuestra época le ha atribuido a lo cuir: es decir, la sexualidad en tanto identidad aglutinante.
Los lentes multicolor insisten en creer que hay algo en común entre el sodomita heteronormado y terrateniente, y la marica inquilina y anticapitalista que quiere hacer de su culo una ofensa a la propiedad privada de la tierra. Estos ejemplos muestran lo arbitrario de tal segmentación. Quizás en otro tiempo haya sido necesario imaginar esta agrupación, digna de la vieja enciclopedia china que imaginó Borges. Pero en nuestra cultura hipersexualizada del espectáculo, lo cuirno parece ir por ahí. Lejos de cualquier moral mojigata, pero buscando precauciones sobre las crestas de ola que nos encontramos atravesando, mi sospecha es que, en tiempos actuales, ser disidentes no tiene nada que ver con cómo y cuánto cogemos.
- «¡Mi hermano vive con un travesti!»
Hace casi diez años, mientras estudiaba en la universidad, trabajaba en una escuela católica como preceptor. Una tarde, en sala de profesores, el docente de educación física (personaje terrorífico y deseado para un puto como yo) me contó, a modo de confesión, que su hermano «estaba loco». Le pregunté por qué decía eso, y me contó, casi al borde de las lágrimas, que su hermano vivía con «un travesti». Con sus manos temblando, insistió: «¿Entendés? No es que se lo coje. ¡Vive con él!»
En su momento, me apuré a corregirle el pronombre de la oración. «¡Una travesti!» llegué a balbucear entre el discurso atolondrado de mi compañero. Si bien esa reivindicación era apropiada, es llamativo que en su momento me enredara solamente con la cuestión identitaria (insisto, importante). Para un puto progre en pleno kirchnerismo, allí no había más horizontes problemáticos que nuestra identidad de género. Por eso fui, durante años, sordo al potencial que encerraba el testimonio que acababa de escuchar.
El discurso heterosexual de mi compañero había señalado cuál era su peor terror: que alguien se atreviera a vivir con «un travesti». De paso, había dejado traslucir algo que todxs sabemos: no existe varón heterosexual que no desee o haya deseado a las travas. El subtexto de «no es que se lo coje», es el de admitir que todo buen macho se ha ido alguna vez a la zona roja de su ciudad a probar la manzana prohibida. Conclusión: la heterosexualidad no se horroriza con nuestra sexualidad. De hecho, la heterosexualidad no es tal, y siempre se permite un desliz. Ahora bien, si alguien decide hacer familia con nosotrxs, lxs degeneradxs de siempre, arde troya.
Creo que desde este discurso transfóbico, que nos hace de limite y revés, es posible poner de relieve la cuestión que estoy intentando pensar. Las fronteras entre heterosexualidad y homosexualidad son relativamente porosas, si se los piensa desde la sexualidad. Ahora bien, si nos detenemos en modos de vivir y existir con otrxs, la inquietud social crece, y activa todos sus mecanismos de alarma.
De esta forma, se despeja una premisa: el problema no es cómo, cuánto, o con quien cogemos, sino cómo, cuanto y con quien hacemos alianza, tejemos vínculos, generamos parentescos. Me atrevo a decir que, si el arcoíris tiene algo para designar, es nuestros vínculos en disidencia. Lo abyecto, lo rarito, lo cuir, a lo largo de nuestra historia, quizás no haya sido nuestra «identidad», y menos aún si ésta se la reduce al cómo y con quien cogemos. Lo disidente, históricamente, es el modo en que hemos construido nuestro «estar en común», que por supuesto, involucra toda sexualidad múltiple, poligámica, y disidente que podamos imaginar, pero que no se agota solamente en eso. ¿Vínculos cuirque se opongan a la familia heterosexual, monogámica, burguesa? Suena bien.
- Chiste viejo.
Mucha marica vieja aquí puede sonreír con algo de condescendencia. «Si, mi amor, lo sabemos». Los vínculos cuir son en efecto un chiste viejo que ya fue contado. Claro, los movimientos de disidencias sexuales siempre han criticado a la familia heterosexual, monogámica y burguesa. Más todavía cuando se sumaron al anticapitalismo (pienso en el FLH en la Argentina setentista). En las vidas de maricas, travas, tortas abundan historias de cómo hemos tenido que armarnos familias nuevas a partir del exilio que fundó nuestra biografía. Más atrás en la historia, el anarquismo practicó amores libres, parejas simultáneas, familias comunitarias, y crianza colectiva de niñxs.
En efecto, el archivo es amplio, y hunde sus raíces en una historia tan antigua como occidente. Por eso, proponer «vínculos cuir» como modo de comprendernos no es fundar absolutamente nada, sino ensayar una manera de leernos retrospectivamente, que parece necesaria en nuestra actualidad. ¿Qué es, entonces, eso que estábamos haciendo? ¿Qué significó la alianza combativa de las vidas en disidencias del bar Stonewall que da origen al «mes del orgullo? ¿Qué fueron las redes de solidaridad travesti de las cuáles, en nuestro país, tenemos documentación hasta en la década del 50? ¿Qué son, hoy en día, los modelos disímiles, múltiples, y cambiantes de «familia» que alojan a la juventud precarizada y eternamente inquilina que hemos llegado a ser?
En todas esas experiencias, leer «vínculos cuir» en lugar de «identidades cuir» parece provechoso. En esto pensaba cuando, anteriormente, hablé de «parentescos vampíricos»: la contaminación desde la lateralidad para construir comunidad y desafiar una época. Maricas, putos, tortas, travas, siempre lo hemos hecho. Incluso también heterosexuales que no cuentan con la infraestructura familiar o económica necesaria para sostener la reproducción social. De allí que los «vínculos cuir» abran un horizonte estratégico de alianzas posibles, más allá de la sexualidad, en vistas de disputar la precariedad creciente.
- Adueñarse del arcoíris.
Los discursos en torno a la identidad de los cuáles me permití desconfiar parecen haber olvidado la importancia de los vínculos cuir. En la interfaz digital, decantan en retóricas gastadas, en la hiper-sexualización de nuestras existencias, y en banalidades estéticas. De esta manera, los usuarios nos abanderamos debajo de un arcoíris que sólo parece moverse bajo los ritmos del mercado. Por eso, en este mes del orgullo, resulta fundamental adueñarnos del arcoíris, ser un poco provocativxs, y decir: así como están dadas las cosas, coger no tiene nada de disidente.
Entre varones gays lo sabemos muy bien. Uno puede ser un perfecto sodomita y repetir los lugares y las coreografías típicas de la heterosexualidad más rancia. El viejo truco del puto heteronormado. Nada nuevo bajo el sol. Asimismo, en la sociedad de consumo actual, coger mucho y con muchxs no parece ser algo muy disidente que digamos. Ahora bien, construir alianzas imposibles, trazar parentescos mutantes, tejer redes de solidaridad, afecto, y cuidado para sobrevivir a la precariedad galopante, y rediseñar nuestros esquemas vinculares, eso sí que no es para cualquiera. Introducir el sexo allí como otro modo de estar en común, tampoco.
Erotizar nuestras amistades y amigarnos con quienes cogemos, en vistas de imaginar otros modos posibles de construir comunidad. Hacer de nuestra sexualidad una actividad que tienda hacia el problema de la amistad, como quería Michel Foucault. Ahí sí que se abre la puerta a una disidencia, especialmente en tiempos de individualismo liberal obsesionado con el éxito personal. Quizás en ese punto resida, hoy en día, nuestro potencial contestatario, y transgresor.
Pero también, y más allá del sexo, pensar y reformar los modos en que nos hacemos cargo de la reproducción social, de las tareas de cuidados, de las responsabilidades para con niñeces y ancianxs. Trascender las fronteras de la familia burguesa, privatizada, heterosexual y monogámica por comprenderla como la forma terminal más acabada de la dominación. Comprender que allí se anida no solamente un modo de sobrevivir, sino un aglutinante que da lugar a una lucha de clases ampliada[2] en donde la precariedad puede ser disputada desde la alianza política.
Por eso, en este mes del orgullo, quiero convocar a todxs aquéllxs expulsados de la familia mayúscula para que nos reconozcamos bajo un arcoíris que ya no se obsesione con lo que hacemos con nuestro culo, sino que se concentre más en cómo trazamos vínculos a partir de nuestro sexo. Que no interrogue tanto con quienes nos acostamos, sino con quienes buscamos despertarnos. Que considere que el elemento cuirque deja sin dormir a nuestros detractores son los modos que tenemos de tejer alianza y amistad, en vistas de disputar las condiciones de nuestras existencias.
[1] https://economiafeminita.com/acerca-de-la-pregunta-que-es-lo-queer/
[2] La expresión es blandida por Emiliano Exposto en su texto «¿Es posible politizar la anorexia (y nuestra salud mental)?» Ahí, se piensa también en el problema de la alianza en la precariedad, pero desde las discusiones de diversidad corporal. Disponible en: http://lobosuelto.com/es-posible-politizar-la-anorexia-y-nuestra-salud-mental-emiliano-exposto/