// Por Mallory N. Craig-Kuhn
Unos breves comentarios sobre la exitosa serie surcoreana escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk que subió hace algunos días la plataforma de streaming Netflix, El juego del calamar.
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Un par de días antes de ver El juego del calamar (en maratón durante un fin de semana, claro) le dije a un amigo que me parecía que lxs adultxs no somos más que niñxs con deudas. La crítica que la serie escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk hace de la violencia intrínseca del sistema capitalista es clarísima. Lxs jugadorxs primero dejan morir a sus compañerxs y finalmente lxs matan con sus propias manos, mientras que lxs que ostentan el poder se escudan tras la posibilidad de una salida grupal de ese juego a través de una votación democrática. Ustedes se matan porque quieren, porque son codiciosxs y violentxs, dice ese discurso del poder. Nosotrxs solo les ofrecemos oportunidades para salir adelante.
Aquí me gustaría reflexionar un poco sobre otro de los grandes temas que problematiza la serie: la niñez. Por un lado, hay un particular espanto que surge de la perversión violenta de los juegos infantiles. Pero, por otro, se abren varias preguntas. ¿Qué significa ser unx niñx? ¿Qué significa ser unx adultx en una sociedad capitalista? ¿Cómo valoramos estas etapas de la vida y, a fin de cuentas, cuáles son los rasgos loables de cada una?
El primer capítulo se encarga de transmitir una caracterización del protagonista, Seong Gi-hun, como el típico hombre-niño cuarentón incapaz de lidiar con la vida adulta. Lo vemos sentado en calzoncillos comiendo lo que su madre anciana le preparó, quejándose de que ella no le da más dinero para comprar un regalo para su hija que está de cumpleaños, cosa que él solo sabe porque su madre se lo recordó. Necesita la ayuda de un niño para ganar un regalito para su hija en un juego de arcade. Cuando la caja con moño resulta contener un encendedor con forma de pistola, es la niña la que dice que el regalo traerá más problemas con su mamá, aunque no para ella sino para el propio Gi-hun; es la niña la que le oculta la verdad sobre el futuro para ahorrarle dolor, al no decirle que su mamá y su padrastro la van a llevar a vivir a otro país. Todo en el protagonista, desde sus zapatillas y gorrito hasta su emoción y alegría, expresadas en la enorme sonrisa que luce en su foto al entrar a los juegos, gritan: “soy un niño grandote”.
Por un lado, la niñez representa la inocencia y la posibilidad de perderse en el momento, de divertirse de manera desinhibida. Pero, también se asocia con la indefensión. Y aquí se conecta con la representación de la tercera edad como una segunda niñez. El jugador 001, el viejo Oh Il-nam, es el personaje que más condiciona el comportamiento de Gi-hun en los juegos. Se niega a abandonarlo, a pesar de que les demás ven al viejo como un lastre. Gi-hun respeta la experiencia del señor viejo y se siente obligado a cuidarlo. En un momento de la serie, se dice que lxs viejxs deben estar bajo el cuidado de sus hijxs, o, más precisamente, de sus nueras -porque bien sabemos que el capitalismo, el patriarcado y la monogamia institucionalizada van de la mano. Gi-hun le ha robado esta segunda niñez a su propia madre, anciana y gravemente enferma, al nunca haber superado su propia niñez y al haber “fracasado” en su matrimonio. El protagonista ve en Oh Il-nam la posibilidad de algún tipo de redención si logra jugar ese papel de cuidador de un anciano desamparado.
Esta indefensión se extiende a todas las personas endeudadas y pobres que participan en los juegos, por más que en teoría están allí porque lo eligen. Pero se ve especialmente en el personaje de Ali Abdul, un trabajador migrante que a veces no domina el coreano, es exageradamente servicial y, como cualquier niño loser, solo quiere caer bien. Lo primero que hace en la serie es salvarle la vida a Gi-hun en el primer juego, una muestra de solidaridad tan absoluta que roza en lo naif, dadas las circunstancias. Muestra un respeto desmesurado a la gente que lo incluye en su grupo y, al final, es fácilmente engañado por un personaje que encarna mejor los rasgos de la adultez capitalista: la competencia, la astucia fría, el sálvese quien pueda. El claro mensaje es que no hay lugar para la solidaridad y la confianza en estos juegos salvajes.
En este sentido, quiero explorar la sorpresa final de la serie, que une los temas de la diversión y la indefensión infantiles en el personaje de Oh Il-nam. Este gesto me parece muy acertado; no así todo el tema de los gringos ricos y malvados con sus diálogos dolorosamente acartonados. (Y, dicho sea de paso, ¿qué onda con que el único personaje gay de la serie sea un gordo malicioso que quiere abusar sexualmente de alguien mucho menor que él? No repitamos el gesto homofóbico de presentar una especie de Barón Harkonnen, que ya estamos en 2021.) Si dejamos de lado la mayor parte del capítulo 7 con todo eso de los VIPs (en serio, no lo quiero ni pensar), llegamos al verdadero motivo por la existencia de los juegos sangrientos. Oh Il-nam es muy rico. Ya ganó en el juego de la vida capitalista y con el triunfo llega el aburrimiento. El ocio exasperante. El viejo dice que la gente con muy poca plata y la gente con demasiada plata tienen algo en común, y es que vivir no es divertido para ellxs. Decidió participar de sus propios juegos para perseguir la idea nostálgica de una diversión infantil en medio de la cual era capaz de perder la noción del tiempo. Ya no le entra en la cabeza cómo alguien puede confiar en otras personas porque la vida le ha borrado esa hermosa capacidad que tienen lxs niñxs. Para un ganador, la confianza que demuestra alguien como Ali Abdul es ingenuidad.
Oh Il-nam está a punto de morir y lo único que desea es volver emocionalmente a ese estado puro de juego despreocupado, desligado del capitalismo. Pero, no logra más que una gamificación de lo neoliberal, una competencia salvajemente desregulada que vuelca toda la responsabilidad moral en la mano invisible del interés propio. El juego del calamar nos muestra un realismo capitalista fisheriano en el que no solamente no se puede concebir el fin del sistema, sino que los mismos ganadores se ven ineludiblemente atraídos de nuevo hacia los juegos, como si de un agujero negro se tratara. Así sucede en el caso de Front Man, el misterioso hombre de negro que dirige los juegos, y, según parece, en el del propio Seong Gi-hun.
Al final del último capítulo, el protagonista por fin está limpio y bien vestido, a punto de abordar un avión para visitar a su hija. Si la primera temporada exploraba la niñez en relación con el capitalismo salvaje, tal vez la segunda va a escarbar más en el tema de la familia y la responsabilidad que se tiene hacia ella, que empezó a problematizarse en estos nueve primeros capítulos. ¿La familia debe concebirse como un grupo compuesto por las relaciones consanguíneas, o existe una responsabilidad hacia un grupo mayor? Gi-hun parece descartar la posibilidad de escaparse con su dinero y reconstruir la relación con su hija para, en cambio, utilizar su riqueza y su conocimiento para tratar de poner fin a los juegos.
Será interesante ver si en la segunda temporada el protagonista es motivado por la venganza, algo que lxs organizadorxs de los juegos caracterizarían, quizá, como la rabieta de un niño que piensa que el juego no es justo. O tal vez querrá lograr algún tipo de justicia social, cosa que el neoliberalismo definitivamente tilda de infantil. Cuando lxs jugadores no dormían bien o no habían comido el algo, se ponían de mal humor; pero ya que estaban en los juegos y no en el recreo, se ponían a matarse literalmente a golpes, además de llorar y decirles a las figuras de la autoridad que no era justo. Espero que en la segunda temporada se sigan explorando las decisiones de personajes que, a fin de cuentas, no son más que niñxs, pero con deudas.
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