
// Por Juan Mattio
Me gustaría pensar Chernobyl en relación a otra película, muy menor en comparación, pero que construye zonas comunes con la miniserie de HBO. Se trata de Outbreak estrenada en 1995 y dirigida por Wolfgang Petersen. En esa ficción se cuenta el despliegue de un virus capaz de matar a una persona en 24 horas, de contagio casi inmediato y sin cura conocida.
Lo que podríamos pensar en relación a estos dos dispositivos que son Chernobyl y Outbreak es la administración del desastre. Si en la primera se enfrentan la razón científica a la razón burocrática de la Unión Soviética, en la segunda se oponen razón científica a la razón militar de los Estados Unidos. En el fondo, estamos ante el mismo problema: los científicos son la última línea de defensa de la verdad y, por lo tanto, de la sociedad.
Pero una está basada en hechos históricos y la otra es producto de una de las fantasías dominantes de la sociedad norteamericana. Lo importante de Outbreak es el retorno de lo reprimido: la Guerra Fría vuelve en 1995 en forma de virus y la psicosis atómica se materializa como máscaras de gas. La película muestra que hay un doble de los Estados Unidos como centinela mundial, un doble paranoico y subterráneo que sale del closet para indicar que nunca se fue a ninguna parte. La única barrera de contención para que el ejército no bombardee su propio territorio y a sus propicios ciudadanos es el médico epidemiólogo Sam Daniels.
En Chernobyl el problema es otro. La Unión Soviética está ciega por las propias mentiras del régimen. Los burócratas de la fábrica le mienten a los burócratas del Partido y los burócratas del Partido le mienten a los burócratas del Estado. Todos coinciden: esto no puede estar pasando. Para cuando logran romper con su propia ceguera, ya es demasiado tarde. Solo un hombre, el doctor en Química Valeri Legasov, entiende la magnitud del problema y en un acto de coraje interpela al propio Secretario del Comité Central y jefe de Estado, Mijaíl Gorbachov, para decirle la verdad: la radiación de Chernobyl equivale a 100 veces más radiación que las bombas de Nagasaki e Hiroshima.
Quienes nos interesan, entonces, son Daniels y Legasov. Uno administra la enfermedad, el otro administra la catástrofe ambiental. Ambos enfrentan problemas similares: las mentiras del Estado, la burocracia, la lógica del secreto y la incapacidad de sus superiores para comprender a qué se están enfrentando. En última instancia, podríamos decir que ambas ficciones están preocupadas por la relación de subordinación de la ciencia ante la lógica militar o política. Y en ambos casos la única salida posible está en invertir esa relación, hacer que gobierne la razón científica como la única capaz de portar y gestionar la verdad.

En Outbreak el estallido de una epidemia -enfermedad que se origina en África y que deviene arma biológica- convierte a un pequeño pueblo anónimo en zona de guerra: se impone el toque de queda y se despliega un sistema de control que hace pensar en La Peste de Camus: «Si se sienten mal -dice la voz militar desde el megáfono que recorre las calles- deben colgar un pedazo de tela blanca en la puerta». El hospital se desborda y lxs enfermxs caminan en fila hacia la escuela bajo la mirada disciplinada de los militares cubiertos con máscaras de gas y trajes aislantes. La escena nos devuelve al campo de concentración. Unos pocos intentan escapar del perímetro y son asesinados desde un helicóptero del ejército.
En el final, Daniels enfrenta al alto mando militar, encuentra la cura del virus, salva al pequeño pueblo (incluida su esposa porque amor romántico siempre paga en Hollywood) y nos da una lección: antes de matar civiles para guardar secretos de Estado, es mejor decir la verdad y producir soluciones científicas. Telón.
En la vida real la cosa fue mucho peor: cientos de miles de desplazados que todavía hoy no pueden volver a la zona de exclusión y miles de muertos por efectos de la radiación. Las imágenes fantasmales de los alrededores de Chernobyl podrían ser un buen ejemplo de lo que Mark Fisher definió como lo espeluznante, la ausencia en presencia: “Tenemos la sensación de lo espeluznante que envuelve las ruinas u otras estructuras abandonadas. La ciencia ficción postapocalíptica. (…) El problema no es por qué desaparecieron las personas que crearon esas estructuras -no hay misterio alguno al respecto- sino la naturaleza de lo que desapareció”.
Pero si Outbreak es una mala película que busca inscribirse en lo que conocemos como cine catástrofe, Chernobyl es un dispositivo mucho más complejo. Entre el segundo y el cuarto capítulo la serie logra conectarnos con esa sensibilidad espectral: una fuerza invisible que parece no estar en ningún lado y sin embargo altera todo lo vivo. Las escenas que muestran a los tres liquidadores matando animales -perros, gatos, etc.- para que la radiación no sobreviva en ellos, logran inquietarnos: ahí donde nosotrxs vemos vida, lo que en verdad hay es muerte. Esa duplicidad del mundo (lo vivo está muerto) es uno de los elementos más aterradores de Chernobyl.
La otra línea argumental de esos tres capítulos es la investigación que lleva adelante la física nuclear Ulana Khomyuk en complicidad con Legasov. El resultado es que la catástrofe no fue producto de un error humano sino una falla sistémica de la industria soviética. Es el reactor -y con él todo el sistema político de la URSS- el verdadero responsable.

Entonces llegamos al último capítulo donde son juzgados Anatoli Diátlov, ingeniero adjunto de la planta y Viktor Bryukhanov, el director. Y acá es donde se manifiesta el evento ideológico más profundo de la serie: la idea de que la verdad es un hecho innegociable y que su contexto de producción es el juicio. ¿Cuántas películas norteamericanas nos han enseñado que la verdad, por más que queramos ocultarla, es capaz de emerger ante el juez o el jurado? Desde 12 hombres en pugna hasta Código de honor (“¿quieres la verdad? Tu no puedes manejar la verdad”), sabemos que si hay un artefacto capaz de producir verdad ese es el juicio.
Y tanto Daniels como Legasov son sus guardianes. La mirada liberal indica que aquellos hombres y mujeres habituadxs a producir verdad científica son lxs indicadxs para producir también verdad política y verdad social. En nuestro país podríamos pensar en la figura de René Favaloro como paradigma de este mito. Este tipo de héroe -a diferencia de El Eternauta- sólo conocen salidas individuales y sustentadas en el saber científico.
Chernobyl deviene fábula moral sobre el par verdad/mentira. Su mirada ingenua intenta criticar los secretos de Estado como responsable último de masacres, guerras y desastres climáticos. Tal vez en este punto sea interesante volver a Rosa Braidotti cuando dice que si la fantasía dominante de la Guerra Fría fue la guerra atómica (y tanto Outbreak como Chenobyl son episodios de ese imaginario), hoy el temor mayor de nuestra época se ubica en la catástrofe ambiental. La diferencia está en que la guerra atómica tenía agentes nítidos: el gobierno (tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética) tenía que apretar el botón rojo para iniciar el fin del mundo. Ahora el desastre está disperso entre multitud de agentes. Tanto es así que muchos discursos apuntan a culpabilizar a lxs individuos por la contaminación y el cambio climático. La “responsabilidad” estaría distribuida en partes iguales entre ese monstruo que es la General Motors y sus cientos de fábricas y nosotrxs cuando usamos bolsas de nylon en las compras de supermercado.
Me pregunto si Chernobyl no será, entonces, el síntoma de una nostalgia. Añoranza por una edad del mundo donde al menos sabíamos a quién reclamarle si el apocalipsis empezaba.