Entonces eres ellos


Por Fredric Jameson // Traducción de Lucía Cytryn

Sobre El año del diluvio, de Margaret Atwood

¿Quién va a contar los placeres de la distopía? La lástima y el miedo a la tragedia –lástima por el otro, miedo por mi– no parecen muy apropiadas a una forma colectiva, en donde el espectador y el protagonista trágico son, en cierto sentido, uno y el mismo. En general, la distopía ha sido vehículo para declaraciones políticas de algún tipo: sermones contra la superpoblación, contra las grandes corporaciones, contra el totalitarismo, contra el consumismo, contra el patriarcado, contra el dinero mismo. No es casual que también haya sido el único subgénero de ciencia ficción en el que escritores más puramente “literarios” se hayan dado el gusto de escribir: Huxley, Orwell, incluso la Margaret Atwood de El cuento de la criada. Predeciblemente, el resultado de estos esfuerzos ha sido muy de aficionado, como los experimentos en el campo del relato detectivesco o criminal (de Dostoievsky a Nabokov, si se quiere), pero incluyendo un mensaje o tesis.[*] Es que, en otras palabras, los así llamados géneros de la cultura de masas tienen estándares y reglas tan rigurosos y profesionales como las formas más nobles.

Pero me alegra decir que, hoy en día, Atwood puede ser considerada una escritora de ciencia ficción. Y eso no es para nada despreciable. En todo caso, podría discutirse (no aquí) que, en estos tiempos, toda ficción se aproxima a la ciencia ficción en la medida en que el futuro, los varios futuros, empiezan a disolverse en una realidad cada vez más porosa y el fin del mundo parece acercarse más rápidamente que el propio mercado mundial unificado.

Oryx y Crake fue una brillante obra maestra en donde dos distopías y una utopía se entrelazaron ingeniosamente. Lo que quizás resulte sorprendente es que Atwood haya decidido continuar con ese universo sin hacerlo explícito. El maravilloso suspenso de la novela es, entonces, un poco spoileado (necesitamos un término técnico para este in media res invertido, que es como si Robinson Crusoe terminara de golpe cuando el protagonista encuentra la huella). Pero quizás no elegimos el mundo sino que, por el contrario, el mundo nos elige a nosotros. O quizás, como los protagonistas de Oryx eran hombres, parecía justo escribir una secuela para los personajes femeninos. El Año del Diluvio no es una secuela ni una precuela, sino ambas a la vez, lo que podría llamarse una narrativa paralela, donde las figuras divinas del primer libro (las figuras que se convirtieron en dioses, mejor dicho) se reducen a roles secundarios y partes pequeñas y sin diálogos. La religión todavía está muy cuestionada en la nueva novela pero, como veremos, es un tipo de religión diferente.

La importancia de los personajes y sus historias se ve disminuida, pero esto no es ninguna debilidad: más bien, es el resultado de una ampliación en la perspectiva narrativa para incluir el espacio profundo de las Instituciones, las colectividades y un tipo de historicidad distinta a la proyectada por la fábula individual de la primera novela. Aquí, podemos percibir tanto más claramente el colapso de la sociedad capitalista moderna en la aparición de contratistas privados, subcontratados para atender las necesidades sociales y, detrás de ellos, las grandes corporaciones que han reemplazado a todas las formas tradicionales de gobierno. (“En los Recintos vivía la gente de los Cuerpos – todos los científicos y hombres de negocios que, según Adán Uno, estaban destruyendo las viejas Especies y creando otras nuevas, arruinando el mundo”). Aquí también vemos las formas de resistencia provocadas por la descentralización de lo que todavía consideramos progreso social y tecnológico; desde la supervivencia de los más sádicos hasta el agrupamiento de pequeños grupos y la formación de nuevas religiones, hasta las denominadas “resistencias de bioformas”, más ominosas. La comida y el sexo son, obviamente, las necesidades más inmediatas. La primera es suministrada por SecretBurgers, en donde se tira toda la proteína disponible; la segunda, por los spas AnooYoo, con la compañía de los anfitriones de las tristes y poco confiables tiendas de “todo por un dólar”, cuya diversidad apenas despierta la euforia libre mercantilista de las visiones cyberpunk del futuro. Un centro de poder sin caras visibles se halla en CorpSeCorps que, como en las sociedades medievales (y bastante alejado de la vigilancia universal de Orwell), controla solo lo que necesita saber y no duda en organizar escuadrones de matones parapolíticos cuando lo encuentra necesario; cualquier cosa más criminalmente destructiva puede ser tratada en las instalaciones de Painball, en donde grupos de convictos son organizados para matarse entre sí. El bienestar de la elite es asegurado por los institutos HelthWyzer, de los cuales el lector ya ha leído algo en Oryx, junto con varios think-tanks científicos que, entre otras cosas, han ideado nuevas especies para suministrar órganos humanos de reemplazo, como los memorables pigoons. Oryx nos presentó este sistema desde adentro y casi como desde arriba, incluso cuando no parece haber una élite oligárquica, ni ningún partido o dictadura totalitaria al viejo estilo de la distopía moderna. El Año del Diluvio nos muestra el sistema desde abajo: ese, ya lo sabemos, es el punto de vista más confiable para evaluar y mapear una sociedad.  

Una segunda distopía aparece con el Diluvio: el Diluvio sin agua, como se caracteriza a esta plaga letal en la secuela. Como los lectores de Oryx saben, el Diluvio fue hecho por el hombre con el propósito de limpiar el mundo de la basura tóxica de la sociedad humana, dejando a los pocos sobrevivientes (en su mayoría personas atrapadas en espacios inaccesibles y, por lo tanto, no contaminados) a empezar algo nuevo. Una pregunta teórica interesante es si conviene distinguir una versión más genérica –historias apocalípticas o del fin del mundo, El último hombre de Mary Shelley y los paisajes postnucleares– de las distopías tan densamente pobladas que aparecen en estos libros. Mi sensación actual es que la situación post-catástrofe en realidad constituye la preparación para el surgimiento de la Utopía que, en esta nueva entrega de Atwood, alcanzamos solo de forma anticipada (de lo cual hablaré en un momento). La originalidad de Oryx fue ofrecer un vistazo de su propia creación: salido, literalmente, del tubo de ensayo de un científico loco que, por pura aversión a la actual naturaleza humana, inventa una tribu de nobles salvajes, perfectos en todos los sentidos (“personas hechas a propósito”, como alguien las llama): física y biológicamente; en sus relaciones sociales y en su experiencia existencial –con la excepción de que, porque tienen pocos problemas para resolver, su batería conceptual no se ha tenido que desarrollar proporcionalmente. No necesitamos ser escépticos respecto al renacimiento de Rousseau inaugurado por Lévi-Strauss y tantos otros en los años 50 y 60 para encontrar la ironía en esta visión tribal. Su futuro debe seguir siendo una pregunta tan abierta como la de los sobrevivientes mismos, y es otra pregunta formal y genérica interesante si la Utopía (o la distopía, en este caso) podría tener algún final o cierre en el sentido de la antigua narrativa aristotélica. Es decir, cualquier cierre salvo el de la destrucción absoluta y la muerte.

Tal vez también se discutirá que nuestros nobles salvajes tienen otro defecto, uno de los más significativos: creen en Dios; o más bien creen en un dios, en Crake mismo, su creador (y su legislador), que ahora disfruta de la autoridad de Lycurgus, es decir, de los muertos. Al menos desde Freud, no se supone que creamos que este tipo de confianza en un Gran Otro es un fundamento satisfactorio para la existencia colectiva o individual. Pero Atwood tiene otro tipo de religión bajo la manga, y es quizás la característica más estimulante de El año del diluvio.

Claro que la religión, hoy en día, es un tema teórico candente, con todo tipo de violentos fundamentalismos posmodernos e incluso con el resurgimiento izquierdista de St Paul como teórico de la revolución cultural; pero también es un tema delicado, ya que incluso hablar de «religión» es reificarla como un fenómeno no secular. El concepto es una trampa explosiva y uno reconoce implícitamente la «creencia», en el esfuerzo por negar tal cosa en primer lugar. Pero si lo llamamos de otra forma, por ejemplo ideología, ritual o ilusión existencial, perdemos su curiosa especificidad. Mientras tanto, cualquier énfasis en la invención de religiones específicas por parte de individuos, con características «hechas a propósito», reduce a estos pretenciosamente redefinidos «sistemas de creencias» a algo así como muebles armables que exigen, suplementariamente, una forma de entender el tiempo, antiguas costumbres culturales o, sencillamente, una revelación. De modo que la representación de una nueva religión, en este caso la religión de los Hombres del Jardín, es un asunto delicado.

Y por eso es un placer afirmar que esta religión, con sus profetas, sus sermones, sus tabúes y su Libro de Himnos, lo lleva impresionantemente bien: ecologista, comunitaria y organizada en unidades descentralizadas que, cada una con su “Ararat” de provisiones –escondidas lejos del  inevitable Diluvio sin agua de futuras plagas y represión policial– consiguen, a pesar de su primitivismo regresivo, utilizar información computarizada y contar con informantes estratégicamente infiltrados entre las élites. La jerarquía funcional (los Adanes y las Evas) se vuelve aceptable por el igualitarismo cooperativo y por una serena aceptación de las debilidades de la naturaleza humana. Incluso Adán Uno, cuyos sermones son un modelo de santidad biopolítica, es admirablemente maquiavélico en las tácticas de supervivencia grupal. Quizás el Libro de Himnos merezca ser publicado de manera independiente:

Las Criaturas no necesitan libros para aprender,

Porque Dios instruye sus Mentes y Almas:

La luz del sol zumba a cada Abeja,

La arcilla húmeda le susurra al Topo.

Todo es, sin embargo, bastante regresivo (siempre es útil preguntarse qué tipo de políticas podrían ser distintas hoy en día). Aquí, por ejemplo, está la visión distópica de la historia que plantea esta Utopía:   

Según Adán Uno, la Caída del Hombre fue multidimensional. Los primates ancestrales cayeron de los árboles; luego, cayeron del vegetarianismo y comenzaron a comer carne. Luego, cayeron del instinto hacia la razón y, por lo tanto, a la tecnología; cayeron de las señales simples a una compleja gramática y, por lo tanto, cayeron a la humanidad; de la falta de fuego cayeron al fuego y, entonces, al armamento; y del apareamiento estacional a un incesante agitación sexual. Así, cayeron de una alegre vida en presente a una contemplación ansiosa del pasado desvanecido y el futuro distante.

La Caída estaba en curso y su trayectoria siempre conducía hacia abajo.  

¿No es esta religión la ideología misma?  

Y, ¿no es este libro la expresión de una doctrina ideológica? En la era post-feminista, cuyxs escritorxs no son mujeres escritoras sino escritoras a secas (Ursula Le Guin, Toni Morrison, Christa Wolf) Atwood no entra fácilmente en la categoría “feminista”: La Novia Ladrona, cuyas figuras masculinas ni siquiera son violentas sino, simplemente, ineptas (la “mascarada” masculina de Lacan, en el concepto tomado de Helene Deutsch y adaptado a la “masculinidad” y el machismo, es bastante ridícula) coloca el centro mismo del mal en una mujer. ¿Es Atwood, entonces, algo así como una ecologista? Podría ser, pero la naturaleza en su trabajo se remonta a 1972 con el terrorífico devenir animal deleuziano en su novela Resurgir. Hay, sin embargo, una categoría en la que encaja perfectamente y sin la cual no puede ser entendida por completo, una categoría que al menos 300 millones de angloparlantes suelen olvidar: Atwood es canadiense, y mucho de su poder imaginativo proviene de su privilegiada posición encima de la frontera de los Estados Unidos continentales. La Caída no puede ser comprendida del todo a menos que se entienda como una caída al americanismo, tal como nos recuerda esta magnífica diatriba de Resurgir:

No importa de qué país sean, dijo mi jefe, siguen siendo americanos, son lo que nos espera, en lo que nos estamos convirtiendo. Se diseminan como un virus, entran al cerebro y se apoderan de las células y las células cambian desde adentro y las que no tienen la enfermedad no las pueden distinguir. Como las películas de ciencia ficción que pasan a la madrugada, criaturas del espacio, ladrones de cuerpos que se te inyectan dentro y te despojan de tu cerebro, sus ojos en blanco como cáscaras de huevo detrás de las gafas oscuras. Si te ves como ellos y hablas como ellos y piensas como ellos, entonces eres ellos.

Cuando el narrador era un niño, la idea del mal era Hitler; pero en el mundo adulto de la violencia y la Naturaleza, se comienza a desarrollar una metafísica más enfermiza: “El problema que tienen algunas personas con ser alemanes, pensé, yo lo tengo con ser humano… entonces entendí que no era a los hombres a quienes odiaba, sino a los americanos, los humanos, hombres y mujeres”. Es una enfermedad observable: “El americano de segunda mano se iba extendiendo sobre él como manchas, igual que la sarna o el liquen. Estaba infectado, deformado y yo no podía ayudarlo: llevaría tanto tiempo curarlo, desenterrarlo hasta rastrear su verdadero yo”. Pero también la tecnología, la mecanización, la producción en masa son “americanas”: “La máquina es gradual, se va llevando un poco de tí cada vez y deja la cáscara. Estaba bien, siempre que infectaran a los muertos; los muertos pueden defenderse, estar mitad muerto es peor. También se lo hacían unos a otros, sin saberlo.”

Este es el mundo de la distopía de Atwood; en el cercano futuro global, el término “americano” ya no le será necesario. Sus colores tienen una calidad pastel repugnante, como las farmacias; sus trajes de conejito y sus telas suaves reflejan el mal gusto de la producción infantil en masa; la violencia física, sangrienta, es la de los dibujos animados más que la de Hitler. Si hay algún placer estético es el de una náusea viscosa que se repite en uno, de modo que el fin del mundo tenga el efecto purificador y vigorizante de un paisaje de arena y desechos a la orilla del mar. Pero es mejor pensarlo en los términos alentadores de Adán Uno:

¡Qué motivo de alegría es este mundo reorganizado en el que nos encontramos! Sí, es verdad que hay una cierta… no digamos decepción. Los desechos que dejó el Diluvio sin agua, como los que deja cualquier inundación que disminuye, no son agradables. Llevará tiempo que aparezca nuestro anhelado Edén, amigos.

¡Pero qué privilegiados somos de presenciar estos preciosos primeros momentos de Renacimiento!

[*] Aquí, la marca de lo amateur es la temática, entre otras cosas: en El año del diluvio, la referencia a “el muro que están construyendo para dejar afuera a los refugiados de Tex” o los nombres de los santos -”San E.F. Schumacher, San Jane Jacobs … San Stephen Jay Gould de los Esquistos Jurásicos”. Quizás la formación de Atwood en el género haya llegado con El asesino ciego (2000).