
// por Lucía Vazquez
En 2019, la editorial rosarina Baltasara publicó la primera novela de J. I. Pisano, El último Falcon sobre la tierra. De boca en boca llegaba la recomendación de su lectura, pero fue el año pasado, el año del apocalipsis definitivo, que esta obra empezó a circular con mucha fuerza, cuando ganó el premio Medifé Filba. Nostalgia y pulsión utópica recorren las páginas de una novela que en su aparente simpleza tiene por momentos la fuerza de un cros a la mandíbula.
Catástrofe
No se ven muchas utopías en la literatura argentina contemporánea, por no decir que ninguna; pero, en varias obras de la última década, late una pulsión utópica que a principios de siglo hubiera sido casi imposible de imaginar. Si hay una “madre” de las distopías argentinas de este siglo, esta sin dudas es Plop, de Rafael Pinedo (2004). Un mundo tan derruido que se ha vuelto irreconocible, un avance hacia el futuro que no es más que una violenta regresión a un estadio casi animal del hombre, en el que solo se preocupa por la supervivencia. Hasta el paisaje es imposible de vincular con uno conocido o familiar, todo es desierto, llanura infértil y ruina. Siempre llueve, el paisaje barroso es peligro para los sobrevivientes, al igual que los animales y la propia agua, que debe tomarse antes de que toque el suelo podrido “Solo esa puede tomarse. Una vez que cayó, está impura. ´Contaminada´ es la palabra que usan los viejos” [Pinedo, p. 18]. Si bien no es el único tipo de paisaje postapocalíptico argentino de estas últimas décadas (los hay de zombies, por ejemplo, como en Convertini y su Los que duermen en el polvo), es uno que persiste: ha ocurrido una catástrofe, probablemente del orden de lo “natural”. Esto se suma a las condiciones políticas, que lx lector argentinx puede tranquilamente reponer por su propia cuenta, para devastar todo lo que de familiar o seguro tiene el mundo. Lo que queda después es un escenario de muchísima dificultad, a nivel del paisaje y también del orden social. Esta es una constante, no solo de nuestra literatura, sino de cualquier forma de la distopía contemporánea.

El post-apocalipsis se suponer posterior al quiebre, a la catástrofe. También es común ignorar, en la literatura argentina, las causas de la debacle. Parecen no ser necesarias para contar; sin embargo, en el último tiempo comienza a haber al menos algún tipo de indicio de lo que pudo haber ocurrido, y casi siempre se vincula con la preocupación climática. O desertificación o inundación suelen ser las dos caras de la desmesura ecológica que se genera a partir del abuso del humanx de los recursos naturales. La preocupación ecológica se impone en obras como en la trilogía de Claudia Aboaf (Pichonas, El rey del agua, El ojo y la flor) o novelas como Distancia de rescate de Samanta Schweblin. Con mayor o menor detalle se alude a un colapso natural para después contar el social y el subjetivo de los personajes. También con más o menos detalle esa alusión será, narrativamente, solo el motor para ubicarnos en el paisaje postapocalíptico: lo que vino después.
Lo que no suele ser tan habitual en estos imaginarios es que exista, además de la representación de un posible post-apocalipsis, un después de. Es decir, si pensamos el apocalipsis como fin pero también como principio de un nuevo ciclo, la costumbre de ver ese nuevo ciclo como, únicamente, la ruina de la sociedad y los vínculos humanos, es lo que predomina. En obras como El último Falcon sobre la tierra la novedad es esta: hay un después, un posible comienzo, una pulsión utópica.

Pulsión
“Siento que nos vamos a morir todos pronto o que este mundo de mierda nos va a expulsar más lejos de lo que ya estamos en esta marginación general; deshechos que la Ciudad Alta no quiere ver desde esa altura que les impidió inundarse como nos inundamos todos los demás, que éramos los más pero ahora ya no entramos en ninguna cuenta…” [Pisano, p. 82].
Es bastante avanzada la novela que la narradora nos da alguna referencia más precisa sobre el “antes” de su presente. Justamente, la novela trabaja con la tensión que les provoca a los personajes la resistencia-entrega al recuerdo de lo que fue, un estado de cosas del que solo quedan registros fantasmáticos en dispositivos que pueden reproducirlos gracias al contrabando. Es que el mundo de El último Falcon… al principio se parece al nuestro más de lo que nos gustaría pensar. En algún lugar del Conurbano, una mujer que imaginamos de mediana edad, (ex) profesora de literatura, vive con su abuelo ciego y su sobrina de siete años con un retraso madurativo. Cultiva plantas de marihuana para intercambiar por baterías que le traen las bandas locales, asociadas según mareas políticas incomprensibles, con la Ciudad Alta. Es que en este mundo no hay electricidad, no al menos en el lugar en el que viven los personajes. Y si bien la inundación –en la que murieron miles y miles de personas como la madre de la narradora, por ejemplo–, ya “pasó”, los restos y consecuencias del fenómeno natural han impactado de manera definitiva en la cultura. La referencia a la Ciudad Alta supone un centro urbano que por privilegio –literal, de altura en este caso, aunque podemos suponer de poder adquisitivo o político– se ha salvado de la inundación y gobierna con desidia todos sus márgenes. Ahí viven los personajes, a la espera del camión semanal que trae productos comestibles de primera necesidad, que no son necesariamente comida sino cosas con “gusto a”. Es que, nos cuenta la narradora, el monocultivo transgénico ha hecho de las suyas en este mundo que no está temporalmente tan distante del nuestro. El abuelo de la protagonista fue campeón de carreras en los noventa, a fines del siglo XX, y será el encargado de convertir el resto, el automóvil Falcon del pasado, en una posibilidad de avance hacia el futuro.
Aquí se condensan varias ideas que circulan sobre la literatura –no solo argentina sino también latinoamericana– postapocalíptica contemporánea. Dice Claire Mercier en su artículo “Distopías latinoamericanas de la evolución: hacia una ecotopía” (2018): “…la selección natural, consecuencia de un cataclismo, actúa en contra de lo humano que, en vez de evolucionar, retrocede a una condición primitiva, es decir alejándose de la esfera de la civilización (…) Slavoj Ẑiẑek retoma esta idea en Living in the End Times (2010) cuando defiende la idea del apocalipsis capitalista y conecta lo precedente con la manifestación contemporánea y utópica de un deseo por volver a un estado inocente, así como primitivo del mundo, expresando las problemáticas medioambientales”. Los vínculos entre humanxs se han vuelto rústicos e imposibles como el paisaje. La dificultad de relacionarse con otrxs es enorme y las distancias vinculares parecen insalvables. Lxs niñxs, por ejemplo, han comenzado a perder el habla, se sugiere. Pero, de la mano de ideas como la que trabaja Donna Haraway en Seguir con el problema (2019), es en los parentescos raros donde la esperanza de la post-catástrofe tiene lugar. Cuando a la narradora le pega una patada un caballo, se juntan sus cercanos para ayudarla. “No logro entender cómo hicieron para comunicarse un ciego, un mudo y una nena de siete años que tiene la maduración de una de dos, pero todo parece en armonía” [Pisano, p. 95]. Su abuelo, su sobrina y el joven Perú –personaje entrañable, integrante de la banda que al comienzo de la novela “manda” en el barrio– logran con todas sus dificultades vincularse para armar un colectivo extraño que será la única posibilidad de escapar de la vida dura en los márgenes. Fredric Jameson explica que, pese a ser leídas en positivo, las utopías “son mapas y planos que deben leerse negativamente, como lo que debe alcanzarse después de las demoliciones y las eliminaciones” [Arqueologías del futuro, 2005] y no sirve pensarlas como mundos idílicos o felices. Si pensamos que en toda distopía late una pulsión utópica –por contraste, por oposición, por deseo–, que en el anticipo de la destrucción late el deseo de evitarla, de construir algo mejor y nuevo, la novedad que podemos leer en El último Falcon…es la sugerencia concreta de una posibilidad. Es en ese armado de familia “rara” que los personajes tienen la chance de escapar, de huir, de salir de la ruina posterior al desastre. No sabemos hacia dónde se dirigen, no sabemos qué harán allí, pero sabemos que estarán juntxs y que la clave del impulso fue encontrada en el equilibrio entre pasado-futuro. La tensión que se arma entre la narradora que no quiere recordar y el abuelo viviendo de voces grabadas, fantasmales, encuentra un punto medio en el arreglo del Falcon, quizá el último sobre la tierra, sí, y la conducción del vehículo “a dos manos”. Es la narradora quien toma el volante haciendo las veces de ojos para el ciego que presiona con sabiduría los pedales. Cuatro generaciones en movimiento, en un final incierto pero de alguna manera esperanzador. Ya no es Plop volviendo a morir al barro donde nació, es la puesta en movimiento de un colectivo extraño y fallido que usa la nostalgia como impulso.
“Pero la esperanza, hoy, no se mide por el tamaño de aquello que la despierta sino por el modo en el que rechaza la llegada de algún peligro inminente” [Pisano, p. 79]. Cuando la catástrofe –en este caso la inundación– pasó, el estado nuevo de cosas parece ser la nueva certeza, el postapocalipsis se experimenta presente tan perpetuo como el pasado que concluyó en la debacle. Si la novela de Pisano permite una lectura en clave utópica no es solo porque en el doblez de ese presente terrible – “el mundo en el que vivimos” como reconoce varias veces la narradora– podemos intuir otro presente, sino porque la resignificación/reconstrucción del pasado que permite a los personajes irse al final es la materialización de una posibilidad. Puede haber algo mejor, las cosas pueden ser de otra manera. Estos personajes logran escapar del loop en el que se encuentra uno como Plop, logran avanzar en ese suelo barroso que parece imposible. El auto, reliquia del pasado, símbolo de un poder decadente y corrupto en este nuevo mundo, logra arrancar y conducir a la familia extraña a otro lugar (¿o quizá un no-lugar al modo de la utopía?), a un adelante en el que no sabemos qué habrá pero sí que será diferente.