Por Laura Ponce
Laura Ponce recuerda a la enorme Angélica Gorodischer.
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Este sábado 5 de febrero falleció Angélica Gorodischer, una de las tres madres de la ciencia ficción en castellano, una de las escritoras más importantes y de mayor trayectoria en habla hispana, una mujer de imaginación desbordante e ideas poderosas, una persona entrañable con una generosidad de la que nunca me voy a olvidar. Podría decir que es una pérdida irreparable, pero seguro ella me daría una palmadita sacudiendo la cabeza con cara de “qué tontería” y respondería que se ha perdido lo menos importante, que la que ella quiso ser está en lo que escribió, en el camino que hizo y la obra que dejó, y yo agregaría en las vidas que tocó (ella era demasiado humilde como para decirlo, pero creo que es lo más importante).
Me acuerdo de las veces que la visité en su casa de Rosario. Primero en el 2016, cuando fuimos a llevarle un ejemplar de la edición argentina de Alucinadas / Ciencia Ficción escrita por mujeres, publicada en España por Palabristas Press y Sportula, la primera antología que compartimos, cosa que yo todavía no podía creer. Fui con Teresa P. Mira de Echeverría, quien había ganado esa convocatoria, Guillermo Echeverría y Grendel Bellarousse. Fuimos como en procesión, para ver a nuestro monstruo sagrado, y nos encontramos con una viejita maravillosa, con el pelo color remolacha y pantuflas doradas, que nos guio a través de un jardín frondoso, brillante por la lluvia, y nos abrió la puerta a su refugio. Libros, muchísimos libros, cajas con recortes periodísticos cuidadosamente etiquetadas, las paredes cubiertas de cuadritos, fotos, detalles, premios medio apilados en un estante, como cosas sin mucha importancia, un escritorio y una mesa redonda con una lámpara que bañaba todo de luz dorada. Podía haber sido un templo, pero un pequeño mundo tibio, era la habitación de una señora bien vivida, un espacio de trabajo y creación, y también un lugar para compartir. Ahí tomamos el té con masitas, charlamos, nos reímos. Nos contó muchas anécdotas desopilantes, pero sobre todo nos preguntó, quiso saber de nosotres, qué escribíamos, por qué escribíamos. Nos escuchó con atención y afecto, y nos dio los mejores consejos del mundo. Volví a visitarla otras veces, cuando viajaba a Rosario. La última vez que nos vimos fue cuando la Biblioteca Nacional la homenajeó poniéndole su nombre a una de las salas. Lamento que no hayan sido muchas más.
Me pone triste saber que no podré volver a verla y reírme con ella, pero me acuerdo de que había entrado en mi vida mucho antes de esa primera visita, cuando leí fascinada Kalpa imperial; me acuerdo de que además de hacerlo con su modo de escribir me inspiró con su voz segura y desenfadada, desde esas entrevistas que daba tan lejos del divismo; me acuerdo que me la reconfirmó como modelo saber que siempre había sido una laburante (al principio de su carrera, cuando sus hijos eran chicos, trabajaba en una fábrica y se sentía culpable con sus hijos porque no estaba con ellos durante todo el día como otras señoras del barrio y se sentía culpable con la literatura porque no le podía dedicar todo el tiempo que quería; a la noche, una vez que dormían, sacaba la máquina de escribir de abajo de la cama, la ponía en una mesita sobre una toalla para que no hiciera ruido y escribía hasta las tres de la mañana, y al otro día, a las siete, se levantaba para ir a trabajar; vivía cansada, pero hizo todo lo que quiso y nunca desistió).
La voy a extrañar, pero es maravilloso saber que estuvo en este mundo y que nos dejó tantos otros. Buen viaje, Angélica.
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